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Aunque solo la vimos nosotros, todos terminaron por enterarse del show que nos hizo Isolda con la minifalda roja. Alguno se lo habrá comentado a una hermana, y ella a la mamá, y la mamá a la vecina, y así se habrá regado la historia que yo quería guardar con tanto celo. Nadie mencionó, de todas maneras, los segundos eternos que Isolda se quedó mirándome. De eso no le hablé a nadie, aunque sí me habría gustado que se hubiera sabido. Mi timidez no me da para ufanarme de una mirada.

También volvieron a insinuar que Isolda estaba loca por el encierro, que había heredado los genes atrevidos de su mamá alemana, que se había vuelto hippie, que a nadie se le hacía raro luego de los peinados con los que aparecía a veces. Yo la he defendido lo más que he podido, sin que se me note que a partir de aquella mirada, mi vida es distinta.

Todas las tardes voy hasta el lindero por si sale de nuevo y la espero hasta las seis a ver si ella sube al bosque. Pero ni siquiera la he vuelto a ver asomada a la ventana. A veces me silban de algún lado y me emociono porque creo que es una seña de ella, pero el silbido se pierde entre los árboles y cambia de un lugar a otro.

Adentro también pasan cosas. Don Diego se enteró del show y le dio una furia que nadie le había visto antes. La ira recayó, principalmente, sobre Hedda, que tenía que estar siempre pendiente de la niña. La institutriz acusó a Isolda de desobedecerla, se me escapa a cada rato, don Diego, yo la busco pero usted sabe que yo no puedo salir a ese sol, dijo Hedda, enjuagada en lágrimas. Los niños hacen esas cosas, la defendió Dita. Las niñas no se exhiben así, insistió don Diego, a quien lo que más le dolía era que Isolda hubiera bailado así para unos extraños. Y les dijo a todos, con la voz muy en alto, como nunca antes lo habían oído hablar, que Isolda no volvería a salir hasta nueva orden. Ella lo escuchó todo callada, con la cabeza baja, y cuando él le decía, mírame cuando te hablo, ella lo miraba y luego volvía a inclinar la cara al piso, dejando una estela azul en el corto recorrido que hacían sus ojos.

—Estoy pensando —le dice don Diego a Dita— que deberíamos enviar a Isolda al extranjero.

—¿No te estás pasando?

—No es por lo que hizo —le explica él—. Es por todo. Aquí la juventud se está volviendo loca, no los entiendo, esas fachas, esos pelos. ¿Ya supiste lo del festival ese de música rock? —le pregunta.

—La juventud está así en todas partes —comenta Dita—. Mira lo que pasó en Francia.

—Sí, pero podría irse al campo con tu familia. O tal vez a Estados Unidos para que aprenda bien inglés.

Dita se pasea incómoda por la sala. Mueve un par de cosas sobre una mesa, más por hacer algo que por acomodarlas.

—Es nuestra única hija —dice—. No me imagino cómo podríamos estar sin ella.

—Podemos visitada —dice don Diego—, pasar juntos temporadas largas.

Dita desliza un portarretrato a la derecha y luego lo regresa a donde estaba. Suspira hondo. Mira a don Diego y le dice:

—Lo que tú quieras.

El festival al que se refería don Diego es uno del que todo el mundo habla y que se está montando al sur de Medellín, en Ancón. Los periódicos dicen que es el «Woodstock colombiano» y los avisos anuncian tres días de amor y paz, con bandas como Los Monsters, Los Flippers, La Banda del Marciano, Carne Dura y otras tres que suenan por ahí.

Muchos afirman, entre ellos el arzobispo Botero, que el Festival de Ancón es lo peor que le ha pasado a Medellín. Otros prefieren verificarlo con sus propios ojos, entre ellos mi familia y yo, que tenemos plan para ir y ver cuál es el barullo.

—Dizque hay gente en pelota —dice mamá.

—Gente en pelota hay hasta en los museos —dice papá.

—Pero estos dizque hacen cosas.

—¿Qué cosas? —pregunta papá.

Mamá le abre los ojos para advertirlo de algo.

—Pichan —responde mi hermano, y papá y mamá gritan su nombre al tiempo. El se acomoda feliz en el asiento delantero del carro.

La fila de curiosos es larga y el tráfico está pesado. Desde lejos se oye el estruendo del rock y, poco a poco, se empieza a ver el reguero de gente. Aparecen desperdigados en la montaña, como cabras. Hay otros abajo, junto al río, y otros que saltan frente a la tarima con las bandas. Todo pasa sobre un pantanero porque en estos días no ha parado de llover. En las fotos que vimos de Woodstock, todos también estaban empantanados.

