42

Un barrendero limpiaba la acera frente a la casa del Mono Riascos y Twiggy se tapó la nariz para cruzar la calle en medio de una nube de polvo. Abrió tranquila, como si entrara a su propia casa, con la comodidad de usar la llave y no garfios y ganchos para el pelo. Lida andaba en misa de seis. Twiggy había llegado retrasada pero no se preocupó porque, según el Mono, no le tomaría más de diez mi ñutos hacer la diligencia.

Subió las escaleras sin hacer ruido, más por costumbre que por precaución, y fue directo al cuarto del Mono. Cuando entró, sufrió uno de los sustos más grandes de su vida. Fue tal la sorpresa que el muchacho también se sobresaltó.

—¿Quién es usted? —le preguntó ella, temblando.

—¿Yo? —respondió el muchacho para darse tiempo.

—Sí, usted.

El cuarto estaba patas arriba, las puertas del clóset abiertas, los cajones regados en el piso. Twiggy siempre cargaba en la cartera una navaja pequeña con la que abría puertas. Metió la mano con disimulo, pero el muchacho se dio cuenta.

—Quieta —le dijo—. No vaya a hacer ninguna pendejada.

—¿Quién es usted? —insistió Twiggy—. ¿Qué está haciendo aquí?

—El Mono me envió.

—¿El Mono? ¿Y a qué?

—A que le llevara algo.

—¿Ah, sí?, ¿y qué cosa?

—Algo que necesita con mucha urgencia.

Twiggy se cruzó de brazos, se quedó un rato pensativa y le preguntó:

—¿Usted es el de la moto?

—Ajá.

—¿Y qué tiene que ver con el Mono?

—Somos amigos.

—¿Amigos? —preguntó Twiggy y lo miró con sospecha—. Yo al Mono le conozco todos los amigos.

Twiggy miró el desorden alrededor.

—Y esto ¿por qué está así? —le preguntó.

El muchacho alzó los hombros. Porque no he podido encontrar lo que buscaba. Qué casualidad tan rara, dijo ella, a mí también me mandó por algo. El muchacho levantó una ceja. ¿Qué cosa?, le preguntó. Oiga, dijo ella, muy molesta, yo soy la novia del Mono, esta es como mi propia casa, váyase, que estoy de mucho afán. No me puedo ir sin lo que necesita el Mono, dijo él. Twiggy miró de reojo hacia el techo, al punto donde colgaba la lámpara.

—¿Y cómo entró? —preguntó ella—. No creo que con la llave porque yo la tengo.

El muchacho no le respondió y se quedó mirándola de arriba abajo.

—Contésteme, ¿cómo entró?

El muchacho dio un paso adelante. Ella no se movió.

—Entré por la puerta —dijo él, y le mostró una llave que sacó del bolsillo.

—No le creo —dijo Twiggy.

Volvió a mirar callada al muchacho y luego salió del cuarto.

—¿Para dónde va? —le preguntó él.

—Voy a llamar al Mono.

Salió apurada para la cocina y él la siguió. Ella levantó el teléfono y el muchacho le agarró el brazo. Espere, le dijo. Suélteme, le gruñó Twiggy, y lo miró con rabia. Tengo afán, dijo y forcejeó. Se retaron con la mirada y él, finalmente, le aflojó el brazo.

—Está bien —dijo el muchacho—. Saque lo que tenga que sacar. Yo espero afuera.

Ella entró sola al cuarto. El muchacho se quedó mirándole la minifalda y las piernas antes de que cerrara la puerta, y oyó cuando puso el seguro.

Ella dejó la cartera aun lado y se paró debajo de la lámpara. Estiró el brazo para calcular la altura. Notó que le sudaban las axilas. Acercó el taburete que estaba junto a la ventana, se subió pero apenas alcanzó a empujar hacia arriba la lámina de yeso del cielorraso. Necesitaba una escalera o un butaca más alto.

Entonces salió y vio que el muchacho no estaba ahí aunque oyó correr el agua del lavamanos. Bajó rápido hasta el garaje y buscó en los muebles. No encontró nada y subió otra vez. El muchacho seguía en el baño. Ella se encerró en el cuarto. Miró la cama y la arrastró hasta el centro. Puso el taburete sobre el colchón, intentó subirse pero el taburete no se sostuvo y Twiggy cayó sobre la cama. Lo volvió a intentar. Se cayó de nuevo, pero no se dio por vencida. Logró agarrarse del marco que sostenía la lámina y, aunque se empinó, no alcanzó a ver dentro del cielorraso.

Se sentó en la cama, muy fastidiada, y empezó a morderse los nudillos. Salió otra vez y vio que la puerta del baño seguía cerrada. Se acercó con cuidado para tratar de escuchar algo y oyó unos ruidos muy leves que no le decían nada. Pero un ruido estridente en la sala casi la mata. De un reloj pegado a la pared salió un pajarito cucú a dar la hora. Twiggy regresó al cuarto y pateó con rabia la ropa tirada en el piso. Luego se recostó contra la puerta para intentar calmarse. Se le agotaba el tiempo. La misa a la que fue Lida ya tendría que haber terminado. Entonces se asomó a la sala y dijo:

—Oiga. Salga.

El muchacho salió del baño sin camisa, secándose la cara con una toalla. Twiggy vio que algunas gotas de agua le chorreaban por el pecho, por entre los músculos del abdomen, y se le perdían dentro del bluyín. También le pareció que olía a la colonia que usaba el Mono.

—¿Qué pasa? —le preguntó él.

