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Las cortinas estaban cerradas, las luces apagadas, y en el centro había una lamparita de cristal con una vela negra encendida que Marcel había traído desde Bélgica. Debajo de la lámpara tenía extendido un mapa de Medellín. La llama alumbraba el gesto de incredulidad de los que integraban el grupo. Además de Rudesindo, había otros cuatro: dos parientes, el mayor Salcedo y Dita, que no quería participar, pero el belga se lo exigió para garantizar el resultado.

—Ahora quiero que se tomen de la mano —les dijo Marcel Vandernoot. Hablaba en francés y Rudesindo traducía—. Ni muy fuerte ni muy suelto, apenas lo necesario para conectar las energías. Inspiren por la nariz y espiren por la boca. Y cierren los ojos, por favor.

Afuera se oía el viento que cruzaba entre las ramas, los pájaros que seguían alborotados a mediodía y los murmullos de los policías que rodeaban el castillo. El mayor Salcedo les había pedido silencio, pero también que estuvieran atentos a cualquier orden. De repente, Marcel podía dar con la ubicación. En realidad, nadie sabía qué esperar, pero en la familia habían decidido combinar esfuerzos y conocían, de buena fuente, el talento de Vandernoot para encontrar objetos y personas perdidas.

—Una cosa es un perdido y otra, muy distinta, lo de Diego —les alegó Dita en su momento.

—Para el caso es lo mismo— le respondieron.

A ella el cansancio la había vencido para alegar.

—Han pasado tantas cosas —dijo—. Hagan lo que quieran.

El día anterior, Marcel se la pasó encerrado en los espacios que frecuentaba don Diego. Primero fue a su cuarto. Tocó y sobó todos sus objetos personales. Se miró en el espejo en el que don Diego se miraba, repasó sobre su cara la brocha de afeitar, el peine sobre el pelo, se untó de su colonia y hasta se sentó en el inodoro donde don Diego lidiaba con el estreñimiento. Luego se vistió con ropa de él y se echó en su cama.

En la tarde se encerró en la biblioteca y hojeó libros y revistas extranjeras. Prendió el radio en el que don Diego escuchaba los programas de la Deutsche Welle que emitían desde Bonn, y también los de Radio Exterior de España. Hurgó en la colección de discos y oyó fragmentos de sus óperas favoritas. Vio desde la ventana el mismo Medellín que don Diego miraba pensativo. Vio el humo de las fábricas, el río, los gallinazos, el aeropuerto y las montañas altas y verdes que ahogaban el horizonte.

En la noche se sentó a cenar en el puesto de don Diego. Dita lo vio y se regresó a su cuarto. Pidió que a ella le subieran la comida. Antes de irse a dormir, Marcel la buscó y le preguntó si había algún inconveniente en que él durmiera en la cama de don Diego.

—Hay todos los inconvenientes —respondió ella—. Antes agradezca que le cedí el cuarto de mi hija —dijo y le cerró la puerta en la cara.

Al otro día, antes de la sesión, ella se le quejó de nuevo a Rudesindo. Se pone la ropa de Diego, todo lo toca, todo lo mueve, entra a todas partes. Es su trabajo, dijo Rudesindo, ya se te olvidará esto cuando encuentre a Diego. Pero si el que parece perdido es él, alegó Dita, deambula por toda la casa, se mete a todos los rincones. Rudesindo la convenció: había traído a Marcel desde muy lejos como para no dejarlo trabajar a su manera. Dita se aguantó y ahí estaba, entonces, sentada alrededor de la vela y tomada de la mano con los demás, en espera de otra instrucción de Marcel.

—Espíritu de Diego —dijo Marcel en la mesa, y antes de que Rudesindo pudiera traducir, Dita se soltó de las manos y se paró, furiosa.

—¿Cuál espíritu? —preguntó.

Marcel abrió los ojos. Los otros también se soltaron.

—¿Cuál espíritu? —volvió a preguntar Dita—. Necesito saber si su esposo sigue con nosotros —dijo Marcel.

—¿Vino a buscar a un muerto o a un vivó?

—Dita —intervino Rudesindo.

—¿Qué está pasando? —preguntó uno de los parientes, que no entendía francés.

Dita corrió la silla hacia atrás y pidió permiso. ¿Qué pasa?, preguntó otra vez el pariente. Está muy nerviosa, y no es para menos, explicó Rudesindo. Rompió el círculo, le dijo Marcel. Rudesindo no entendió. Necesitamos a otro, le aclaró Marcel. No hay nadie más, dijo Rudesindo. ¿Qué pasa?, preguntó el pariente. Necesitamos a otro. ¿Por qué? Por algo de un círculo, dijo Rudesindo, molesto. ¿Esto sí será serio?, preguntó el otro pariente. Alors, dijo Marcel. Un pariente codeó al otro, cuidado que este entiende todo. No hay nadie más, le dijo Rudesindo a Marcel, pero justo cruzó frente a ellos Hugo, que andaba recogiendo la platería para limpiarla. ¿Cualquiera sirve?, le preguntó Rudesindo a Marcel. Mientras quiera hacerlo…, respondió.

Twiggy bailaba frente al Mono, que seguía en la cama, comiéndose las uñas. Se contoneaba en zigzag con los brazos en alto y cantaba con el radio, un rayo de sol, oh, oh, oh. Provocaba al Mono con sus ojos engrandecidos a punta de pestañas postizas, lo miraba con apetito mientras flexionaba las rodillas y se acariciaba los muslos, me trajo tu amor, oh, oh, oh