Cada vez dábamos más tumbos. Oí un fuerte crujido. «¡Se va a partir por la mitad!», pensé. Me agarré con las dos manos y miré por la ventana delantera. Los oscuros árboles pasaban como una exhalación. Un fuerte bache me tiró al suelo.
—¡Wendy! ¡Wendy! ¡Wendy!—me llamó Elliot. Cerré los ojos y tensé todos los músculos, esperando el choque.
Y esperé y esperé...
Silencio.
Cuando abrí los ojos tardé un momento en darme cuenta de que ya no nos movíamos. Respiré hondo y me levanté.
—¿Wendy? —oí el débil gemido de Elliot en el otro extremo de la caravana.
Me di la vuelta con las piernas temblorosas. Tenía todo el cuerpo muy raro, como si todavía estuviéramos dando tumbos.
—Elliot, ¿estás bien?
Se había caído en una litera.
—Creo que sí. —Puso los pies en el suelo y meneó la cabeza—. Estoy un poco mareado.
—Yo también. ¡Menudo viaje!
—¡Mejor que la montaña rusa! ¡Vámonos de aquí!
Fuimos a la puerta que había en la parte delantera. Estábamos en pendiente y la caravana se inclinaba. Cogí el pomo de la puerta y en ese momento oí que llamaban con un golpe y retrocedí sobresaltada.
—¡Eh! —grité.
Llamaron tres veces más.
—¡Son mamá y papá! —exclamó Elliot—. ¡Nos han encontrado! ¡Abre, corre!
Me dio un brinco el corazón. ¡Qué alegría!
Giré el pomo, abrí la puerta...
...y me quedé sin aliento.