Elliot puso cara de desconcierto. No me había entendido. ¡O tal vez no me creía!

—¡La caravana se ha soltado! —chillé—. ¡Nos caemos por la montaña!

—¡N-n-n-no! —No es que Elliot tartamudeara, sino que dábamos tales brincos y sacudidas que apenas podía hablar. Sus pies golpeaban el suelo de tal forma que parecía estar bailando claqué.

—¡Ay! —grité al darme un cabezazo contra el techo.

Volvimos a la parte trasera. Me aferré a la repisa de la ventana y me esforcé por ver adonde nos dirigíamos. La carretera serpenteaba hacia abajo en medio de un denso bosque de pinos. Los árboles pasaban brincando tan deprisa que no eran más que un borrón marrón y verde.

Íbamos acelerando cada vez más y más. Las ruedas rugían bajo el suelo de la caravana y ésta se precipitaba en picado dando tumbos.

Me caí al suelo y me di un golpe en las rodillas.

Intenté levantarme, pero con tanto traqueteo volví a caer de bruces. Me puse entonces de rodillas y vi que Elliot rebotaba por el suelo como una pelota. Volví a la parte trasera y miré por la ventana.

La carretera trazaba una curva muy cerrada. ¡Pero nosotros no la seguimos! Nos salimos de la carretera bruscamente y nos metimos entre los árboles.

—¡Elliot! —chillé—. ¡Nos vamos a estrellar!