Me tapé la boca con la mano.

Demasiado tarde. Estornudé otra vez. Buddy, de la sorpresa, se quedó con la boca abierta. Entonces alzó un dedo en el aire y me señaló.

Varios monitores se levantaron de un salto y se dieron la vuelta. Yo me dirigí hacia la puerta. ¿Podría escapar antes de que alguno me atrapara?

No.

No había forma de llegar hasta allí. Me temblaban las piernas. De todas formas intenté moverme, con la espalda contra la pared.

¿Por qué había entrado en aquella habitación? ¿Por qué no me había quedado en la puerta, que era más seguro?

—¿Quién está ahí? —oí que decía Buddy—. Está muy oscuro. ¿Quién es?

«Bien —pensé—. No sabe que soy yo.» Pero en cuestión de segundos me cogerían y me llevarían a la luz.

Retrocedí un paso más, y otro. La oscuridad me envolvió. Di media vuelta.

—¡Aah! —grité al ver que había estado a punto de caer por unas empinadas escaleras.

Así que aquello no era un armario. Unos altos escalones de piedra negra llevaban hacia abajo. ¿Adónde conducirían? Ni idea; pero tampoco tenía elección. La escalera era mi única vía de escape.

Estuve a punto de tropezar y bajar de cabeza, pero conseguí agarrarme a la pared y recuperar el equilibrio.

Las escaleras bajaban y bajaban. El aire era cada vez más caliente y olía a rancio. Contuve el aliento. Aquello apestaba a leche podrida. De las profundidades subía un extraño y profundo gemido.

Me detuve a recuperar la respiración y me quedé escuchando. El gemido volvió a subir por las escaleras y una ráfaga de aire fétido me llegó a la nariz.

Me di la vuelta. ¿Me seguían? ¿Me habrían visto los monitores escapar por la puerta abierta? No, estaba demasiado oscuro. No se oía a nadie en las escaleras. No me seguían.

¿Qué había allí abajo que olía tan mal? Hubiera querido detenerme allí, no tenía ningunas ganas de seguir bajando. Pero no me quedaba otro remedio. Sabía que arriba me estarían buscando.

Con la mano apoyada en la pared, seguí adelante. Las escaleras daban a un largo y estrecho túnel. Al fondo se veía una pálida luz. Otro gemido resonó a lo lejos y el suelo se estremeció.

Respiré hondo y atravesé rápidamente el túnel. El aire era cada vez más caliente y húmedo y mis pies chapoteaban en los charcos del suelo. «¿Adónde conducirá esto? —me pregunté—. ¿Llegaré a alguna salida?»

Al acercarme al final del túnel me llegó una vaharada de aire hediondo que me dio náuseas. Tosí e intenté calmar mi estómago revuelto. ¡Era un olor asqueroso! Como de carne y huevos podridos. «Piensa en otra cosa. Piensa en flores frescas, en dulces perfumes.»

No sé cómo conseguí controlar mi estómago. Me tapé la nariz con los dedos y llegué a trompicones al final del túnel. Me detuve ante una enorme cámara muy iluminada.

¡Y allí me quedé mirando la cosa más fea y espantosa que había visto en toda mi vida!