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—Parecía una putica del barrio Lovaina. No me mire así, que si la hubiera visto me habría dado la razón. Para mí la culpa la tuvo la loca que la cuidaba, mejor dicho, la que la descuidaba, porque esa mujer se la pasaba encerrada en el cuarto o haciendo otras cosas que después le contaré. Más bien imagínese lo que sentí cuando la vi con esa faldita y en esos movimientos, mostrándoseles a los muchachitos que la fisgoneaban. Yo, que la conocí desde chiquita y que siempre la vi como una princesa de cuento. Muy fuerte, don Diego, muy fuerte que se les mostrara a ellos y no a mí, después de tanto sacrificio, de tanta agua y tanto frío que aguanté por mirarla.

Don Diego tiritaba en el catre. El cuarto estaba oscuro, alumbrado solamente por la linterna que el Mono movía en todas las direcciones. A veces le ponía el chorro de luz a don Diego en la cara y él apretaba los ojos.

—Ellos pudieron verla más cerquita. Yo me deslicé hasta la punta de la rama pero empezó a torcerse y hasta ahí llegué. De todas maneras pude ver cuando alzó los brazos y se le levantó la blusa. Le vi la cintura y el ombligo. Qué piel tan blanca, doctor.

El Mono puso la luz de la linterna bajo su barbilla y se quedó quieto mirando al frente. Luego cambió el tono y recitó:

—Los redondos capullos de su seno, brotes de grana y de nevado armiño, violentaban el raso del corpiño que sujetaba su contorno heleno.

Volvió a alumbrar a don Diego para ver qué cara tenía, pero de nuevo lo encontró con los ojos cerrados. El Mono se rio.

—Usted debe tener algo de negro en su sangre, doctor, porque Isolda, a pesar de lo blanca, de lo alemana, se movía como… —el Mono dudó—. ¿Cómo se lo digo para no volver a ofenderlo?

—Me duele el cuello —dijo don Diego, y el Mono le puso otra vez la luz en la cara—. No moleste con eso, hombre.

—¿Culpa de quién? Usted se puso muy violento, doctor.

—Es la falta del Artisel —dijo don Diego—. Hace mucho que no lo tomo.

—Pero ¿cómo hacemos, don Diego? En cada farmacia hay un policía para ver quién llega preguntando por esa cosa. Le puedo ofrecer un Mejoral, con mucho gusto.

—Mejor deme un tiro.

—También se lo voy a dar, pero téngame paciencia.

El Mono siguió jugando con la luz por todo el cuarto. La movía en círculos sobre el bombillo roto o hacía ochos en el techo.

—Me impresionó mucho verla así —continuó el Mono—, pero tengo que reconocer que a partir de esa tarde me cambió la vida.

—No quiero hablar más de eso.

—Pero si soy yo el que está hablando.

—Pues pare ya. Yo sé lo que pasó, no tiene que repetírmelo.

—No, don Diego, usted no estuvo ahí. No alcanzó a verla en esa facha. Cuando usted llegó al castillo ya se la habían vestido de princesa. Ah, eso es precisamente lo que iba a contarle —el Mono apagó la linterna y continuó— Esa tarde, Isolda cambió para mí. Se convirtió en mujercita, en una muchacha común y corriente. No hubo noche que no pensara en ella con su faldita roja, mostrando los muslos, dándose vuelta para menear las nalgas. ¿Usted sabe lo que significa eso para alguien como yo? ¿Que Isolda empezara a estar más cerca de mí que de usted?

—¡Ya! —lo interrumpió don Diego.

El Mono prendió la linterna y vio que el viejo sudaba y chasqueaba los dientes. Se le acercó y le puso la mano sobre la frente. Cogió un vaso de agua que había en la mesa y se lo pasó.

—Tome, don Diego. Me parece que le sentó mal la salida.

Lo ayudó a incorporarse y le puso el vaso en los labios. Don Diego apenas probó el agua.

—¿Qué hora es? —preguntó don Diego, arrebujado.

—Van a ser las seis y media.

—¿De la mañana?

—De la tarde.

El Mono regresó a la silla. Alumbró la pared y la luz de la linterna titiló y se puso más débil.

