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Todavía hay policías vigilando la entrada y los jardines del castillo, pero ya no hay curiosos ni visitas. Soy el único que mira, y sigo sin entender a qué vine. Tal vez busco la respuesta a una pregunta que no me he hecho. O a lo mejor en ese castillo hay algo de mi historia que no se ha contado. Tal vez vengo a verificar si el sueño sigue intacto. Pero nada me dice nada. Todo se ve tan solo que tengo la sensación de que también sobro.

Nada pasa hasta que Gerardo se sube apurado a la limusina. Se oyen voces adentro, luego sale el belga con su maleta y camina rápido hasta el carro. Dita aparece tras él y le vocifera algo en francés. Está enfurecida, perdió hasta la elegancia aunque viste de luto riguroso. La limusina arranca y ella la ve irse por el camino de cipreses. Se queda mirando la puerta de entrada. Niega con la cabeza y baja las escaleras de piedra. El jardinero viene de cerrar la reja y le pregunta, ¿necesita algo, doña Dita? Ella lo aparta con el brazo y sigue decidida. ¿Qué siguen haciendo acá?, les pregunta, desde lejos, a los policías que cuidan la puerta. La miran sorprendidos. Váyanse, les dice. Los policías se miran entre ellos. Váyanse, les insiste Dita, aquí ya no tienen nada que hacer, déjenme tranquila. El jardinero se acerca y le dice, éntrese, señora, yo me encargo de esto. Usted también, le dice ella, no quiero verlo, váyanse todos, dígales a todos los de la casa que se vayan, le suplica al jardinero. Baja hasta los jardines del frente y allá les dice lo mismo a los otros policías. Fuera de aquí, no quiero verlos más, desaparezcan. Les manotea, roja de la ira. Fuera todos, grita, fuera, fuera, dice hasta que se ahoga y se apoya en una de las bancas de la pérgola, junto a la fuente.

No demora en calmarse y, de espaldas al castillo, observa las montanas, los gallinazos sobre el río, el humo de las fábricas, el atardecer de una ciudad que acaba de mudar de piel para mostrar su verdadera naturaleza.

Se pone de pie, estira el brazo muy alto y cierra la mano, como si cogiera un puñado de aire. Pasa de largo y no me ve asomado desde el lindero, sigue por un costado y sube hasta el bosque. Se detiene a mirarlo y, un instante después, se mete entre los árboles hasta perderse.

Ayer, a esta hora, algo crujió bajo mis pies. No entendía que hubiera un atardecer tan tranquilo en medio de tanta convulsión. En realidad, no entendía nada. Di una vuelta por los alrededores y, de un momento a otro, me entró mucho miedo de estar ahí solo y de que me agarrara la noche. Crucé la loma para volver y vi subir la limusina, todavía sin prender las luces. Venía lenta y plomiza, como si subiera con el motor apagado. No pude devolverme, ni correr, y se me fue yendo el aire a medida que se acercaba. Pasó frente a mí como si me rozara con una pluma, como un aliento en el oído, sin destino, como si no viniera de ningún lado y tampoco tuviera adonde ir. En medio del aturdimiento, hasta me pareció que iba sola.

—¿Qué estás haciendo aquí? —me preguntó mamá, mientras bajaba la ventanilla.

—Nada —le respondí, todavía helado, y me subí con ellos al carro.

Papá prendió las luces y desde el asiento de atrás los vi silueteados contra el resplandor de la calle. No me hablaron, parecía que el silencio era un acuerdo entre los que sentirnos que algo se había roto ese día. Poco antes de llegar a la casa, mamá sacudió la cabeza y dijo, qué horror. Papá siguió callado. Yo solo podía verlos desde atrás, y nunca había tenido tantas ganas de mirarlos a los ojos y que me dijeran, puedes llorar si quieres. Nunca antes, nunca, había sentido el pavor de perderlos, ni la necesidad de suplicarles, por favor no se mueran.

Ahora el cielo lo cruzan nubes amontonadas y el tiempo se mueve lento como ellas. No sé qué sigo haciendo aquí. Tal vez vine para despedirme. Ya no tiene mucho sentido volver por estos lados.

Después de un rato, Dita sale del bosque y no la reconozco. No tiene el pelo recogido en una moña, como cuando entró. A cada lado le salen dos cuernos retorcidos, peinados hacia atrás, y del centro le brota un mechón como una fuente. Tiene todo el pelo adornado con azaleas, lirios, pétalos de pensamientos y geranios, y una rosa engarzada en cada oreja. Y trae otra expresión, como si viniera de otro mundo.

No soy el único sorprendido. Detrás de mí, entre las ramas de un árbol, alguien silba.