El mayor Salcedo hizo reunir a los parientes para contarles las últimas novedades. Quería hablar con ellos antes de comentárselas a la señora. También pidió que los acompañara el vidente belga.
—Los bandidos siempre se llevan algunas piezas del rompecabezas —les dijo—, pero en un descuido las van dejando por ahí botadas.
Tenía un sobre grande en la mano y caminaba alrededor de los parientes mientras les hablaba. Rudesindo le traducía, en voz baja, a Marcel Vandernoot.
—Un hecho aislado, anodino, puede esconder el eslabón perdido de otro caso. Una tuerca encontrada aquí puede ser la que le falta a un tornillo de allá. En algún lado tiene que estar la media que le falta al par.
Los parientes se movieron incómodos en las sillas. Uno de ellos le hizo un gesto a Hugo para que le trajera un trago, y Rudesindo paró de traducirle a Marcel. El mayor continuó:
—Para suerte de este país existimos nosotros, los defensores de la ley, que, dotados de inteligencia y responsabilidad, vamos recogiendo esas piezas de rompecabezas que los bandidos botan, las tuercas sueltas y las medias nonas, para resolver los misterios de cada crimen.
—Mayor, por favor —dijo Rudesindo—. No tenemos ninguna duda de su encomiable labor pero…
El mayor levantó la mano.
—Yo sé que están impacientes por ver lo que tengo en este sobre, pero también es mi deber advertirles que su contenido es impactante, muy fuerte, y puede afectarles su sensibilidad.
—Mayor —insistió Rudesindo.
—Ya —dijo el mayor antes de poner el sobre en la mesa.
Lo que no contó el mayor fue que la pieza suelta no la encontró la policía sino que la proporcionó el administrador del laboratorio fotográfico. Después de que se llevaron el cadáver de Caranga, él recogió del piso el rollo que quería que le revelaran y al día siguiente, a primera hora, lo metió en la máquina. Apenas vio las fotos, voló a mostrárselas a las muchachas que trabajaban con él.
—Qué horror —dijo una de ellas.
—¿Es un muerto? —preguntó otra.
—No creo —dijo el administrador.
—¿Y esta quién es? —preguntó una cuando vio otras fotos que estaban con las de don Diego.
—¿Son del mismo rollo?
—Del mismo.
Las muchachas, entonces, se interesaron más por esas fotos que por las de don Diego. A esa la he visto en algún lado, dijo una. ¿Es famosa? Yo creo que sí, me parece haberla visto en una revista. Sí, dijo otra, yo creo que es una modelo. ¿Modelo?, ¿con esas llantas?, preguntó otra. Y mientras las mujeres hacían conjeturas, el administrador llamó a la policía y dijo que tenía algo muy importante para mostrarles.
—Después de una exhaustiva investigación —les dijo el mayor Salcedo a los parientes— hemos encontrado las primeras fotografías de don Diego, durante su secuestro.
El mayor extendió sobre la mesa las quince fotos ampliadas. Los parientes se acercaron conmovidos y se las fueron pasando de uno a uno, acompañadas de algún comentario. Criminales. Malditos. Cobardes. Sabandijas. Bestias.
—Pero ¿está vivo? —preguntó un pariente.
—Los estudios técnicos que les hicimos nos indican que sí —respondió el mayor.
—Claro que se ve vivo —dijo Rudesindo.
—Lo están agarrando a la fuerza —dijo otro pariente—, se nota que les está haciendo repulsa.
—Diego no es fácil de doblegar.
Marcel se alejó hacia una ventana con la última foto que le entregaron. La observó pensativo, repasándola con los dedos.
—¿Cómo las consiguieron? —le preguntó Rudesindo al mayor.
—El delincuente fue a un laboratorio para que se las revelaran.
—¿Lo atraparon? —preguntó un pariente, entusiasmado.
—Mejor aún —dijo el mayor—. Le dimos de baja.
Los parientes se miraron.
—Entonces, no habló —comentó uno de ellos.
Los parientes se dispersaron. Rudesindo se acercó a Marcel y le preguntó, ¿puede ubicarlo? El belga hizo un gesto de duda. Hay una fuerza contraria, dijo, muy negativa, que me impide ver. Pero puedo intentar disiparla. Rudesindo arrugó la nariz y le dijo, está bien. Luego fue a hablar con otro pariente y le susurró, entre el belga y el mayor sacamos tres bobos. Qué tal el operativo, dijo el otro pariente. Estamos jodidos, dijo Rudesindo y volvió a mirar una de las fotos. ¿Qué hacemos con Dita?, preguntó, ¿le contamos? Podríamos contarle pero no mostrarle, dijo el otro. Es muy impresionante, añadió. Eso es precisamente lo que quieren, impresionarnos, dijo Rudesindo. Quedamos en nada, dijo el otro pariente. Los dos coincidieron en un gesto de resignación. ¿Ya oliste al belga?, preguntó Rudesindo. El otro negó. Se está pudriendo, dijo Rudesindo, y el pariente se cubrió la boca para reír.
