El Mono rodeó el cementerio de San Pedro, que a esa hora ya estaba cerrado, y buscó un hueco por donde colarse, una reja mal cerrada, un apoyo para saltar el muro. Se topó con un carbonero frondoso y vio que las ramas pasaban al otro lado. Hacía mucho que había dejado de subirse a los árboles y, sin embargo, sabía que era la única manera de entrar al cementerio. No había perdido la habilidad de trepar, y lo habría logrado sin tropiezos si no hubiera estado tan borracho. Al otro lado del muro no encontró en qué apoyarse y quedó colgando de los brazos, pataleando en el aire. No le preocupaba hacerse daño, sino salvar la media botella de aguardiente que tenía en el bolsillo de atrás. Por suerte, cayó parado como los gatos.
Zigzagueó entre las lápidas la ruta que ya conocía y cuando llegó al mausoleo, se arrodilló frente a las cariátides que custodiaban la puerta enrejada. Aquí estoy, mi niña, balbuceó el Mono, hoy vengo sin flores, perdóneme. Gateó hasta la reja y se agarró de ella para ponerse de pie. Clavó la mirada en las flores marchitas bajo el nombre de Isolda y se lamentó, qué pesar, nadie ha vuelto por aquí. Pegó la cara a los hierros y se puso a llorar pasito, para no alertar a los celadores. En cualquier momento se pondría oscuro y nadie lo descubriría si se acurrucaba entre el mármol negro. Sin dejar de llorar sacó la botella y se echó varios tragos largos. Le habló a la lápida y le dijo, de pronto mañana yo también estoy muerto. Trató de recordar el verso que decía, Algo se muere en mí todos los días, la hora que se aleja me arrebata. Repitió el comienzo para ver si con el impulso agarraba el resto, pero no logró recordarlo. Tarareó el verso hasta el final, hasta la estrofa que buscaba, Y en todo instante, es tal mi desconcierto, que, ante mi muerte próxima, imagino que muchas veces en la vida… he muerto. Respiró hondo varias veces y luego, como si le contara un secreto, le dijo a la tumba de Isolda, le he hecho prometer a mi mamá que cuando me muera, me entierre en este cementerio, no aquí con los ricos sino más allá, con los pobres. Es lo más cerca que podemos quedar, mi niña.
Tuvo ganas de orinar y miró alrededor. Por respeto, no era capaz de hacerlo ahí mismo. Ya había oscurecido y apenas se veía el resplandor de las luces de la calle al otro lado de los muros. Dio unos pasos a tientas, con el brazo estirado al frente, y cuando creyó que se había alejado lo suficiente, lo sacó y soltó el chorro. Regresó al mausoleo, palpó una de las cariátides y se deslizó hasta el suelo. Se echó otro trago, lo eructó y después se quedó dormido.
No lo despertó el amanecer, sino la desazón de haberlo perdido todo. Se puso de pie con una sola idea en la cabeza: me queda una cosa por hacer. Miró la lápida, en la que ya se leía otra vez el nombre. A lo lejos oyó que abrían las puertas para los que madrugaban a visitar a sus muertos.
El Pelirrojo estaba de guardia afuera, aunque siempre se arrinconaba en el corredor de la cabaña para echarse un sueño cuando asumía que todos estaban dormidos. Tenía puestas dos ruanas y un gorro de lana gruesa. Una hora antes lo había despertado el picoteo de un carpintero, pero había mucha niebla y se acomodó de nuevo sobre el costal y se quedó otra vez dormido.
Más tarde la neblina se disipó en lo alto y un rayo de sol le pegó en la cara. Iban a ser las siete de la mañana y ya Garlitos habría preparado el café. El Pelirrojo se estiró para quitarse el molimiento de una noche incómoda, y fue entonces cuando vio el bulto junto a la portada. Desenfundó la pistola y preguntó en voz alta:
—¿Quién anda ahí?
No le respondieron. Se acercó un poco más, ya con la pistola en alto. No reconoció al Mono porque estaba sentado de espaldas sobre una roca.
—¿Quién es? —repitió.
De la cabaña salieron Garlitos v Maleza, también armados, y le preguntaron qué pasaba.
—Hay alguien allá —les señaló.
Maleza y Garlitos llegaron hasta donde el Pelirrojo.
—¿Será algún perdido? —preguntó Garlitos.
—Puede ser una trampa —dijo Maleza.
—Hey —volvió a gritar el Pelirrojo.
La figura se disolvía entre la niebla. El Mono se puso de pie, muy despacio, y los otros tres le apuntaron. ¿Viene o va?, preguntó Maleza. Viene, respondió Garlitos.
—Es el Mono —dijo el Pelirrojo.
Los tres se alertaron. Se movieron inquietos en su sitio, pero ninguno dio un paso adelante. ¿El Mono? Ese no es. Sí es. ¿Y qué hace ahí?, ¿por qué no entró? A medida que se acercaba pudieron confirmar que era el Mono. Tambaleaba, traía la mirada perdida y el pantalón orinado. Tenía la camisa por fuera, desabotonada al frente, y por la pretina se le asomaba la Makarov.
