Miré a mi alrededor, buscando frenéticamente un sitio donde poder esconderme. Pero no tuve tiempo.
Tres chicas irrumpieron en la habitación, con los ojos entornados y las bocas torcidas en muecas amenazadoras. Formaron una línea y se me acercaron rápidamente.
—¡Eh! ¡Esperad! —grité, levantando las manos para defenderme del ataque.
Una chica alta, con el pelo a mechas rubias, fue la primera en echarse a reír. Las otras dos se le unieron.
—Has picado —dijo la rubia, echándose el pelo atrás con gesto triunfal.
Yo la miré ceñuda, con la boca abierta.
—¿De verdad creías que te íbamos a atacar? —preguntó una de las otras. Era flaca y nervuda y llevaba el pelo negro muy corto y con flequillo.
Vestía pantalones de chándal grises y una ajada camiseta gris.
—Bueno... —comencé, notando que me ponía colorada. Era verdad, me habían engañado. Me sentí una idiota.
—A mí no me mires —dijo la tercera chica, meneando la cabeza. El pelo, rubio y rizado, se le salía de una gorra roja y azul de los Cubs de Chicago—. Ha sido idea de Dierdre —señaló a la chica de las mechas rubias.
—No te enfades —me dijo Dierdre con una sonrisa. Sus ojos verdes llameaban—. Eres la tercera esta semana.
Las otras dos soltaron una risita.
—¿Y las otras también creyeron que las ibais a atacar? —pregunté.
Dierdre asintió con la cabeza, muy ufana.
—Ya sé que es una broma pesada —admitió—. Pero tiene gracia.
Esta vez yo también me eché a reír.
—Tengo un hermano pequeño y estoy acostumbrada a las bromas pesadas —dije.
Dierdre se echó el pelo atrás. Se puso a revolver en el primer cajón del tocador y encontró un pasador para recogérselo.
—Estas son Jan e Ivy —me presentó a las otras chicas.
Jan, que era la del flequillo, se dejó caer en una litera.
—Estoy molida —suspiró—. Menudo entrenamiento. Estoy sudando como un cerdo.
—¿Has oído hablar del desodorante? —rió Ivy.
Jan le sacó la lengua.
—Cambiaos —les dijo Dierdre—. Sólo nos quedan diez minutos.
—¿Diez minutos para qué? —preguntó Jan, frotándose las pantorrillas.
—¿Se os ha olvidado la carrera de natación?
—¡Madre mía! —exclamó Jan, levantándose de un salto—. ¡Es verdad! —Se acercó corriendo al tocador—. ¿Dónde está mi bañador?
Ivy y ella empezaron a rebuscar frenéticamente en los cajones. Dierdre se volvió hacia mí.
—¿Quieres participar?
—No tengo bañador —contesté.
Ella se encogió de hombros.
—No hay problema. Yo tengo un montón. —Se me quedó mirando—. Debemos de tener la misma talla, sólo que yo soy un poco más alta.
—Me encantaría darme un baño —dije—. Iré a la piscina y nadaré un rato.
—¿Cómo? ¿No vas a competir? —exclamó Dierdre.
Las tres se volvieron hacia mí perplejas.
—Ya practicaré deporte después. Ahora lo único que quiero es darme un baño para refrescarme.
—¡Pero no puede ser! —dijo Jan, mirándome como si fuera un monstruo de dos cabezas.
—De ninguna manera —añadió Ivy, moviendo la cabeza.
—Tienes que competir —declaró Dierdre—. No puedes darte un baño sin más.
—Sólo los mejores —recitó Ivy.
—Exacto. Sólo los mejores —repitió Jan.
Yo no entendía nada en absoluto.
—¿Qué queréis decir? ¿Por qué repetís eso todo el tiempo?
Dierdre me tiró un bañador azul.
—Póntelo. Llegamos tarde.
—Pero... pero...
Las tres chicas corrieron a ponerse los bañadores. Viendo que no me quedaba más remedio, yo también fui a cambiarme al cuarto de baño. Pero las preguntas seguían dándome vueltas en la cabeza. Quería respuestas.
¿Por qué tenía que competir en la carrera? ¿Por qué no podía darme un baño, simplemente? ¿Y por qué todo el mundo repetía sin cesar «sólo los mejores»?
¿A qué se referían?