30

Mientras abría el candado, el Mono dijo en voz alta, este viejo me va a hacer caso a las buenas o a las malas. Abrió la puerta de un golpe y el resplandor de afuera encegueció a don Diego. A contraluz, no pudo verle al Mono la cara de furia que traía. Venga conmigo, doctor, dijo el Mono y lo agarró del brazo. Don Diego in tentó soltarse pero el Mono lo levantó a la brava.

—Venga conmigo, carajo —le repitió entre dientes.

A don Diego se le enredaron las piernas en la cobija y se fue de bruces. El Mono alcanzó a agarrarlo antes de que cayera al piso.

—Me está lastimando —le dijo don Diego.

Sin dejar de arrastrarlo, el Mono le respondió:

—Ya me mamé de usted.

En el pasillo se cruzaron con Garlitos, que tenía un plátano en la mano, y en la sala los esperaban Maleza y Caranga.

—¿Qué está pasando? —preguntó don Diego—. ¿Para dónde me lleva?

—Para allí no más —dijo el Mono y lo empujó hacia la puerta de la cabaña.

Don Diego se cubrió los ojos con el brazo para protegerse de la luz.

—Suélteme. Yo puedo caminar solo.

—Pero si ni puede ver, don Diego. De pronto se me cae.

Luego el Mono llamó a los otros:

—Listo, Caranga, vengan todos.

La tarde estaba fría como todas las tardes en Santa Elena. No había sol y venteaba fuerte, como siempre en agosto. En cualquier momento podría largarse a llover por horas. Ya el pasto estaba húmedo, como si hubiera llovido el día anterior. El Mono salió con don Diego, sin soltarlo del brazo, y se alejaron a pocos pasos de la cabaña. Don Diego abrió los ojos, muy despacio. Le dolían con la luz. Miró alrededor y reconoció el paisaje, encerrado en árboles, que había visto unas semanas antes.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Hora de tomarle su foto —le respondió el Mono y le hizo un gesto a Caranga para que se acercara. Don Diego lo vio venir con la misma cámara con la que, la otra vez, Twiggy intentó tomarle la foto.

—Primero muerto —dijo y se arrodilló en la tierra.

—Pues muerto y todo se la tomamos —dijo el Mono, y agarró una piedra del suelo. Le dijo a Caranga—: Tómala como sea.

Don Diego se acurrucó en el suelo y se tapó la cara.

—Dale, empezá —ordenó el Mono.

Caranga comenzó a tomar fotos.

—Se está tapando —dijo—. Así no sirve, podría ser cualquiera.

—Esperá —dijo el Mono, y llamó a Garlitos y a Maleza—. Quítenle la ropa —les dijo.

Los otros tres se miraron. El Mono jugó con la piedra, se la arrojaba de una mano a otra. ¿No me oyeron?, les dijo. ¿Toda?, preguntó Maleza. Toda. Entonces se acercaron con precaución y don Diego, viejo y todo, los recibió a patadas. Dejá la cámara, Caranga, y ayúdalos. Maleza logró agarrarle las piernas y Garlitos le inmovilizó los brazos. Don Diego gruñía y maldecía. Caranga le desabrochó los pantalones y se los bajó hasta las rodillas. Luego se le sentó sobre los muslos para que Maleza terminara de quitárselos. Don Diego se dio vuelta para zafarse, pero cuando se vio en sus calzoncillos lánguidos y sucios, con la piel floja que apenas le forraba los huesos, no aguantó y se puso a llorar descontrolado. Caranga y los otros miraron al Mono como preguntándole qué hacemos.

—Sigan —les respondió con un bufido.

Volvieron a agarrarlo para sacarle la chaqueta y el suéter. Garlitos empezó a desabotonarle la camisa y el Mono le gritó:

—Sin mancadas, Garlitos.

El Mono se acercó a don Diego y de un tirón hizo que saltaran todos los botones. Ustedes quítenle la camiseta y los calzoncillos, les ordenó. Los otros ya ni miraban al Mono. Don Diego lloraba. Miserables, les dijo, cobardes, malditos.

—¿Las medias también? —preguntó Carlitos.

El Mono resopló y caminó con pasos largos alrededor de don Diego, como una fiera que busca el lado para hincarle el diente a su presa. Iba y venía sin dejar de mirarlo, amasando la piedra entre las manos.

—No, déjenselas —dijo.

Caranga recogió la cámara y Maleza y Carlitos agarraron a don Diego. Lo estiraron de las manos y los tobillos hasta que don Diego suplicó. Mátenme, les dijo ya cansado del forcejeo, del llanto, de la humillación y del frío. Caranga disparó varias fotos desde distintos ángulos. Don Diego no dejó de apretar los ojos ni de mover la cabeza de lado a lado. Solo se quedó quieto cuando oyó que Caranga dijo, se acabó el rollo, Mono. Entonces se sorprendió tanto como ellos con los gritos que se oían en toda la montaña. Estaban tan perturbados que se demoraron en entender que quien gritaba era el Cejón, encerrado en otro cuarto. El Mono se agarró la cabeza y se revolcó el pelo. Levantó el brazo en el que tenía la piedra y se la arrojó a don Diego, pero falló y la piedra rebotó en el pasto. Iracundo, soltó un bramido, corrió hasta don Diego y le mandó una patada en las costillas. Don Diego quedó sin aire, doblado y con la boca abierta. El Mono abrió los brazos y le gritó al viento, vida hijueputa la mía.