—¿Qué hacen afuera? —les preguntó.
—¿Qué estabas haciendo allá? —le preguntó el Pelirrojo.
—¿Dónde andabas? —le preguntó Maleza—. Te estamos buscando desde hace tres días.
El Mono pasó de largo frente a ellos.
—El Tombo nos contó todo —le dijo el Pelirrojo, que iba tras él.
El Mono se detuvo y se dio vuelta. Iba a decir algo, pero se le soltó otro eructo. Se quedó mirando la sombra de los árboles entre la neblina.
—Bueno —dijo finalmente— me ahorró el trabajo de contarles.
Avanzó otro poco y volvió a detenerse. Sin mirarlos, les dijo:
—Váyanse.
—¿Qué? —preguntó el Pelirrojo.
—Que se vayan.
Los tres se miraron. El Mono llegó a trompicones hasta el corredor, seguido de ellos, que todavía no entendían nada. ¿Y el viejo?, preguntó Maleza, ¿quién lo va a cuidar? ¿Para dónde nos vamos a ir, Mono?, preguntó Carlitos, no tenemos ni un peso. Negociá al viejo por cualquier cosa, dijo el Pelirrojo, no podemos irnos con las manos vacías. El Mono los enfrentó:
—¿No era esto lo que buscaban? ¿No dizque querían terminar rápido? Pues ya está, se acabó, se pueden largar ya mismo.
Los otros resoplaron. El Pelirrojo cambió el tono.
—Podemos terminar de una mejor manera —dijo—. Tal vez no consigamos lo que teníamos pensado, pero…
—Tienen al Cejón y a Twiggy —lo interrumpió el Mono—. En cualquier momento aparecen por acá, si es que ya no nos tienen rodeados.
—Podríamos llevarnos al viejo para otro lado —propuso el Pelirrojo.
—¿Para dónde? ¿Con qué plata? —lo desafió el Mono.
Maleza se le acercó un poco más. Vos dijiste que todavía quedaba plata. El Mono se apoyó en la puerta y negó con la cabeza. ¿Qué pasó con lo del banco?, insistió Maleza. El Mono bajó la cara y siguió negando. Respondé, Mono, dijo el Pelirrojo. El Mono los miró, la mandíbula le temblaba, no hay nada, no hay plata, no hay negocio, y sí no quieren que los agarren, váyanse ya. Entró a la cabaña y los otros se quedaron afuera. Bufaron, se rascaron la cabeza y manotearon. El Pelirrojo gritó, ¡cómo que no hay plata!, y pateó una lata de galletas donde había sembrada una biflora.
El Mono se tiró de espaldas sobre el sofá roto. Los oyó conversar afuera, pero no entendió ni una sola palabra. Vio una colilla en el piso y la cogió. Garlitos entró y lo encontró agachado, buscando algo entre el desorden. ¿Qué buscás?, le preguntó. Un fósforo. En la cocina tengo. El Mono lo siguió y Garlitos quitó de la estufa una olla en la que calentaba agua para el café. Le extendió al Mono un fósforo prendido. Maleza tiene cigarrillos, le dijo Garlitos. Así está bien, dijo el Mono, no quiero que me saquen nada más en cara. Le dio dos caladas a la colilla y se quedó mirándola. ¿Qué vas a hacer con él?, le preguntó Garlitos. ¿Te importa?, le preguntó el Mono. Claro que me importa, dijo Carlitos, lo he cuidado mucho como para que no me importe. El Mono dio otra calada y casi se quema los dedos. Voy a llevarle un café, dijo el Mono. Aplastó la colilla en el piso y dijo, y dame otro a mí. Me refiero a después, dijo Carlitos. ¿Después?, preguntó el Mono. Se estregó la cara con las manos y dijo, ojalá uno supiera lo que va a pasar después.
Don Diego lo esperaba sentado en el catre como si tuviera una cita. Aunque no le había parado la tos, se veía de mejor semblante. El Mono volvió a derramar café cuando le pasó la taza. Don Diego la tomó con las dos manos y miró adentro: apenas lo habían pintado con cuatro gotas de leche. El Mono también miró su taza con fastidio. Algo tan fácil como hacer café y estos pendejos nunca pudieron aprender, dijo el Mono. Yo tampoco sé, dijo don Diego, siempre me lo prepararon. Yo aprendí en la cárcel. ¿Cuándo estuvo preso? Varias veces, dijo el Mono. Le falta una más, le dijo don Diego. No creo, juré que por allá no volvía. Volverá, acuérdese de mí. Don Diego puso la taza junto al catre y volvió a toser. Afuera se oyó un ruido de puertas. Ya se van, dijo el Mono. ¿Todos? Todos, don Diego, aquí solo quedamos usted y yo.
