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Isolda sale al jardín con la minifalda roja. Lleva una blusa blanca anudada arriba del ombligo y unos zapatos de tacón alto de su mamá. Camina sobre el piso adoquinado como un potro recién nacido. Abre los brazos para mantener el equilibrio. Está sonriente y feliz de haberse librado de sus vestidos de muñeca antigua.

La institutriz la llama desde adentro con alaridos en alemán, pero Isolda no le hace caso. Trata de caminar más rápido, apoyada al muro y muerta de la risa.

Nosotros fuimos al castillo a bajar corozos de las palmas. Cuando los señores no están, el jardinero nos deja cogerlos de las palmas de adentro. Y si están, pues los tumbamos desde el otro lado con un palo. Y a correr, que todavía es lo que más nos gusta hacer. Huir de peligros que no significan ninguna amenaza, perseguidos por nadie, simplemente correr hasta llegar al punto donde supuestamente estamos a salvo. Nos reímos sin aire, desmadejados, chocamos las manos y celebramos el botín.

Isolde, komm sofort herein! —grita Hedda apoyada en la baranda del porche. Tiene el pelo revolcado y parece recién levantada. Hace mucho que no salía del castillo y ahora se ve más vieja y acabada. Y no lleva tanta ropa como antes para protegerse del sol. Tiene una camisa de botones mal puesta y unos pantalones arriba del tobillo, pasados de moda.

—¡Corran! —dice uno de nosotros.

Algunos salen en carrera y los que quedamos no entendemos por qué se fueron. Isolda levanta la mirada, todavía jadeando por el cansancio, separa su pelo y se lo echa hacia atrás. De los tres que estamos solo me mira a mí. A los ojos. Y antes de que yo pueda entender qué me dice con su mirada, detrás de ella aparece Guzmán con un machete en alto y grita, ¡fuera, lárguense, fuera de aquí! A pesar de que nos conoce, cubre a Isolda como un escudo, volea el machete al aire y grita otra vez, ¡váyanse de aquí, culicagados! La toma del brazo y la escolta hasta el castillo. Mientras se la lleva, Isolda no deja de mirarme.