El Mono sacó un puñado de monedas y le dijo al muchacho, andá y poné la música que a vos te gusta, pero no te quedés conversando por ahí. El muchacho puso las monedas sobre Ja mesa y separó las que podía usar en la rocola.
—Aquí no tienen lo que me gusta, Mono, eso toca oírlo en otra parte.
—¿Ah, sí? —dijo el Mono y le preguntó—: ¿Y adonde vas? ¿Dónde es eso?
—Por ahí —dijo el muchacho.
—¿Y por qué no me llevás?
—Porque no nos dejan entrar a vos y a mí solos.
—¿Cómo así, muchacho?
—Vos sabés, Mono.
El muchacho levantó una ceja y se fue a la rocola. El Mono lo siguió con la mirada hasta donde le dio el cuello. Luego agarró la botella y volvió a llenar las copas.
Frente a la rocola, el muchacho ni se tomó el trabajo de leer las canciones. Apretó números y letras al azar hasta que terminó de meter todas las monedas. Ya era muy tarde y quedaban pocas mesas con gente, pero en la cantina flotaba el humo acumulado de todos los cigarrillos de la noche.
El muchacho encontró al Mono bogándose otro trago.
—Te vas a caer de la moto y te vas a quebrar el culo —le dijo.
—Yo tengo de donde agarrarme —le dijo el Mono, malicioso y arrastrando la erre.
El muchacho se sentó y miró a los que quedaban alrededor: media docena de viejos acompañados de una tanda de putas repolludas, que se reían a carcajadas.
—Yo no sé esas por qué se ríen siempre —comentó el muchacho y se tomó el aguardiente que le habían servido.
—Vos sos el que se va a quebrar el culo —le dijo el Mono.
—Yo esa moto la manejo hasta con los ojos cerrados —dijo el muchacho.
—¿Qué es ese tono? —preguntó el Mono—. ¿Qué te pasa hoy?
—Bah.
—¿Qué?
—Estoy aburrido de andar por ahí, Mono. Yo quiero acción.
—Ajá.
—Quiero hacer algo que me deje bastante billete.
El Mono se echó hacia atrás y siguió mirándolo. Quedó ladeado pero no se enderezó. El muchacho parecía atento a los otros viejos.
—Eso me suena a queja —dijo el Mono.
—Es una queja —dijo el muchacho.
—Desagradecido.
—¿Por qué me decís así?
—Porque a nadie de tu edad le dan lo que yo te doy. Mírate el reloj. ¿Quién por aquí tiene uno así como el tuyo, ah?
—Yo no estoy diciendo que me das poquito, sino que quiero ganar mucho más.
—Ajá —dijo el Mono y eructó.
El muchacho lo miró fijamente.
—Vámonos que estás muy borracho —le dijo.
—Yo me voy cuando me dé la gana —dijo el Mono.
El muchacho lo observó callado. Luego volvió a mirar a los viejos y vio que uno salió con una puta para el baño.
—Ahí le van a chupar el gajo y a saquearle los bolsillos —comentó el muchacho.
El Mono volteó a mirarlos pero no los alcanzó. Volvió a mirar atentamente al muchacho y le preguntó, ¿cómo es el asuntico de la plata? Ya me la vas a montar, reviró el muchacho. El Mono movió la cabeza hacia delante y hacia atrás, sin detenerse. Más bien quedate quieto y enderezate que te vas a caer, le dijo el muchacho. El Mono dio una palmada sobre la mesa y las copas saltaron.
—¿Cómo es el asuntico de la plata?
—¿Qué tiene de malo querer más, Mono?
—¿Querés más?
—Claro que quiero más. Todo el mundo quiere más.
El Mono se inclinó hacia la mesa, agarró la botella y se la pasó al muchacho, sin quitarle los ojos de encima.
—Servime y servite —le dijo.
Lo vio llenar las copas y deslizar una hacia el frente. Lo vio mirar rápido a donde estaban los viejos, y le preguntó, ¿qué se te perdió por allá? El muchacho no respondió.
—Yo tengo más plata que cualquiera de esos cagados viejos —dijo el Mono—. Y voy a tener mucha más que cualquier otro hijueputa en esta ciudad.
El muchacho lo seguía mirando. El Mono levantó la copa y, a punto de tomársela, le saltó el pecho.
—Ya me dio hipo —dijo, con un gesto de molestia.
El muchacho no pestañeaba.
—Me van a dar veinte millones por mi negocio —dijo el Mono.
—¿Por lo que tenés en Santa Elena? —preguntó el muchacho.
El Mono asintió y por fin pudo tomarse el trago. Pero seguía con hipo. Asentó la copa en la mesa y dijo:
—Y tengo más.
—Más ¿qué? —preguntó el muchacho.
—Pues más plata.
El muchacho se irguió.
—¿Y dónde? —le preguntó.
—Por ahí —respondió el Mono.
—¿En el banco?
El Mono soltó una risotada y salpicó al muchacho con babas.
—Ay, mi muchachito —le dijo—, qué voy a guardar yo la plata en un banco con la cantidad de atracadores que hay.