El Mono fue hasta la entrada del cuartucho y miró hacia el pasillo. Se van sin siquiera dar las gracias, dijo. Se quedó mirando a don Diego y le dijo, venga, salgamos afuera, la mañana está bonita. Don Diego también se quedó mirándolo y luego le preguntó:
—¿Es el último deseo para un condenado a muerte?
—¿Lo dice por usted o por mí? —le preguntó el Mono.
Don Diego sonrió. Se puso de pie con dificultad y dijo:
—Está bien. Vamos afuera.
Caminó despacio y cuando cruzó frente al Mono lo mareó el tufo a aguardiente. De pronto se detuvo y dijo, espere. Dio media vuelta y apagó la luz del cuarto.
Se sentaron en el murito del corredor, de espaldas a la cabaña. Callados, admiraron la neblina que se arrastraba sobre el pasto y la que se filtraba entre las ramas.
—¿Los oye? —preguntó don Diego.
El Mono se alertó.
—Son cucaracheros —dijo don Diego—. Pueden silbar las notas más impresionantes. Son pajaritos sin gracia, pero lo que no tienen de plumaje lo tienen de cantores.
El Mono aguzó el oído, pero un pitido en la cabeza no lo dejaba oír nada. Se inclinó hacia delante, metió la cara entre las manos y luego se revolcó el pelo. Don Diego le notó el desespero.
—Dejaron morir las begonias —dijo.
El Mono levantó la mirada y vio las materas colgadas del techo con las matas apestadas.
—Ni eso fueron capaces de cuidar estos güevones.
Don Diego arrugó los ojos y miró el cielo.
—Cuando amanece así, después hace un sol picante —dijo.
—Anoche visité a Isolda —le contó el Mono.
Don Diego siguió mirando hacia arriba.
—A ella también se le secaron las flores —continuó el Mono.
Don Diego tosió adolorido.
—Pensé en coger algunas de por ahí, pero estaba muy oscuro —dijo el Mono. Hizo una pausa y añadió—: Dormí con ella.
Don Diego soltó una risita y dijo:
—Le anda siguiendo los pasos a su poeta, que se la pasaba recitando sus bodrios en las tumbas.
—Voy a visitarla, algo que ustedes nunca hacen.
El sol se asomó de nuevo por un roto entre las nubes y don Diego bajó la cabeza. ¿Sabe qué pensaría Isolda de usted, si viviera?, le preguntó al Mono. Está muerta. Si viviera, dije. Si viviera, estaría conmigo viendo este amanecer tan hermoso. Don Diego lo observó fijamente.
—No sea imbécil —le dijo—. Mírese en un espejo, no ahora que está vuelto una piltrafa. Mírese hacia atrás y hacia delante y pregúntese en qué espacio, en qué momento de su vida mi Isolda podría estar con usted de una manera distinta a la fuerza.
El Mono no lo miró. Parecía concentrado en el baile de la neblina. Nunca he oído una pretensión tan absurda, continuó don Diego. ¿Puede caminar?, le preguntó el Mono. Mi hija no nació para cobardes como usted. ¿Puede caminar, don Diego? Hasta sus propios hombres lo ven como un pelele, no se imagina lo que se burlan de usted, de sus ínfulas de poeta, hasta de su masculinidad se burlan. El Mono se puso de pie y, muy agitado y de frente, le dijo a don Diego, respóndame, maldita sea, ¿puede caminar?
—No quiero caminar —dijo don Diego.
—Váyase —le dijo el Mono.
—¿Qué?
—Que se largue.
Don Diego lo miró pasmado, El Mono resoplaba.
—No voy a moverme de acá —insistió don Diego—. Si me va a soltar, que vengan a buscarme.
—Usted se va a ir y yo soy el que me voy a quedar —le dijo el Mono.
—Pues hasta acá van a venir por usted.
—Y yo los voy a estar esperando —dio un paso hacia don Diego y le rogó—: Váyase.
Don Diego se quedó sentado. Respiraba hondo, sin quitarle la mirada al Mono. Se lo digo por última vez, váyase, dijo el Mono con cansancio, dejando ver las ganas de terminar con todo. Miró a don Diego como si se hubieran invertido los papeles y ahora el viejo fuera su victimario.
—Váyase, déjeme tranquilo, déjeme solo —le suplicó el Mono.
—Ya le dije que no me voy a mover de acá —insistió don Diego.
El Mono miró hacia arriba, vio que el cielo se volvía a cubrir y que de la montaña bajaba una masa de niebla espesa. Usted me está obligando a hacer cosas que no quiero, le dijo a don Diego. ¿Qué cosas? El Mono no le respondió. Frunció los labios como si tuviera en la punta de la lengua algo importante para decirle. Don Diego volvió a mirar hacia el frente: la neblina se precipitaba hacia ellos y un instante después los envolvió, dejándolos sin nada alrededor, como dos fantasmas entre la bruma. Don Diego llenó de aire frío sus pulmones débiles y le dijo al Mono:
—No se angustie y haga lo que tenga que hacer, hombre.