39

La muerte se enamoró de la princesa de quince años, se le metió en el cuerpo, le invadió el sistema nervioso y se la llevó sin que pudiera despedirse de sus padres, sin que yo pudiera verla por última vez, sin que ella misma se diera cuenta de que moría.

La noticia voló loma abajo y como no la creí, corrí hasta el castillo para desmentir semejante despropósito. Había mucho silencio. No se oía ni el bosque. Ni yo mismo oía mis jadeos por el cansancio. Ni el agua en las fuentes ni la que baja por el arroyo. Ni un solo pájaro. Era como si todo se hubiera muerto en el castillo. No vi a nadie afuera ni detrás de las ventanas. Hasta que el misterio lo rompió un llanto desgarrado. Venía de adentro y se quedó pegado en el aire tanto tiempo que tuve que taparme los oídos para volver al silencio. No podía ser sino de su madre.

Regresé a mi casa hecho un nudo y allá no se hablaba de otra cosa. Supe, por primera vez, del mal que se había llevado a Isolda. Un síndrome que cada quien pronuncia a su manera. Guillain-Barré, así lo escribían en la enciclopedia.

Vi en el techo de mi cuarto, una a una, las imágenes que conservo de Isolda. Corriendo, trepando, bajando en bicicleta, perdiéndose en el bosque, con los pies metidos en la fuente y el vestido levantado hasta los muslos y, la más importante, la del beso brusco en la mitad del bosque. No podía imaginarla muerta, pero antes de dormirme, muy en la madrugada, por fin entendí que solo podía morirse de una muerte rara, como una princesa de cuento.

Quise volver al castillo, después de salir del colegio, pero me contaron que don Diego y su esposa se habían ido muy temprano y con equipaje. Que no se sabía nada más. De todas maneras subí y al único que vi fue al nuevo jardinero, que cortaba todas las rosas de los rosales.

Pasó una semana. Escuché que los señores regresaban con el cadáver de Isolda, el viernes, en el último vuelo. ¿Y si todo es mentira? ¿Si es un chisme como los que suben y bajan a diario por la loma? ¿Y si Isolda está viva?, ¿tai vez enferma pero viva?

Subo a roda carrera. Hay un grupo grande junto a la reja de la entrada, y muchos curiosos regados por los linderos. Adentro hay varios carros y dos familiares fumando en el porche. Se oye todo tipo de cosas: no fue una enfermedad, la mató la soledad en el extranjero. Se murió de tristeza en un internado. La traen embalsamada. Que la van a enterrar aquí mismo, en el castillo, que van a convertir la casa de muñecas en un mausoleo. ¿Eso qué es?, pregunta alguien. Debe ser como un museo, responde otro. Que la van a sentar embalsamada frente al piano, dice alguno. Que adentro hay más de cien coronas de flores. Eso sí parece cierto. Hasta afuera llega el perfume triste de los cementerios.

—¡Ahí vienen, ahí vienen! —gritan varias personas.

El carro mortuorio trae las luces prendidas. Viene primero en la caravana, seguido por la limusina. La gente se arremolina a la entrada. El jardinero cierra la reja apenas pasa el último carro. Todos nos quedamos callados y quietos, como en misa. Los de la caravana se están bajando de los carros, también en silencio. De la limusina salen, vestidos de negro, don Diego y su señora. Casi no se les ve la cara, pero no hace falta más luz para imaginar sus expresiones. Los de la funeraria sacan con cuidado el ataúd blanco, que resplandece en la penumbra de la tarde. Me tiemblan los labios. Trato de evitarlo, pero se me encharcan los ojos. Las mujeres se limpian las lágrimas con pañuelos. Cuatro hombres, de saco y corbata, suben el ataúd por las escaleras de piedra. Detrás de mí, en algún lado, alguien se suelta a llorar. Miro y no veo a nadie. Tal vez no quiere que lo vean, y llora escondido entre los árboles.

Ya no llora, pero me parece que reza.

Todo nos llega tarde… ¡hasta la muerte! Nunca se satisface ni alcanza la dulce posesión de una esperanza cuando el deseo acósanos más fuerte. Todo puede llegar, pero se advierte que todo llega tarde —recitó el Mono mirando la llama de la vela, igual a como lo hacía el propio Julio Flórez en los recitales donde los hombres pasaban saliva y las mujeres moqueaban al borde del llanto—. Yo le llegué tarde a su niña, don Diego, ese mismo día me enteré de que se había muerto. No había vuelto por allá desde que me saqué la faldita roja y, no sé por qué, esa tarde me dio por pasar y me encontré con el gentío, y ahí fue cuando supe.