Como era domingo, Hugo, el paje, estaba de descanso y Dita bajó a encender las luces. Prendió las del vestíbulo principal y las del jardín de atrás. El salón colonial ya estaba iluminado porque ahí se mantenía el detective del DAS, junto al teléfono. Fue al salón de música y prendió la lámpara del techo. Se asustó al ver a Marcel Vandernoot sentado en una poltrona, y a él también lo sorprendió la luz.

—¿Qué hace aquí? —preguntó Dita.

—Nada —dijo él y se acomodó.

—Pensé que había salido. Debería conocer. No se ha movido de aquí ni un solo día.

—No vine de turismo —dijo Marcel. Se levantó, puso las manos en la cintura y estiró el cuerpo hacia atrás—. Con salir un rato a los jardines, tengo.

Dita se acercó a la ventana y dijo, si no estuvieran ellos lo disfrutaría más. Antes me encantaba salir a caminar. Muy pronto volverá a hacerlo, dijo Marcel. ¿Es una predicción?, preguntó ella. Marcel volvió a sentarse en la poltrona y le dijo, es cuestión de tiempo. Dita caminó hasta la otra ventana y afuera vio a dos policías que charlaban recostados en un árbol. Estoy harta del tiempo, dijo, lo que trae se lo lleva sin misericordia. Trae el amor, lo gasta y se lo lleva. Se lleva la memoria, los recuerdos, se va con tus fuerzas. También trae el dolor y, si se aguanta, queda una herida con la que toca vivir hasta que el maldito tiempo decida llevárselo a uno. Y no por las buenas, sino que nos deja alguna enfermedad para que conozcamos la eternidad antes de irnos. Dita se quedó en silencio y se sentó en otra poltrona, frente a Marcel. Él la miraba fijamente. El tiempo es el infierno, dijo ella. Marcel negó con la cabeza y dijo, se refiere a él como si fuera un tercero, como si no fuera parte suya. El tiempo somos nosotros, señora. Estamos hechos de tiempo. Dita suspiró y se sobó los brazos con desasosiego. No entiendo la vida, Marcel, todo esto, y lo que nos pasó con Isolda, me ha hecho pensar que mis años felices fueron apenas un ensayo de algo que, finalmente, no funcionó. Miró a Marcel, atenta a un comentario. No sé, dijo ella, tal vez esperaba mucho más de la vida. Es lo que esperamos todos, dijo él. Ella se recostó, echó la cabeza hacia atrás y tomó aire con fuerza.

—A Diego lo van a matar —dijo.

—Yo soy el que tendría que decir eso —dijo Marcel—. Mi oficio también es predecir.

—Pues lo trajeron en vano. Yo podría haberles dicho lo que va a pasar.

—Mi trabajo es ayudar a encontrarlo.

—Muerto.

—Todavía está vivo.

Dita le preguntó, ¿qué le hace falta para encontrarlo? No ha sido fácil establecer un diálogo con sus cosas, le respondió Marcel, es como si se negaran a hablarme de él. En toda la casa predomina otra energía, hay mucha fuerza en las cosas de ella. ¿De Isolda?, lo interrumpió Dita. Marcel se pasó la mano por la cara, fatigado. No hay un solo objeto de esta casa que no exprese algo de ella. A Dita se le aguaron los ojos y preguntó, ¿qué dicen? No hablan, aclaró Marcel, solo transmiten una energía muy limpia, brillante, como cuando usted abre una ventana para refrescar un cuarto.

—¿La siente? —preguntó Dita, con la voz quebrada.

—¿Usted no? —preguntó Marcel y ella bajó la cabeza.

En el jardín, entre las chicharras que chirriaban al comienzo de la noche, sonó un radioteléfono de algún policía. Dita se paró frente al reloj Meissen y de un cajón sacó una llave pequeña. Abrió con cuidado la puerta dorada y redonda, bordeada de rosas de porcelana, rojas, amarillas y azules, e insertó la llave en el agujero para darle cuerda. La giró varias veces, delicadamente, mientras miraba las agujas brillantes del reloj a punto de dar las siete.