La tierra se sacudía con fuerza. El toldo que cubría las mesas de pimpón temblaba y las mesas rebotaban en el suelo. A mí se me doblaron las rodillas, pero me esforcé por no caerme.
—¡Un terremoto! —grité otra vez.
—¡No pasa nada! —Buddy se me acercó corriendo.
Tenía razón. El rumor se desvaneció rápidamente y el suelo dejó de vibrar.
—Ocurre a veces —me explicó el monitor—. Pero no pasa nada.
Yo todavía tenía el corazón acelerado y me temblaban las piernas como si fueran de goma.
—¿Que no pasa nada?
—¿Lo ves? —Buddy señaló en torno al campamento—. Nadie le presta atención. Sólo dura unos segundos.
Miré a mi alrededor. Sí, era verdad. Los chicos del torneo de ajedrez que se desarrollaba delante del pabellón no habían levantado la vista de los tableros. El partido de fútbol, en el campo que había al otro lado de la piscina, transcurría como si nada.
—Suele suceder una o dos veces al día —me dijo Buddy.
—¿Cuál es la causa? —pregunté.
Él se encogió de hombros.
—Ni idea.
—¡Pero todo se mueve muchísimo! ¿No es peligroso?
Buddy no me oyó. Ya se había marchado corriendo hacia el campo de fútbol.
Me dirigí a los dormitorios, todavía un poco temblorosa. Me resonaba en los oídos aquel extraño rumor.
Al abrir la puerta del edificio me encontré con Jan e Ivy, las dos vestidas con ropa de tenis y con la raqueta al hombro.
—¿Qué deportes has practicado?
—¿Has ganado alguna Moneda Real?
—¿Verdad que ha sido una gran prueba de natación?
—¿Te lo estás pasando bien, Wendy?
—¿Juegas al tenis?
Las dos hablaban a la vez, bombardeándome con preguntas. Parecían muy excitadas y no me dieron ocasión de contestar.
—Necesitamos más chicas para el torneo de tenis —dijo Ivy—. Es una competición de dos días. Ven a las pistas después de comer, ¿vale?
—Vale —le contesté—. No juego muy bien, pero...
—¡Nos vemos! —exclamó Jan, y las dos se fueron corriendo.
La verdad es que sí que juego bien al tenis. Mi saque no está mal y mi revés a dos manos tampoco.
Pero no soy genial.
En casa, mi amiga Allison y yo jugamos bastante al tenis, pero por pura diversión, sin matarnos. A veces nos dedicamos simplemente a pasarnos la pelota la una a la otra. Ni siquiera llevamos un tanteo.
Decidí apuntarme al torneo de tenis. Si perdía en la primera vuelta tampoco pasaría nada.
«Además —me dije—, papá y mamá llegarán en cualquier momento y tendremos que marcharnos.»
Mis padres... Sus rostros se dibujaron en mi memoria. «Deben de estar frenéticos —pensé—, muertos de preocupación. Ojalá se encuentren bien.»
De pronto se me ocurrió una idea: decidí llamar a mi casa. ¡Cómo no lo había pensado antes! Llamaría a casa y dejaría un mensaje en el contestador diciendo dónde estábamos Elliot y yo. Mi padre, esté donde esté, no deja de llamar a casa cada hora a ver si hay mensajes. Mi madre siempre se burla de esa manía.
«¡Pero ahora los dos se alegrarán de recibir el mensaje! —me dije—. ¡Ha sido una idea genial!»
Lo único que me hacía falta era un teléfono. «Tiene que haber teléfonos en los dormitorios», pensé. Busqué en el pequeño vestíbulo, pero no vi ninguno. En el mostrador no había nadie que me pudiera informar.
Lo intenté en el otro pasillo. Tampoco allí encontré nada.
Cada vez más ansiosa de hacer la llamada, salí corriendo y solté un largo suspiro de alivio al ver dos teléfonos públicos junto al gran edificio blanco. Me acerqué a ellos con el corazón palpitante, cogí el primero, y justo cuando me llevaba el auricular a la oreja...
¡...dos manos me cogieron por detrás!
—¡Suelta el teléfono! —ordenó una voz.