—¿Qué estaba haciendo? —preguntó ella.

—Me estaba refrescando.

—Venga —le dijo Twiggy.

El muchacho se acercó despacio, le sonrió y ella se sintió incómoda. Tengo que bajar algo de allá arriba, dijo Twiggy, y le señaló el hueco en el techo, necesito que me alce. El muchacho volvió a sonreírle y ella sintió un frío en los huesos. El le preguntó, ¿y qué hay ahí? Unos documentos muy importantes del Mono, dijo ella. ¿Y cómo hacemos?, volvió a preguntar el muchacho, mientras le miraba el pecho perlado de sudor.

—Súbame en sus hombros —dijo Twiggy.

El muchacho, entonces, se sentó en la cama y ella se le trepó por detrás. El se puso de pie y cuando ella le apretó los muslos contra el cuello, el muchacho sintió en su nuca el calor, la humedad y los pelos del cono de Twiggy. Trastabilló cuando quiso ponerse debajo de la lámpara. Más a la izquierda, dijo ella, y pudo asomarse por el hueco. Allá está, dijo cuando vio algo. ¿Alcanza? Creo que sí. Ella aflojó un poco los muslos para intentar empinarse apoyada en los hombros de él, y en cada intento le frotaba el coño en la nuca. El muchacho apretó los ojos y la mandíbula. Ya casi, dijo ella, y estrechó más los muslos y le pegó más el coño, que ardía y mojaba como una boca.

—La tengo —dijo ella.

—¿Qué es?

—Una maleta.

—Pero ¿puede?

—Creo que sí.

Twiggy hizo un ruido de aguantar fuerza, trató de abrazar la maleta pero no pudo sostenerla y se le soltó sobre la cabeza del muchacho. El no aguantó el golpe, perdió el equilibrio y los dos cayeron sobre la cama. La lámpara se bamboleaba en el techo, como una piñata.

La maleta se abrió y muchos fajos de billetes quedaron desparramados en el piso. Twiggy se incorporó un poco para verlos, luego miró asustada al muchacho. ¿No dizque eran papeles?, le preguntó él. Pues eso me dijo el Mono, le respondió ella, pero él ya no miraba la plata sino que tenía los ojos clavados en el coño de Twiggy. Ella no hizo ningún esfuerzo por taparse. Volvió a mirarle los músculos marcados del pecho y el abdomen, le miró el bulto duro y lo miró a los ojos. El muchacho se le abalanzó y ella se echó hacia atrás, nerviosa. El empezó a besuquearla y a tocarla por todas partes. Sin salir de su asombro, ella le dijo:

—Yo pensé que eras marica.

Los gemidos de Twiggy llenaron toda la casa. Eran gemidos sueltos, desinhibidos. El muchacho también empezó a gemir y luego a bramar, y juntos sonaban maravillosamente hasta que oyeron un alarido que no era de ellos.

—¡Qué están haciendo en mi casa!

Vieron a Lida parada junto a la puerta, con la cara a punto de reventar. Los dos se miraron pasmados. Twiggy se cubrió con la sábana y Lida salió en carrera.

—Agárrela —le dijo Twiggy al muchacho.

El saltó desnudo de la cama y corrió tras ella. La encontró con el teléfono en la oreja, a punto de marcar, y alcanzó a arrebatárselo. ¡Auxilio, socorro, me matan!, gritó Lida mientras el muchacho la enrollaba con los brazos. ¡Auxilio!, gritó otra vez, y él le tapó la boca con la mano. Twiggy apareció envuelta en la sábana. Busque algo con que amarrarla, le dijo el muchacho, y ella abrió varios cajones pero no encontró nada. Lida hacía lo posible por gritar. Espere, dijo Twiggy, y salió para el cuarto del Mono. Fue directo al clóset y le quitó los cordones a un par de zapatos.

El muchacho arrastró a Lida hasta una silla, la misma donde la habían interrogado los policías cinco días antes. La sentó a la fuerza y Twiggy la amarró de pies y manos. La amordazaron con el trapo de la cocina. Verificaron que estuviera completamente inmovilizada, tomaron aire y se recostaron contra la pared.

—¿Y ahora qué? —preguntó el muchacho, jadeando.

Twiggy lo vio ahí parado, brillante y fuerte como un toro, con cada músculo en su sitio, y le costó creer que hacía apenas unos minutos había estado con él.

—Tocará irnos —le dijo ella con miedo.

—No alcancé a terminar —le dijo el muchacho.

Ella le sonrió. Lida se meció en la silla y gruñó a través del trapo. Twiggy le susurró al muchacho, a mí también me quedó faltando un poquito. El la besó. Lida sacudió la cabeza con fuerza. Un hombro le saltaba sin control. No creo que se vaya a mover de ahí, le dijo Twiggy al muchacho, le agarró la mano y salieron para el cuarto.

Lida se zarandeó, intentó saltar hacia el cajón donde guardaba los cuchillos, iracunda porque no avanzaba, vencida porque en uno de los saltos la silla se fue de lado y cayó al piso. Rugió cuando oyó las carcajadas de Twiggy y el muchacho en el cuarto del Mono, convulsionó cuando volvió a escuchar los gemidos, aunque ahora más lentos y suaves.

Salieron de la casa y el barrendero seguía ahí. El muchacho cargaba la maleta y Twiggy parecía feliz. Se besaron en la boca, con lengua y sin afán. Luego cada uno agarró para distinto lado. El barrendero soltó la escoba y se fue detrás de Twiggy.