—¿Qué pasó, Tombo? Contame todo.
El Mono tenía una barba de varios días, los ojos rojos por el trasnocho, el pelo revuelto de tanto restregarlo, y la lengua pesada por la mariguana y el aguardiente. Había subido trago a la cabaña y, por primera vez, lo compartía con los muchachos.
—Primero contame —aclaró el Mono— por qué Caranga cambió de planes.
—Por güevón —dijo el Pelirrojo y el Mono levantó la mano para callarlo.
—Por qué —le preguntó el Mono al Tombo— si habíamos quedado en una cosa, salió con otra.
El Tombo tenía puesto su pantalón de policía y una camiseta clara sudada y percudida. Meneó la cabeza y dijo, no sé, Mono, no tengo idea. El Mono se recostó en el sillón roto y metió los brazos bajo la ruana. Contame pues, dijo. ¿Puedo?, preguntó el Tombo, y señaló la copa de aguardiente. El Mono asintió.
—Ustedes también —les dijo a los otros.
El Tombo devolvió la copa vacía a la mesa y le contó al Mono que Caranga no había buscado un fotógrafo callejero para que le revelara el rollo, como se había planeado. Seguramente, dijo, como ya era por la tardecita, a lo mejor no encontró a ninguno y por eso se metió a ese laboratorio de revelado. Le contó lo que testificó el administrador, que cuando Caranga entró, solo quedaba un cliente, ya iban a ser las cinco y estaban a punto de cerrar, y Caranga esperó a que el cliente se fuera y entonces encañonó al administrador, lo obligó a bajar la reja y lo hizo entrar al laboratorio, donde había dos muchachas que gritaron cuando los vieron. El administrador tembló, con las manos en alto, y le suplicó a Caranga, tengo una esposa, cuatro niños chiquitos, el menor tiene tres años, hay tres que ya van al colegio, vivo en una casa arrendada, se van a quedar en la calle si a mí me pasa algo. Caranga lo calló con una cachetada y las dos muchachas volvieron a gritar. El Mono sacó una mano de la ruana y se estregó la cara. El Tombo paró de contar.
—Dale, seguí —dijo el Mono.
Entonces que Caranga, muy exaltado, los arrinconó a todos y les dijo que le tenían que revelar ese rollo, y lo mostró en alto para que todos lo vieran. El administrador y las muchachas se miraron descompuestos. Caranga les advirtió, lo necesito para ya, a ver, muévanse, que estoy muy berraco, les gritó. También gritó el Cejón en el cuarto donde lo tenían encerrado y el Mono le ordenó a Maleza que fuera a callarlo. Le hizo una seña al Tombo para que esperara. Al momento se oyó un golpe seco, un quejido ahogado y después un silencio. El Mono le indicó al Tombo que continuara.
—Pues dizque el administrador le dijo que el revelado se le demoraba porque tenían la máquina llena de negativos y que, como era automática, tenían que esperar a que terminara. Y que ahí fue cuando Caranga se puso como un loco, y le preguntó que cuál máquina, que dónde estaba la máquina y que le importaba un culo la máquina.
—¿Vos sabés si había tomado? —le preguntó el Mono.
El Tombo le dijo que no y los demás también negaron con la cabeza.
—O a lo mejor se tomó algo antes para envalentonarse —agregó el Tombo.
—Seguí.
Le contó que Caranga se había ofuscado con el cuento de la máquina, que había preguntado cuál máquina, que dónde estaba la máquina… Eso ya lo contaste, lo volvió a interrumpir el Mono. Ah, dijo el Tombo, y miró hacia el techo para retomar el hilo. Ah, sí, dijo luego, y le contó que el administrador le señaló a Caranga una máquina enorme, con luces y botones, y que Caranga se paró frente a ella y la miró un rato. Luego preguntó, ¿todo esto tan grande para revelar esto tan chiquito? El administrador, ya más calmado, le explicó, es que revela varios rollos al tiempo. Yo pensé que eso se hacía a mano, le dijo Caranga, y el administrador le respondió, hombre, estamos en 1971. Y que Caranga se dio vuelta y otra vez puso cara de malvado y le dijo, pues le saca todo lo que tiene adentro y me revela esto ya. Y como tenía la cabeza caliente, no vio que tras él apareció otra empleada que alcanzó a entender los ojos que le hicieron las otras para que fuera y buscara ayuda, y desapareció sin que Caranga se diera cuenta. Dicho y hecho, la otra empleada llamó al 04. El administrador intentó explicarle a Caranga que, por más que se afanara, la máquina no iba a tener listo el negativo antes de dos horas. Verdad o mentira, el administrador también se estaba dando tiempo para que pasara algo y que, confiando en Dios, la otra empleada llamara a la policía.
—Y los llamó —dijo el Mono, respirando duro por la nariz.
—Estaban muy cerquita, Mono. No se demoraron más de cinco minutos. Llegaron, alzaron la reja y se cruzaron varios tiros con Caranga.
—¿Se defendió?
—Los atacó. Dice el administrador que apenas oyeron la reja, Caranga se puso como un papel. Les preguntó a ellos quién había llegado. Las muchachas se pusieron a llorar y el administrador le dijo que debía ser algún cliente.
El Mono levantó el brazo para callarlo. ¿Qué pasó?, preguntó el Tombo. Viene una moto, dijo el Mono. Todos pusieron atención al ruido. Es la Lambretta de Twiggy, dijo el Pelirrojo. ¿Y esa a qué viene?, preguntó el Mono. Por vos, dijo el Pelirrojo. O ya supo lo de Caranga, dijo Garlitos. Servime un aguardiente, le ordenó el Mono y Garlitos le llenó la copa. Ustedes también, dijo el Mono. ¿Sigo con la historia?, preguntó el Tombo. No, espera, que apenas entre esta nos vuelve a interrumpir.
