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El viento que entraba por la ventanilla del carro desordenaba el pelo mugriento de Marcei Vandernoot, que iba en el asiento de atrás, con los ojos cerrados. Era la primera salida desde que había llegado a Medellín y, por su actitud, parecía que prefería mirar hacia adentro que hacia afuera. Rudesindo manejaba y a su lado iba el mayor Salcedo con el mapa desplegado, dando órdenes por el radioteléfono.

—Repito —dijo—, nada de sirenas, nada de luces, acordonen la zona con mucha discreción. Ya nos estamos acercando.

—Yo nunca había estado por acá —dijo Rudesindo y enfiló su Mercedes-Benz por una loma empinada, en medio de casas modestas.

—¿Cómo hacemos para que el señor nos dé la dirección exacta? —preguntó el mayor.

Rudesindo miró a Marcel por el retrovisor.

—Esperemos —dijo—. Parece que viene concentrado.

—A mí me parece que se está pudriendo —dijo el mayor y bajó su ventanilla. A Marcel se le revolvió más el pelo pero no abrió los ojos.

—Quince hombres en posición, mi mayor —dijo alguien por el radio.

—No muestren armas hasta confirmar el QTH.

El mayor miró los números de la calle y los ubicó en el mapa. El radio siguió chirriando.

—Estamos a cuatro cuadras de la zona— le dijo el mayor a Rudesindo. —Despiértelo y avísele.

Pasaron junto a la iglesia de Campo Valdés y en el parquecito unos muchachos se quedaron mirando el carro. Mariguaneros, comentó el mayor. Yo le dije que nos viniéramos en uno de sus carros para no llamar la atención, dijo Rudesindo. ¿En la patrulla?, preguntó con sorna el mayor. Y creo, dijo Rudesindo, que deberíamos tener lista una ambulancia en caso de que Diego necesite de primeros auxilios. Eso ya lo tengo previsto, dijo el mayor. Subieron dos cuadras más y luego giraron a la izquierda, según las indicaciones que daba el mayor Salcedo.

—Ya estamos —dijo, y señaló el círculo rojo que Marcel había trazado en el mapa.

Rudesindo detuvo el carro y no tuvo necesidad de advertirle a Marcel, porque, un segundo antes, abrió los ojos. Pidió que le señalaran la ubicación exacta. Miró el plano y le pidió a Rudesindo que fueran hasta el punto medio del círculo.

Avanzaron y Marcel volvió a cerrar los ojos. El mayor dijo por el radioteléfono, Tigre a bloque, Tigre a bloque, estamos en la zona. La ambulancia, le recordó Rudesindo. ¿Me confirma solicitud de unidad médica?, preguntó el mayor. El radio hizo una serie de ruidos y luego alguien dijo, ¿cuál solicitud, mi mayor? Estos güevones, dijo el mayor Salcedo, y le avisó a Rudesindo que ya estaban en el punto que había pedido Marcel. Volvieron a detenerse. El mayor miró el mapa y vio que tenían entre ocho y diez cuadras a la redonda.

—El área sigue siendo muy amplia —dijo.

—¿Entonces? —le preguntó Rudesindo a Marcel.

—Recorra la zona, primero hacia el norte y luego en sentido de las manecillas del reloj, de afuera hacia el centro.

—¿Qué dice? —preguntó el mayor, y Rudesindo le tradujo.

—Tiene que apagar el radio —dijo Marcel.

—¿Qué dice?

—Tiene que apagar eso.

—Imposible —alegó el mayor—. Necesito coordinar el operativo.

—¿No le parece que primero deberíamos encontrar la casa? —le preguntó Rudesindo.

—No puedo aislarme.

—¿Qué pasa? —preguntó Marcel.

—A ver, mayor —dijo Rudesindo, impaciente—. Primero buscamos la casa y luego usted prende su aparato y monta el operativo, ¿le parece?

De mala gana, el mayor les avisó a sus hombres que estaría fuera del aire mientras daban con la ubicación. Apagó el radio y se lo puso entre las piernas.

