Ese día, desde temprano, don Diego se la pasó encerrado en la biblioteca, hojeando periódicos alemanes que le llegaban hasta con dos semanas de retraso. Poco le importaba recibirlos tarde, porque la situación en Alemania era de tensa calma. A duras penas se sacudía por rumores de espías o comentarios provocadores de algún gobernante. Con mucha razón la llamaron la Guerra Fría.
Durante esa mañana estuvo escuchando varias piezas para piano de Mozart, hasta que Dita lo llamó a almorzar. Era domingo y solo había una empleada que les arreglaba los cuartos y les preparaba un almuerzo ligero. Mientras comían, don Diego revisó la correspondencia que le había quedado pendiente. Dita estuvo callada casi todo el tiempo.
—Por fin una carta de Mirko —dijo don Diego y empezó a leerla. A medio camino en la lectura, exclamó—: El pobre regresa a Berlín.
Dita le sonrió pero él siguió leyendo, sin mirarla. Menos mal, dijo don Diego, nunca se amañó en la Argentina. ¿Crees que es un buen momento para volver?, preguntó Dita. Ha pasado mucho tiempo, dijo don Diego, además nunca se probó nada contra él, solo fueron rumores. Muy diferente al caso de Arcuri. Ese sí que tenía líos pendientes, quién sabe en qué hueco se habrá escondido. Nunca supimos si vio las fotos del castillo terminado, comentó Dita y tocó la campanita que ponía a su lado. La empleada vino y ella le pidió que le retirara el plato.
—Por leer no has comido —le reprochó a don Diego.
El siguió concentrado en otra carta. Ella miró su reloj y dijo:
—Voy a descansar un rato.
—¿No me acompañas a Itagüí? Hoy tienen un pequeño concierto —dijo él.
—No me siento bien.
—¿Qué te pasa?
—Lo de siempre, creo.
Lo de siempre era tristeza. La desolación de vivir sin Isolda, aunque parecía que ella seguía en el castillo. El cuarto estaba igual, la casa de muñecas, la última partitura sobre el piano, la toalla lista para la ducha, el despertador en la mesa de noche programado para que sonara a las seis y media, la ropa en el armario. Déjala ir, le pidió Dita muchas veces, pero él siempre le contestó con un «no» seco. Luego ni se molestó en responderle y ella no volvió a suplicar.
Él por fin terminó de almorzar y regresó a su estudio. Tenía media hora antes de la consabida visita que cada domingo hacía a la biblioteca que le había donado al municipio de Itagüí. Se echó en su sillón y volvió a repasar la carta de Mirko. Hacía mucho que no tenía noticias suyas y la carta le alborotó los recuerdos. Se sirvió un coñac y esculcó entre los discos. Y ahí la encontró, de primera en el arrume, como si Mirko le hubiera dicho, ponte a Maria Callas.
Soltó la aguja del tocadiscos sobre el aria que lo conectaba con el dolor. Dolce e calmo, de Tristán e Isolda. Cuando la escuchó por primera vez le había comentado a Mirko, Wagner se debe estar revolcando en su tumba, no porque la cantara la Callas, que la interpretaba mejor que todas, sino porque lo hacía en italiano. Tal vez el italiano la acerca a lo lírico, que es lo suyo, le respondió Mirko.
Don Diego regresó al sillón y cerró los ojos, con la copa de coñac entre las manos. Isolda le cantaba a Tristán, recién muerto, y le afianzaba su amor antes de morir ella también, ahí mismo, a su lado. Ninguna muere como la Callas, le decía don Diego a Mirko cada vez que la veía morir sobre un escenario. Ninguna, se lo confirmaba Mirko. Pero ¿cómo se murió mi Isolda?, se preguntó don Diego en ese instante. La nota final de la Callas se fundía en la música, y él trataba de pasar con el coñac la pena de saber que su hija había muerto sola.
Saltó de un duermevela en el que había entrado con el aria siguiente y miró la hora. Ya era el momento de ir a cumplir su cita en la biblioteca. Y otra, que no sabía, con el destino.
Dita, desde su cuarto, escuchó Dolce e calmo a todo volumen y maldijo que además del despertador, de la ropa, las muñecas y todo lo que prolongaba una presencia inexistente, era una tortura escuchar la muerte de la otra Isolda. Se levantó de la cama y salió al jardín a respirar otro aire que no fuera el de la tragedia.
Caminó sin rumbo, de un lindero a otro, y a veces se detenía a mirar las hortensias o a oler los lirios, o seguía con la mirada el recorrido inquieto de una ardilla. Sintió cuando Gerardo prendió la limusina, pensó que tal vez hacía mal en no acompañar a don Diego a la biblioteca, pero también tenía ganas de quedarse sola, sin la obligación de sonreírle a nadie, ni aguantarse los comentarios formales que le hacían y que ella tenía que hacer, ni soportar los gestos de lástima de los otros. Este dolor no se comparte, pensó Dita frente a los anturios, y a lo lejos oyó el ruido de la cadena en la reja de entrada.
Subió hasta la parte trasera del castillo y arriba vio el bosque. Avanzó hacia la quebrada sin pasar por la casa de muñecas. La rodeó detrás de los helechos, la miró de reojo, se le encogió el corazón y siguió de largo. El sol le pegó en la cara y se sintió cansada. Iba a regresar, pero le pareció que algo delgado voló frente a ella. Miró el bosque y lo notó agitado. Las ramas se movían con más fuerza que las de los otros árboles del jardín, como si adentro hubiera un ventarrón atrapado.
Un hilo le rozó la cara y vio en el brazo un pelo largo que no era suyo. Era eso, entonces. Lo tomó para guardarlo en su cofre. Lo enrolló en el dedo para no perderlo. Levantó la mirada, otra vez, hacia el bosque y vio venir un mechón dorado. Venía casi tan alto como un pájaro, y tuvo que correr para adelantarse y adivinar hacia dónde lo llevaría el viento. El mechón bajó un poco y algunos pelos se desprendieron del cadejo. Ella se detuvo, retrocedió y volvió a correr cuando el mechón cogió otra vez vuelo.
Llegó a la parte inclinada del jardín, arriba de la quebrada. Si el mechón pasaba el lindero, lo iba a perder. Lo vio bajar y subir, y después bajó de nuevo. Ella siguió corriendo detrás, y el terreno ya estaba muy empinado. Estiró los brazos lo más que pudo pero se resbaló y rodó sin freno hasta la quebrada. Medio cuerpo le quedó en el agua y el otro medio boca arriba. Le dolía la espalda, aunque no tanto como ver el mechón sobre ella, alejándose con el viento.
Frente a la biblioteca de Itagüí, al otro lado del parque, esperaban el Mono, Caranga y el Pelirrojo metidos en un Jeep Comando. Se movían inquietos en los asientos. Casi ni hablaban. El Mono miraba intranquilo hacia todas las esquinas. Estiró el brazo para prender el radio pero no le funcionó. Giró el botón varias veces y nada.
—Bonito el carro que nos consiguió Maleza —dijo.
El Pelirrojo apoyó la cabeza en el asiento y Caranga, atrás, se sentó de medio lado. Se me están entumeciendo las piernas, dijo. El Mono empezó a darle golpecitos con los dedos al timón. El Pelirrojo lo miró molesto. Alrededor, todo se movía con lentitud de domingo. El Mono siguió el tamborileo. El Pelirrojo no se aguantó y le dijo, quedate quieto, ¿sí? El Mono ni lo miró. De pronto, por uno de los costados, asomó la trompa de la limusina. El Mono se irguió, tomó una bocanada de aire y dijo:
—Ahí viene.