Twiggy tenía puesto un vestido de trapecio, muy corto, y una chaqueta negra de cuero. Traía botas a la rodilla y medias de lana hasta la mitad del muslo. Buenas, dijo, y no pareció sorprendida por encontrarlos tomando aguardiente. Se paró frente al Mono, muy seria, y le dijo:
—Necesito hablar con vos.
—¿Ya supiste? —le preguntó él.
—Quiero que me lo contés con tus propias palabras —dijo ella.
—Pues sentate que el Tombo nos lo está contando a todos.
—Contando ¿qué? —preguntó.
—Pues lo de Caranga.
Twiggy sacudió la cabeza, confundida.
—Mataron a Caranga.
—¿Qué?
—Y no vamos a repetirte la historia —dijo el Pelirrojo.
—Dale, Tombo, seguí —dijo el Mono.
Twiggy se sentó y puso el bolso sobre sus muslos. El Pelirrojo le miró las piernas. Pues ya lo dijo Maleza, continuó el Tombo, a Caranga lo mataron cuando se enfrentó con la ley. No hablés así, Tombo, lo interrumpió el Mono, no digás «la ley» en ese tonito. El Tombo carraspeó y siguió. Entonces Caranga se asomó pensando que a lo mejor sí era un cliente el que había llegado, pero cuando vio a los policías, volvió a entrarse, agarró a una de las muchachas y salió disparando, con ella como escudo. Creyó que los policías no iban a poner en peligro la vida de la mujer, pero le salió al paso un agente endiablado y, sin importarle las súplicas de la muchacha, ni que Caranga estuviera protegido por ella, levantó el brazo y pum, le dio un pepazo en toda la frente.
Se quedaron callados, sin siquiera mirarse. El Mono se sobó otra vez la cara y se restregó los ojos. Servime otro, Carlitos, le ordenó. No entiendo nada, dijo Twiggy. No entendiste ¿qué?, mataron a Caranga, dijo el Mono, ¿qué es lo que te parece difícil de entender? Sí, ya sé, dijo ella, pero no entiendo nada, y le dijo a Carlitos, servime uno a mí también.
—¿Supiste quién le disparó? —le preguntó el Mono al Tombo.
—Un cabo muy alzado.
—Que se llama…
El Mono esperó la respuesta. El Tombo evitó mirarlo.
—Que se llama… —insistió el Mono.
—Mi cabo Tivaquichá.
El Mono le dio varios golpecitos a la mesa con la copa de aguardiente, sin quitarle la mirada al Tombo.
—Alcides Tivaquichá —dijo el Tombo.
—Ah —dijo el Mono, y sorbió lo poco que le quedaba en la copa—. Cuando todo esto termine, Tombo, acordame que tengo un asunto pendiente con el señor Alcides Tivaquichá.
En esas sonaron los palmotazos en la puerta al fondo del pasillo. Lo que faltaba, dijo Maleza. ¡Baño!, gritó don Diego desde el cuartucho. Andá, le ordenó el Mono a Maleza y le advirtió, no le contés nada.
Se quedaron mudos, vencidos por el aturdimiento, cada uno con los ojos puestos en un punto cualquiera. Hasta que el Mono preguntó:
—¿Y ahora qué va a pasar con esas putas fotos?
—Pues las irán a publicar —dijo el Pelirrojo—. ¿No es eso lo que querías acaso?
Garlitos se fue para la cocina, el Tombo se sirvió otro trago sin que el Mono lo autorizara, el Pelirrojo dio vueltas por la sala, y al fondo solo se oía el canturreo de don Diego mientras orinaba. Ese pájaro azul es el cariño que yo siento por ti…
Twiggy se sentó junto al Mono y le dijo en voz baja:
—Mono, necesito que hablemos.
—¿Qué fue? ¿Qué pasó? —le preguntó irritado.
Twiggy se pegó más a él.
—¿Quién era ese muchacho? —le preguntó.
—¿Cuál muchacho?
—Con el que andabas en una moto.
—¿Quién? ¿Moto?
—Yo te vi, Mono.
El escondió los brazos bajo la ruana y le dijo, ah, la moto, ya se me había olvidado. ¿Quién es, Mono? Un vecinito del barrio, ese día se me varó el Dodge y él me subió hasta la casa. Twiggy lo miró cruzado y luego le dijo:
—Mírame, Mono.
—¿Qué pasa?
—Nadie que viva por tu barrio tiene una moto de esas.
Ella achinó los ojos y sacó un poco el mentón.
—Mono, acordate que las mentiras son para siempre.
—¿De qué me estás hablando? ¿Cuál mentira? —le preguntó él y se levantó como disparado. Llamó a Carlitos y a Maleza, los reunió a todos y les dijo—: Ya tenemos dos hombres menos, ahora nos toca trabajar más, y tener más cuidado.
—Mono, hacenos caso —dijo el Pelirrojo—. Esto está muy demorado y se puede complicar.
El Mono, que ya tambaleaba por los aguardientes, le dio la espalda y se quedó mirando a Twiggy.
—Vení, mónita —le dijo—. Agarrá esa botella y vámonos para allí —se apretó las bolas y remató—: Ya que estás acá, no te voy a hacer perder la venida.