Un grito se me escapó de los labios y me tapé la cara con las dos manos. Oí la respiración entrecortada de Jan e Ivy. El aleteo era cada vez más fuerte, más cercano. Sentí en el cuello el aliento caliente de los murciélagos, noté que me clavaban las garras en el pelo, en la cara...
La verdad es que tengo una imaginación de espanto en lo que se refiere a los murciélagos.
—No pasa nada, Wendy —susurró Jan, apartándome las manos de la cara—. Mira —señaló.
Seguí su mirada hacia las alas negras. Los murciélagos volaban bajo, pero no en nuestra dirección. Se lanzaban en picado hacia la piscina, al pie de la colina. Bajo los brillantes focos, se los veía hundirse en el agua, durante menos de un segundo, y levantar el vuelo de nuevo hacia el cielo.
—N-no me gustan los murciélagos.
—Ni a mí —admitió Ivy—. Ya sé que son buenos, que comen insectos y esas cosas, pero a mí me dan escalofríos.
—Bueno, no nos molestarán —dijo Jan—. Sólo han bajado a beber. —Nos empujó a Ivy y a mí para que empezáramos a descender la colina.
Tuvimos suerte. Nadie me oyó gritar. Pero sólo habíamos avanzado unos pasos cuando vimos a otra monitora que se acercaba por el camino. Yo la conocía. Tenía el pelo muy rubio y lacio, largo hasta la cintura cubierto con su gorra azul de béisbol.
Las tres nos agachamos bajo un matorral sin hacer ruido. ¿Nos habría visto? Volví a contener la respiración. Ella siguió andando.
—¿Adónde van los monitores? —susurró Ivy.
—Vamos a seguirla —dije.
—Pero de lejos —advirtió Jan.
Nos levantamos despacio y salimos de detrás del arbusto. De pronto nos detuvimos al oír un rumor apagado que se fue haciendo cada vez más fuerte. La tierra comenzó a temblar.
Vi la expresión de miedo de mis dos amigas. Ivy y Jan estaban tan asustadas como yo.
La tierra se estremecía con tanta fuerza que caímos de rodillas. Yo aterricé en la hierba. El suelo temblaba y el rumor se convirtió en un rugido.
Cerré los ojos. El ruido se fue desvaneciendo poco a poco. La tierra dio una última sacudida y se quedó quieta. Abrí entonces los ojos y me volví hacia Ivy y Jan, que se estaban levantando muy despacio.
—¡Es horrible cada vez que pasa! —dijo Jan.
—¿Qué es? —pregunté, levantándome con las piernas temblorosas.
—Nadie lo sabe —contestó Jan mientras se frotaba las manchas de hierba de las rodillas—. Pasa varias veces al día.
—Yo creo que deberíamos olvidarnos de Dierdre —dijo Ivy en voz baja—. Quiero volver a la habitación.
—Sí, yo también —repliqué débilmente—. Ya celebraremos la fiesta mañana con Dierdre.
—Sí, nos contará dónde ha estado esta noche y qué ha hecho —dijo Jan.
—Esto ha sido una locura —afirmé.
—¡Pues fue idea tuya! —exclamó Jan.
Volvimos por el camino ocultas entre las sombras. Eché un vistazo a la piscina. Los murciélagos habían desaparecido. Tal vez el ruido los había espantado y se habían dirigido de nuevo hacia el bosque. Los grillos habían dejado de cantar. El aire seguía siendo cálido, pero quieto y silencioso. Sólo se oía el rumor de nuestros pasos por el camino de tierra.
De pronto, antes de que pudiéramos reaccionar o escondernos, oímos pasos. Unos pasos rápidos. Alguien corría hacia nosotras.
Me detuve en seco al oír el grito desesperado de una chica.
—¡Socorro! ¡Por favor, que alguien me ayude! ¡Socorro!