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—La vi salir muchas veces por la puerta de servicio. Salía tarde, cuando su señora ya estaba encerrada en el cuarto y usted en la biblioteca, con su música —dijo el Mono—. Las primeras noches pensé que era ella, pero esta caminaba con torpeza, se tropezaba y el pelo era un amasijo que no me dejaba distinguirle la cara. Y descarté que era la niña porque no subió al bosque sino que se fue derecho a la casita del jardinero y se quedó rondando por ahí. Hasta que se decidió a entrar y se demoró en salir.

El Mono sacó media botella de aguardiente debajo de la ruana y bebió un trago pequeño. Hizo un gesto amargo y dejó la botella en el piso, junto a la vela.

—La segunda vez —continuó— me pudo la curiosidad y di la vuelta por detrás del lote para quedar más cerca. Que hubiera ido en una ocasión, vaya y venga, pero volver tan tarde ya me parecía muy sospechoso. Aquí donde me ve, doctor, yo soy muy ingenuo y pues había pensado que la visita anterior…, no sé, no fue lo mismo que me imaginé la segunda vez. No se molestaron en cerrar la ventana y pude ver, patentico, cómo el jardinero se comía a la profesora de su niña.

Don Diego tosió y trató de incorporarse en el catre. Afuera llovía. El Mono esperó a que se acomodara, pero don Diego volvió a tenderse y se cubrió la cara para seguir tosiendo.

—Qué ociosidad la de su jardinero. Comerse a semejante ogro —el Mono soltó una carcajada y levantó la botella—. Aunque para ser justos, a mí me parece que fue ella la que se le metió. Y uno, como hombre, tiene que cumplir, ¿o no?

Volvió a echarse otro trago y esta vez lo saboreó. Por el suelo entró una ráfaga que hizo temblar la llama de la vela. Don Diego seguía cubierto hasta la coronilla.

—Dígame una cosa, don Diego —le preguntó el Mono—. ¿Fue por eso que usted se llevó a la niña? ¿Por la loca esa?

El Mono se quedó mirando el bulto en el catre. Al rato, don Diego volvió a toser.

—Yo pensé que iba a volver, como las otras veces. Aunque me pareció raro que cargaran tantas maletas, y más raro cuando la vi salir casi calva del bosque.

El Mono levantó la botella para beber pero se detuvo.

—¿Quién podía entender semejante cosa? —se quejó—. Su pelo, Dios mío.

Murmuró algo, como si tratara de atrapar el verso en la memoria, y dijo, El gran manto de oro, el dúctil manto onduloso y fragante de su pelo, rodó, a manera de dorado velo, sobre la pedrería de su llanto. Don Diego se destapó la cara: estaba sudando. Intentó sentarse y lo agarró un nuevo ataque de tos.

—¿Quiere un trago? —le ofreció el Mono. Don Diego manoteó. El Mono insistió—: Dígame, ¿fue por eso que se la llevó?

—Agua —murmuró don Diego.

—Me tocó cambiar los planes. Todo estaba listo para traerme a su niña pero me tocó decirles a los muchachos, hay que esperar a que vuelvan, uno o dos meses, qué sé yo. Y ahí fue donde tuvimos que hacer lo del banco, porque, usted me dirá, don Diego, ¿de qué más íbamos a vivir durante ese tiempo?

—Quiero agua.

—No me joda, don Diego, si hace quince minutos entró al baño.

—No quiero ir al baño. Quiero agua.

El Mono se levantó de mala gana, tomó el vaso de la mesita y salió. En la sala vio a Maleza, tendido en el sofá, completamente dormido. El Mono se le acercó, echó hacia atrás la pierna para mandarle una patada pero se frenó. Oyó a don Diego ahogado en la tos. Fue a la cocina, llenó el vaso y regresó.

—Yo seguí yendo, de todas maneras —dijo—. Aparte de planear lo del banco, no tenía más que hacer. Y por tanto desocupe fue que me dio esa idea loca de entrar. Tantos años fisgoneando desde afuera, mirando todo a través de las ventanas. Pero desde tan lejos. Que ahí fue cuando me dije que ya era hora de entrar. Me lo merecía.

Don Diego lo miró con rabia mientras se bogaba el agua.

—No había nadie. Hasta el jardinero había salido —continuó el Mono—. Entré por atrás, por donde salía Isolda al bosque, y por donde también salía la loca para que se la comieran —el Mono se rio—. Fue más fácil de lo que pensé. Caminé los salones, toqué las vajillas, cogí las cucharitas…, pero lo que de verdad quería era subir, ir al cuarto de ella, ver su ropa, acariciarle las sábanas, olerle la toalla con la que se secaba el cuerpo. Me moría por hacer todo eso, doctor.

Don Diego lo interrumpió con otro acceso de tos. Ya se había terminado el agua y dijo, quiero más. Malparida vida la mía, dijo el Mono. Don Diego no paraba de toser. El Mono alzó la botella, bebió y, muy ofuscado, le dijo, vaya usted, a mí no me haga parar más.

Don Diego se levantó con esfuerzo y se echó encima la cobija, como una capa.

—No se me vaya a ir para ningún lado con este aguacero, y en ese estado, doctor.

Lo vio salir con el vaso en la mano, caminando muy despacio, y él se quedó recitando, El agua existe del estanque apenas, sécase el manantial, el rudo banco de hierro, yace allí, sobre el barranco del islote, volcado en las arenas. Lo oyó arrastrar los pasos por el corredor y luego un trueno lo ensordeció todo.

Don Diego cruzó frente a una puerta que tenía el pasador por fuera. La miró y siguió hasta la cocina. También vio a Maleza profundamente dormido en el sofá y llenó el vaso en el grifo.

De vuelta al cuarto, se detuvo otra vez frente a la puerta con el pasador. Lo abrió con cuidado de no hacer ruido, aunque el aguacero lo protegía. Empujó la puerta y se encontró con el Cejón sentado en el piso, lleno de morados y tiritando, abrazado a sus rodillas. El Cejón lo miró con los ojos muy abiertos. A don Diego le temblaba el vaso en la mano. Miró a los lados a ver si venía alguien y le hizo una seña al Cejón para que saliera. El Cejón se puso a llorar, mordiéndose los labios. Don Diego le hizo un gesto para que se callara. Luego siguió al cuarto y encontró al Mono, con la silla recostada en la pared, enroscando la tapa en la botella, que ya casi llegaba al fondo. Lo oyó decir:

—Ese fue el día que me llevé la faldita roja.