Las últimas palabras le salieron cortadas, entonces respiró profundo y se quedó callado. Don Diego estaba sentado en la cama, recostado en el espaldar, y le silbaba el pecho al respirar. Con la voz comprimida, dijo:

—Tal vez —hizo una pausa y repitió—: Tal vez Isolda murió a tiempo.

El Mono levantó la mirada.

—Sí, yo sé —dijo don Diego—, eso no lo debería decir nadie, y menos un padre. Pero a lo mejor su poetucho se equivoca y a mi Isolda la muerte le llegó a tiempo. Se fue a una edad en la que todavía no había descubierto los horrores. No conoció la mezquindad, la trampa, la envidia. Ni para qué sigo con la lista.

—Ese es un consuelo muy pendejo —dijo el Mono.

—También se salvó de usted —dijo don Diego.

—Conmigo no habría sufrido.

Don Diego se recostó de medio lado y dijo:

—Usted es malo, señor Riascos. ¿No le asquea todo lo que hace?

—Nadie se asquea de su propia mierda —dijo el Mono y puso la vela en el piso.

—¿De verdad cree que mi hija habría tenido siquiera un segundo de tranquilidad con usted?

—¿Y cree que con usted sí fue feliz?

—Claro que sí —dijo don Diego.

Iba a decir algo más, pero lo cogió un ataque de tos que lo hizo doblar hacia delante. El Mono se puso de pie y le pasó un vaso con un resto de agua. Don Diego bebió y los dos se quedaron callados un rato, hasta que don Diego se compuso.

—Fui padre ya mayor —dijo—, y tal vez me faltó energía para estar al nivel de ella. Tampoco he sido una caja de risas ni de mimos. No me educaron así. Tal vez me faltó abrazarla más, y besarla más, y decirle más veces que la amaba, pero cada cosa que hice en mi vida fue para darle toda la felicidad.

—Eso dicen todos —lo interrumpió el Mono—, hasta mi mamá.

—Eso dicen todos, pero son pocos los que lo hacen.

Tocaron la puerta y el Mono preguntó, ¿quién? Yo, contestó Garlitos. Seguí, dijo el Mono y Garlitos entró con un bombillo en la mano.

—¿Lo pongo? —preguntó.

—¿Para qué creés que lo mandé conseguir? —dijo el Mono.

Garlitos se subió a un taburete que crujía y enroscó el bombillo. Listo, dijo. Préndelo, dijo el Mono. Garlitos salió y, desde afuera, encendió la luz.

—Huy —se quejó don Diego y apretó los ojos.

—¿Qué prefiere, entonces, la luz o la oscuridad? —preguntó el Mono.

—Es muy sencillo —dijo don Diego—. De día prefiero la luz y de noche la oscuridad, como todo el mundo.

—A Isolda la enterró de noche.

—Nos agarró la noche, que es muy distinto. Había mucha gente y llegamos tarde al cementerio.

—Yo estuve ahí —dijo el Mono.

—Apague la vela —le dijo don Diego—, ya no se necesita.

—Me conmovió mucho la música que tocó la maestra de Isolda —comentó el Mono y apagó la vela de un soplido.

—Qué obsesión la suya —dijo don Diego.

El Mono lo miró en silencio. Don Diego le preguntó:

—¿Por qué nosotros? ¿Por qué Isolda?

—No sé —respondió el Mono y se quedó pensativo—. Ella era como una rasquiña dentro de mi cabeza.

Don Diego soltó una de esas risitas que tanto molestaban al Mono. Luego tosió. El Mono miró el reloj y dijo:

—Aquí el tiempo es muy lento.

—Y me lo dice a mí —dijo don Diego.

—No es culpa mía. Si sus parientes se apuraran…

—Ya no lo dudo —dijo don Diego—. Siquiera se murió, si iba a pasar por estas, es una suerte que se haya muerto.

Se acomodó para sentarse más derecho.

—Ningún hombre le puso la mano encima —dijo—, ni la engatusó para que conociera el sexo, no alcanzó siquiera a tener malos pensamientos.

El Mono soltó una risa seca que repitió varias veces.

—Mono —Garlitos abrió la puerta, sin tocar. Estaba pálido.

—Qué te he dicho, hombre —le reclamó el Mono.

—El Tombo necesita hablar con vos —dijo Garlitos—. Dice que es muy urgente.

—¿Qué pasó? ¿Encontró al Cejón?

—No, Mono, allanaron tu casa. La policía.

El Mono saltó hacia la puerta y salió empujando a Garlitos. Don Diego botó a un lado la cobija, intentó pararse pero volvió a caer sentado en el catre. Oyó el ruido del candado y la confusión afuera. Logró pararse y caminó hasta quedar debajo del bombillo. Le puso la cara a la luz, como si fuera el sol, y sonrió.