—Entonces, la tenés en tu casa —dijo el muchacho.
El Mono iba a responder y otra vez se le atravesó el hipo. Malparida vida, dijo. Tomó aire profundo y alzó el brazo para llamar a la camarera. Pedime un vaso de agua, muchacho. Volvió a tomar aire y cuando el muchacho lo vio distraído, le pegó un grito en la cara que hizo brincar al Mono. Los viejos y las putas miraron hacía la mesa. ¿Te asusté?, le preguntó el muchacho, por fin riéndose.
—¿Qué pasó? —preguntó la camarera.
—Este, que me asustó —le dijo el Mono—. Traeme un vaso de agua con azúcar, por favor.
La camarera se fue y el muchacho le preguntó, ya en otro tono:
—Y si te llega a pasar algo, esa plata ¿qué?
—No me va a pasar nada. ¿Por qué insistís con eso?
El muchacho puso una mano sobre la mesa y la acercó hasta el Mono, que seguía hipando.
—Esa platica es para los dos, para que nos la gastemos juntos —dijo el Mono.
El muchacho estiró el pie por debajo de la mesa hasta tocar el del Mono y le acarició la pierna con el zapato.
—Si es de los dos, como vos decís —dijo el muchacho—, ¿no creés que tengo derecho a saber dónde la guardás?
La camarera regresó con el vaso de agua con azúcar y el muchacho quitó la mano de la mesa.
—Ya casi cerramos —dijo ella—. ¿Van a pedir algo más?
—Sí —dijo el muchacho, sin mirarla—. La cuenta.
El Mono se bogó el vaso hasta el fondo, luego tomó aire hasta ponerse rojo y lo botó cuando ya no aguantó. El muchacho se le acercó a la cara y le dijo:
—Te voy a llevar a donde ponen la música que me gusta, ¿vamos?
El Mono volvió a sacudirse por el hipo, y le sonrió.
Dita llegó al comedor y encontró a los parientes riéndose con unas fotos que les mostraba el mayor Salcedo. Apenas la vieron, se pusieron serios y el mayor ocultó las fotos atrás. Señora, dijo y juntó los pies.
—Quiere verlas —dijo Rudesindo.
Los parientes se miraron.
—Dita, no hace falta, lo importante es que está vivo —dijo uno de ellos.
—Por favor —dijo ella y estiró el brazo.
Uno de ellos tomó el sobre, sacó las fotos y se las entregó. Antes de mirarlas, Dita se apartó al salón contiguo.
—Tranquilos —les dijo Rudesindo—. Ya está advertida.
La vieron de espaldas y sabían que ya las estaba mirando. De pronto, apoyó la mano en un sillón. La vieron dar un paso y sentarse. Seguía de espaldas y pasaba las fotos despacio. La vieron llevarse la mano a la cara, como si se limpiara una lágrima. Algunos deambularon por el comedor, uno se refugió en una esquina, otro se paró a mirar por la ventana y vio a Marcel afuera, paseando por los jardines.
Después de un rato la vieron levantarse. Se acercó a ellos y le devolvió las fotos al mismo que se las había entregado.
—Gracias —le dijo.
—Lo importante es que está vivo —repitió el que ya lo había dicho.
Dita le hizo un movimiento de aceptación con la cabeza. Miró su reloj y pidió permiso. Te acompaño, le dijo Rudesindo, pero ella se dio vuelta y les preguntó, ¿puedo ver las otras fotos? ¿Cuáles?, disimuló uno. De las que se reían, dijo ella. Los señores se miraron incómodos. Señora, dijo el mayor Salcedo, es algo sin importancia, ajeno a los hechos. ¿Qué son?, insistió Dita. Es la mujer, o la novia, del bandido al que le confiscamos el rollo. Quiero verlas. Todos dudaron. Señora, insistió el mayor, la mujer sale en poses obscenas. Dita estiró otra vez el brazo para recibirlas. Quiero ver todo lo relacionado con Diego, dijo.
Se quedó junto a ellos, y apenas empezó a mirar las fotos se llevó una mano al pecho.
—Dios mío —dijo.
—¿Qué pasa? —preguntó Rudesindo.
—La conozco.
—¿Qué? ¿A ella?
—Estuvo acá. Es la misma que me leyó la Biblia.
—¿Qué?
—¿Estás segura?
Volvieron a pasarse las fotos, rápidamente.
—¿La recuerdan? —preguntó Rudesindo.
—Es la que no tenía nada debajo —susurró otro pariente.
—¿No tenía qué? —preguntó Dita.
El pariente titubeó. ¿Le dijo quién era?, le preguntó el mayor. Dita negó con la cabeza y le comentó, era de algún grupo de oración, o algo así, pero no me acuerdo. Mírelas otra vez, por favor, le pidió el mayor Salcedo. Entonces Dita se sentó de nuevo y vio, una a una, las fotos que un día Twiggy se tomó frente a un espejo, desnuda y en diferentes poses, a veces con un sombrero, con una pañoleta, con gafas para el sol, sonriendo o con los labios en forma de beso. Juguetona, feliz de la vida.