—¿Me indica por favor hacia dónde es el norte, mayor? —le preguntó Rudesindo.

Marcel bajó por completo la ventanilla y se inclinó un poco hacia delante, siempre con los ojos cerrados. Le pidió a Rudesindo que manejara más despacio. El mayor Salcedo le daba golpecitos con los dedos al radio y miraba hacia la calle, como si se fuera a encontrar a don Diego asomado en una ventana.

—Avíseme si me salgo del área —le dijo Rudesindo, en voz baja.

Le dieron una primera vuelta al perímetro marcado y nada pasó. Luego iniciaron la segunda vuelta, más hacia el centro.

—Espere —dijo Marcel—. Devuélvase un poco.

—¿Qué dijo? —preguntó el mayor.

Rudesindo no respondió y echó reversa, despacio. Pare, dijo Marcel. Abrió los ojos y se asomó por la ventanilla. Es esa, dijo y señaló, discretamente, una casa de dos pisos, en la mitad de la cuadra. ¿Qué pasa? ¿Qué está diciendo?, preguntó el mayor. Es esa, le dijo Rudesindo, sin señalar. ¿Cuál, carajo? La del garaje verde, respondió Rudesindo. Vámonos, dijo Marcel. El mayor empuñó la pistola en su cintura y prendió el radioteléfono. Rudesindo arrancó, dio vuelta en la esquina y se parqueó frente a una panadería.

—Espere un momento, mayor —le dijo Rudesindo, a punto de bajarse—. Primero necesito hacer una llamada.

Pero ya el mayor Salcedo estaba dándoles órdenes a sus hombres para que se acercaran. Rudesindo insistió:

—Primero tengo que hablar con Dita.

El mayor se bajó del carro y siguió hablando en la calle. Rudesindo, resignado, entró a la panadería a buscar un teléfono público.

Dos minutos después, salió y ya no encontró al mayor Salcedo. ¿Adonde se fue?, le preguntó a Marcel. El belga levantó los hombros y pidió que lo llevara de vuelta al castillo. Espere aquí un momento, le pidió Rudesindo, y corrió hasta la esquina, desde donde vio que un tropel de policías tumbaba a patadas la puerta de la casa que les había indicado Marcel.

Lida oyó un golpe fuerte y pensó que era el Mono, que otra vez había botado la llave. Antes de que terminara de decir, ya le abro, mijo, un estruendo la hizo detenerse y correr de vuelta, escaleras arriba. Desde la cocina oyó que la puerta se venía abajo, gritó, se santiguó y preguntó, ¿quién anda ahí? Sintió pasos rápidos que se dirigían hacia ella, fue hasta el teléfono en la pared y cuando iba a marcar, cuatro policías la apuntaron con sus pistolas.

—No se mueva —le dijo uno.

Ella levantó los brazos sin soltar el teléfono.

—¿Quién es usted? —dijo otro.

Ella alcanzó a ver más hombres moviéndose por la casa.

—¿Qué pasó?, ¿qué están haciendo? —exclamó Lida, muy angustiada.

—¿A quién va a llamar? —le preguntó un cabo.

—Pues a la policía —dijo ella.

—¿Quién es usted? —volvió a preguntar el cabo.

—Me llamo Lida Lucía Osorio Ledezma.

Un policía se acercó a los de la cocina y les dijo, no hay nadie. Pues claro que no hay nadie, dijo Lida, mi hijo está trabajando y yo estoy aquí sola. Cállese, le dijo el cabo. Avísenle a mi mayor que el terreno está despejado. Pero ¿qué está pasando?, preguntó otra vez Lida, ¿por qué están aquí? Siéntese en esa silla y no se mueva, le ordenaron.

El mayor Salcedo subió las escaleras con parsimonia, como si ya conociera el terreno que pisaba. Miró con desprecio cada cosa y entró a cada cuarto sin detenerse. En cada uno, por orden suya, los policías seguían esculcando. Se asomó a la cocina y vio que Lida lloraba e insistía en que le dieran una explicación. Salió y le preguntó a uno de sus hombres:

—¿Qué dice la sospechosa?

