Una cálida ráfaga de viento sacudió los árboles haciendo danzar sus espectrales sombras.
Yo retrocedí de un brinco, asustada por los gritos de la chica.
—¡Socorro! ¡Ayudadme, por favor...!
Venía corriendo desde las pistas de tenis. Llevaba unos pantalones muy cortos y ajustados de color azul y una camiseta morada. Tenía los brazos extendidos ante ella y su largo pelo flotaba enmarañado al viento.
La reconocí en cuanto la vi. Era la pequeña pelirroja de las pecas, la que estaba escondida entre los árboles y nos advirtió a Elliot y a mí que no entráramos en el campamento.
—¡Socorro!
Se lanzó directamente hacia mí, sollozando. Yo le rodeé los hombros con los brazos.
—Tranquila —susurré—. No pasa nada.
—¡No! —chilló ella, apartándose de mí.
—¿Qué sucede? —preguntó Jan—. ¿Qué haces aquí fuera?
—¿Por qué no estás en la cama? —añadió Ivy.
La niña no contestó. Estaba temblando de la cabeza a los pies. Me cogió de la mano y me llevó detrás de los matorrales junto al camino. Jan e Ivy nos siguieron.
—Sí que pasa algo —comenzó, enjugándose con las dos manos las lágrimas de las pecosas mejillas—. Sí que pasa. Yo... yo...
—¿Cómo te llamas? —preguntó Jan en un susurró.
—¿Qué haces aquí fuera? —repitió Ivy.
Oí de nuevo el aleteo de los murciélagos, que volaban bajo. Pero me forcé a no hacerles caso y seguí mirando a la pequeña.
—Me llamo... Alicia —sollozó—. Tenemos que irnos. ¡Deprisa!
—¿Cómo? Respira hondo, Alicia—dije—. No pasa nada, de verdad.
—¡No! —gritó ella moviendo la cabeza.
—Estás a salvo. Estás con nosotras —insistí.
—No estamos a salvo. Nadie aquí está a salvo. He intentado advertir a la gente. A ti intenté decírtelo... —De nuevo los sollozos interrumpieron sus palabras.
—¿Qué pasa? —quiso saber Ivy.
—¿De qué nos has querido avisar? —preguntó Jan inclinándose sobre ella.
—He... ¡he visto una cosa terrible! —balbució Alicia.
—¿Qué has visto? —dije impaciente.
—Les seguí... y lo vi. Una cosa horrible. No... no puedo contarlo. Tenemos que irnos. Tenemos que avisar a los demás, a todos. Tenemos que irnos corriendo. ¡Hay que escapar de aquí!
Soltó un largo suspiro. Todo su cuerpo seguía temblando.
—¿Pero por qué tenemos que irnos? —pregunté, poniéndole las manos con suavidad en los hombros.
Me sentía fatal. Quería tranquilizarla, quería decirle que todo iba bien. Pero no sabía cómo convencerla. ¿Qué habría visto? ¿Qué la habría asustado tanto?
¿Sería una pesadilla?
—¡Tenemos que irnos ahora mismo! —repitió la niña con voz chillona. Tenía el pelo pegado a la cara por las lágrimas. Me cogió de la mano y tiró de mí—. ¡Deprisa! ¡Tenemos que irnos! ¡Lo he visto!
—¿Pero qué has visto? —exclamé.
Alicia no tuvo tiempo de responder.
En ese momento un monitor de pelo moreno surgió ante los arbustos.
—¡Pero bueno! —gritó.