Dejaron Alemania y se fueron seis meses de compras a París. También a gozar la vida, a vivir ahora que se puede, como decía don Diego desde los veinticinco años, cuando le pidió a su papá la herencia en vida. Ya había ajustado otro tanto diciendo lo mismo y viviendo como se lo propuso. Pero hasta París cansa y cuando creyeron que ya tenían lo elemental para aperar el castillo, que seguía en construcción, decidieron viajar a Colombia.
Abordaron un barco de la naviera Norddeutscher Lloyd con sus baúles de ropa y treinta guacales de todos los tamaños. Dita prefirió el barco al avión para desprenderse lentamente de lo suyo.
—El aire irá cambiando poco a poco, y el cielo y el clima —le dijo a don Diego—. Un avión no te da tiempo de saborear la nostalgia, te lleva muy rápido y cuando llegas tienes que ocuparte de tu nueva vida. En cambio el barco… Tienes todo el tiempo del día para los recuerdos, para extrañar. Puedes sentir la distancia en la estela del barco, en los colores del agua. Todo el mar es uno solo. Hasta puedo llorar recostada en la baranda, sabiendo que esas aguas son el mismo mar del Norte.
—Podrías arrepentirte en el trayecto —la interrumpió don Diego.
—No —dijo segura.
—Me gusta lo del barco —dijo él—. Así como lo cuentas, se parece más a las películas.
Dita le sonrió. No todo será pérdida, también iré ganando, le dijo. Iré dejando el frío para habituarme al trópico. Nadie puede acostumbrarse al trópico, le alegó don Diego. Creo que ni siquiera puedes imaginártelo, menos mal que solo estaremos de paso, después en Medellín encontrarás un clima más amable. Está bien, dijo ella, entonces que el viaje sirva para acostumbrarme más a ti.
Llegó el día de partir y abordaron muy abrigados por el invierno europeo. Se sorprendieron de que todavía tanta gente prefiriera viajar a América en un transatlántico. Ya se pronosticaba el fin de esa ruta. Sin embargo, aún mantenían las comodidades y los lujos que venían ofreciendo durante décadas.
—Espero que este viaje también nos apacigüe los nervios —le dijo don Diego a Dita cuando se acomodaron en un camarote de primera clase.
—Si ese comentario es por mí, olvídalo. Lo que menos tengo es miedo —le dijo ella.
—Tú eres mi responsabilidad, Dita.
Ella se rio.
—Vas a ver que será al revés —le dijo—. Tú serás mi responsabilidad el día que menos te des cuenta.
Mientras dejaban el Mediterráneo, él pudo disimular su desasosiego, pero cuando cruzaron Gibraltar, don Diego se ubicó en la proa y miró hacia delante la inmensidad del Atlántico, que se fundía en una tarde gris. Estaba solo. Dita prefirió quedarse atrás, con la mayoría de los pasajeros, para mirar la tierra que dejaba. El barco se despidió con un bocinazo largo y ronco. Don Diego sintió que le esperaba una vida tan incierta como la de Dita. Aferrado a la baranda y mecido por olas más altas, se sintió, por primera vez en su vida, un hombre maduro. Pensó que tal vez ya no estaba en edad para seguir con los sobresaltos de la juventud. En la página que acababa de pasar habían quedado las ligerezas, los excesos, los tragos y las mujeres de más. Pero lo que realmente lo abrumaba era la paradoja de abandonar la soltería y seguir soltero.
Esa noche se lo comentó a Dita, en el comedor, después de tres copas de champaña.
—Van a querer ver las fotos de la boda.
Dita siguió comiendo callada. El mar estaba embravecido desde temprano y los meseros tambaleaban con las bandejas. Don Diego insistió:
—Y las invitaciones, las tarjetas, van a querer oír la historia.
Una sacudida del barco hizo que el pianista se equivocara de teclas. Ella miró a los pasajeros de las mesas que tenía cerca. Les sonrió a los que también la miraron.
—Me vas a obligar a mentir, Dita.
—¿Y por qué no puedes decir la verdad? —preguntó ella.
—Porque lo normal es que seas mi esposa.
—Lo soy.
—No lo eres.
—¿Ah, no? —le reclamó ella y lo miró, decidida, a los ojos.
El la evitó y miró su plato, que apenas había probado.
—Tú sabes a lo que me refiero —le dijo él.
Algunos pasajeros se retiraron sin esperar a que les ofrecieran café y postre.
—Sírveme otra copa —le pidió ella—, que si voy a marearme, prefiero que sea por el champán.
Don Diego sirvió para los dos.
—Me estás faltando a una promesa —dijo Dita.
—¿Cuál de todas las que te he hecho?
—No volver a hablar del tema.
Un mesero perdió el equilibrio y cayó al piso, con bandeja y todo. El estruendo los asustó. El pianista dejó de tocar. Dita vació la copa entera en su boca y dijo:
—No te preocupes, las otras me las has cumplido.
Los ojos le brillaron y le tomó la mano a don Diego.
—Mejor vámonos para el camarote —dijo Dita—. Aquí va a empezar a caerse todo.
Antes de irse, ella miró la botella en la cubeta y, como todavía quedaba media, la agarró del cuello y se la llevó.