Hay carpas, hay fogatas, muchas camionetas pickup, gente que trata de entrar cruzando el río, gente que duerme, que baila, una multitud de pie y también muchos sentados. Me parece ver que hay una mujer desnuda. Mi hermano me mira con cara de malicia, pero la mujer se da vuelta y nos damos cuenta de que tiene un bikini. El saca la cabeza por la ventanilla y aspira fuerte por la nariz. No huele a nada, dice. Ahora dizque fuman hongos, comenta mamá. Los hongos no se fuman, mamá. ¿Qué esperabas oler?, le pregunta papá a mi hermano, pero él no le contesta. Que levante la mano la que allá abajo tenga brasieres, dice mamá. Me quiero bajar, dice mi hermano. Cómo no, dice papá, y propone que mejor sigamos hasta La Estrella a comer obleas con arequipe.

—Al alcalde le va a costar su puesto haber alcahueteado ese festival —le dice don Diego a Rudesindo.

—Hombre, no es para tanto. Allá están tranquilos.

—Sí, claro, tranquilos fumando mariguana y acostándose unos con otros. Bonito ejemplo.

Sin embargo, lo que llena la paciencia de don Diego y lo obliga a adelantar sus determinaciones sale de su propia casa por la puerta trasera y a medianoche.

A Dita le gusta dejar abierta la ventana del cuarto, sobre todo cuando en el día ha hecho calor. Como ya es tarde, se acerca a cerrarla y ve una mancha blanca que atraviesa el jardín. La sombra se pierde en el follaje y le parece oír la voz de Hedda. Baja al cuarto de ella para cerciorarse de que esté bien. Toca varias veces, la llama, pero Hedda no responde. Dita abre la puerta, que está sin seguro. No hay nadie en el cuarto. Piensa en llamar a Hugo, pero mira la hora y asume que está dormido. Va a la cocina y encuentra la puerta de servicio entreabierta. Se asoma al jardín y vuelve a llamar a Hedda. No le responde y Dita se adentra un poco más.

—Hedda, ¿está bien? —pregunta por si la oye.

Sigue el recorrido de la sombra que vio desde su ventana y llega hasta la casa del jardinero.

—Guzmán —lo llama para que la ayude a buscarla.

Él tiene música puesta en el radio y no oye a Dita. Ella se acerca un poco más y escucha adentro, para su sorpresa, la voz de Hedda. La intuición la hace empujar la puerta y los encuentra desnudos, gimiendo sobre un sofá.

A Guzmán lo despiden al día siguiente, sin que pueda siquiera dar una explicación. Y una semana después, Hedda viaja a Alemania casi con las mismas cosas con que llegó diez años antes. Sin institutriz, don Diego toma la decisión que viene considerando desde hace un tiempo.

Hugo y Gerardo bajan las maletas y las acomodan en la limusina. Los ayuda el nuevo jardinero. Yo espero a que salgan, pero nadie se asoma. Al mucho rato sale Dita al porche y llama a Isolda. Gerardo y el jardinero comienzan a buscarla por el jardín. Hugo la llama por otro lado. No sé en qué momento habrá salido porque yo no la he visto desde que llegué. Dita vuelve a salir y le pide a Gerardo que vaya al bosque a ver si la encuentra. Yo corro hacia arriba, por el lindero, para llegar primero que ellos.

Subo hasta donde termina la cerca y me encuentro unos matorrales muy espesos alrededor del bosque. Logro entrar pero no sé hacia dónde ir. Busco el centro, o lo que creo que es el centro del bosque. Avanzo y veo una senda. De pronto aparece ella, viene de más arriba, corriendo entre los árboles. Se asusta cuando me ve. Mejor dicho, nos asustamos los dos. Tal vez yo más porque no la reconozco. Tiene su vestido de viaje y los zapatos de charol sucios de tierra. Tiene la misma mirada que cruzó conmigo cuando nos bailó, la misma tristeza, pero trae el pelo corto, así como el mío, y desordenado, como si se lo hubieran cortado a tijeretazos. Sobre los hombros le quedan mechones largos que el viento se lleva. Me mira mientras toma aire para reponerse. Hola, le digo por decir cualquier cosa. Camina hacia mí, decidida, me agarra la cara duro con las dos manos y me estampa un beso rápido en la boca. Luego corre bosque abajo, hacia donde vienen las voces que la llaman, apúrate, Isolda, que nos va a dejar el avión.

Me parece que la siguen unos conejos entre los arbustos.