—Vive sola con su hijo, dice que solo sale a misa y al granero, y no sabe nada del señor que estamos buscando.

—¿Y el hijo?

—Dice que está trabajando.

El mayor dio vueltas en la pequeña sala, como un perro desubicado, y luego se sentó en una poltrona. Vaya usted y fíjese si afuera todavía están los señores con los que vine, ordenó el mayor. Y sigan buscando pistas, dijo en voz alta para que todos oyeran. Se mordió el pulgar y dijo bajito, yo al francés le corto las pelotas.

Rudesindo y Marcel aparecieron a los pocos minutos. Apenas los vio, el mayor Salcedo negó con la cabeza. Aquí no está, les dijo, y cuando Rudesindo se lo iba a contar a Marcel, él levantó una mano para callarlo y otra vez cerró los ojos. El mayor se puso de pie y dijo, no me jodan más. Rudesindo lo calló con un dedo en la boca. Marcel abrió los ojos y dio un par de pasos, luego los volvió a cerrar, los abrió, dio otros dos pasos y así continuó desplazándose por la casa. Entró al cuarto de Lida y vio la poca ropa que tenía desparramada en el piso, los cajones abiertos y el colchón botado contra la pared. Caminó por el cuarto, cerrando y abriendo los ojos. Luego salió y fue a la cocina. Allá también estaba todo tirado. Vio a Lida sentada en un taburete, lamentándose. Le decía al policía que la interrogaba, mi hijo es tan sano que ni siquiera se ha casado, y cuando vio a Marcel, les preguntó, ¿y este quién es?

Marcel salió de la cocina con la misma formalidad con que había entrado. Cruzó frente al único baño y apenas lo miró. Volvió a pasar junto al mayor y a Rudesindo. El mayor iba a decir algo y Rudesindo le advirtió, no lo moleste, déjelo. Marcel, entonces, entró al cuarto del Mono. Caminó entre la ropa, esquivó los cajones en el piso, tomó aire, cerró los ojos y estiró un brazo con la palma de la mano hacia abajo. Giró sobre sí mismo mientras dos policías se miraban confundidos. Luego se agachó y hurgó despacio entre la ropa. Y de una pila de camisas y pantalones sacó, olorosa y pegotuda, la minifalda roja.

—Diego estuvo aquí —le dijo Marcel a Rudesindo cuando le entregó la falda—. O al menos estuvo en contacto con esta prenda.

—¿Qué dice? —preguntó el mayor, a punto de reventar.

Rudesindo le tradujo y le pasó la falda. El mayor la palpó, se la llevó a la nariz, hizo un gesto de fastidio y dijo, tráiganme a la señora.

Lida llegó temblorosa, de los nervios un hombro le saltaba sin control.

—¿Esto es suyo? —le preguntó el mayor.

Ella negó con la cabeza.

—Yo ahí no quepo —dijo.

—¿La reconoce?

Lida volvió a negar.

—Estaba en el cuarto de su hijo.

—Será de su novia —dijo Lida—. Ella es la única que se pone cosas así de chiquitas.

—¿Dónde está ella? —preguntó el mayor.

Lida hizo una mueca displicente y dijo:

—Ni idea. A mí esa muchacha no me gusta.

Marcel le dijo a Rudesindo, estoy cansado, quiero irme ya. ¿Qué dice? Quiere irse. Un momento, dijo el mayor, pregúntele si está seguro de que la víctima estuvo en contacto con la falda. Mayor, dijo Rudesindo, ya lo dijo, no me ponga a preguntarle pendejadas. Además, dijo un agente, se fue derecho a sacarla de un arrume de ropa, como si supiera que ahí estaba. Me voy, dijo Marcel y salió de la sala. Un momento, dijo el mayor, pero ya el belga iba bajando las escaleras. Usted, señora, le dijo el mayor a Lida, mejor no se mueva de esta casa, y dígale a su hijo que necesitamos hablar con él, y también con su novia. Luego levantó la falda roja, como un trofeo, y anunció en voz alta:

—Esta falda queda decomisada.