Caminaron agarrados uno del otro, apoyados en los pasamanos y en las paredes. Dita se quitó los zapatos al llegar al camarote y él se echó en la cama. ¿Estás bien?, le preguntó ella. Por Dios, le contestó don Diego, he cruzado este océano desde los catorce años, y me han tocado tormentas peores. No comiste nada, dijo ella y empezó a desvestirse. El todavía no se acostumbraba a una desnudez tan a la mano en una mujer de bien. Nunca se lo dijo, pero prefería que ella se cambiara en el baño y saliera con su bata de dormir. El no era capaz de desnudarse frente a ella, siempre salía en piyama. Otra cosa era que lo desvistiera después.
Ella no se vistió, sino que dio tumbos desnuda por el camarote. ¿Qué buscas?, le preguntó él. Dita alcanzó a llegar hasta un sillón donde había dejado la botella. Esto, dijo, y bebió del pico.
—Dita.
—¿Qué?
Don Diego no pudo responder. Lo que veía le había disparado el recuerdo de cada puta que tuvo. Ella zigzagueó hasta la cama y se acostó junto a él. Estás pálido, le dijo ella, ¿seguro que estás bien? Don Diego asintió y ella lo abrazó. El seguía de saco y corbatín. Dita agarró otra vez la botella y bebió. ¿Quieres?, le ofreció. Espérate, traigo dos copas, dijo él. Intentó levantarse pero el barco se ladeó y lo tumbó a la cama, sobre ella. Dita se rio a las carcajadas. No te burles. Ella le agarró la mano y se la besó. Ven, le dijo ella, quédate aquí. Entonces levantó la botella y, desde lo alto, dejó caer un chorrito de champaña sobre su ombligo. Don Diego la miró aturdido.
—La copa soy yo —dijo Dita.
Él le quitó la botella y la puso en la mesa de noche.
—Bebe —le dijo ella.
Don Diego le miró el charco de champaña en el ombligo, intentó inclinarse pero sintió una arcada. Corrió al baño, bamboleándose, tiró la puerta y vomitó.
Por fin los vientos tibios soplaron por las terrazas del barco y los pasajeros pasaron más tiempo tendidos en las asoleadoras. Guardaron en las maletas la ropa de lana y pesada del invierno. Ya podían dormir con las ventanas abiertas, aunque poco después tuvieron que cerrarlas para prender el aire acondicionado. Dita se sintió muy bien con el cambio de clima, pero don Diego se quejaba. Ella imaginó que el calor era igual en todas partes del mundo. El del Caribe, sin embargo, le pareció distinto.
—La diferencia son los olores —dijo él—. El calor levanta de todo.
—No te pones la ropa adecuada —le dijo Dita.
—Ninguna ropa de verano es adecuada —renegó don Diego—. Es deslucida, no viste bien.
El barco hizo una escala en Santo Domingo, donde Dita se enfrentó, por primera vez, con una nueva civilización.
—Hay algo distinto además de los olores —dijo Dita.
—¿Qué?
—Me parece que todo.
Nada de lo que vio se le pareció a algo que ya conociera. Ni siquiera los carros, que eran más coloridos, descapotados, largos y amplios. Ni los baños, ni las camas, ni la ropa ni la gente. La parada fue muy corta para que terminara de sorprenderse con el nuevo mundo.
—Y eso que no has llegado a Barranquilla —le dijo don Diego.
—¿Es mejor?
El hizo un gesto que Dita no supo si era de burla o molestia.
—Es Barranquilla —dijo don Diego, sin agregar nada más.
El aire acondicionado no enfriaba mucho y don Diego dormía incómodo. Ella estaba acostumbrada a las noches calurosas de los veranos europeos, pero tampoco dormía bien en el barco. No se quejaba y se ponía a mirar el mar oscuro por la ventana, tomándose el resto de vino que siempre rescataba de la cena.
Una noche, desconcertada, despertó a don Diego. Mira, le dijo señalando la ventana. ¿Qué pasa?, preguntó él. Afuera, dijo ella. Don Diego se incorporó y tanteó las gafas en la oscuridad. No se ve nada, dijo, el vidrio está empañado. Detrás del vidrio, le aclaró Dita, y él al fin vio las hebras blancas que atravesaban la ventana.
—Es el viento —le dijo él, y volvió a acostarse.
Miles de hilos blancos, muy finos, oscilaban de lado a lado sobre el cielo esclarecido por la luna. Dita no se atrevió a limpiar el empañamiento por miedo a borrar el efecto. Incrédula, le preguntó otra vez, ¿el viento? Don Diego rezongó intentando atrapar el sueño. No sabía que el viento podía verse, dijo Dita y volteó a mirar a don Diego, pero él ya se había cubierto la cara con la sábana. Ella se acomodó en el sillón frente al vidrio para seguir mirando, hasta que le llegó el sueño y se quedó dormida.
Dos días después, en medio de un calor infernal, bajo un sol que distorsionaba el horizonte, llegaron a Puerto Colombia. Varios negros en canoa rodearon el barco y decenas de niños se botaron al mar, sonrientes y en pelota. La bandera, con los tres colores desteñidos, apenas se movía por la falta de brisa. En pocos segundos Dita entendió por qué don Diego no había comentado nada cuando mencionó Barranquilla. Con horror y fascinación miró a su paso chozas, tierra, arena, desorden y pobreza. Por no ofender, se abstuvo de preguntarle a don Diego si así sería el paisaje de Medellín. El, a punto de derretirse, se ocupaba de los guacales que seguirían su trayecto por el río, y del equipaje que iría con ellos en el avión.
Dita esperó sentada bajo un ventilador ruidoso, muerta de la sed. Don Diego le había advertido que no aceptara nada de beber. Entre el gentío y la bulla se la carcomía por dentro la duda de si había cometido un grave error.