26

El Cejón armó una bronca tremenda y anunció que se iba a pie para Medellín. Arrancó a caminar con pasos largos y se tropezaba con las piedras. Maleza y Caranga lo llamaron varias veces desde la cabaña pero el Cejón no les hizo caso. Cuando llegó a la portada, Caranga sacó el revólver, echó un tiro al aire y el Cejón se frenó.

—El próximo te lo pego en la cabeza —le advirtió Caranga.

—No seas bruto —le dijo Maleza—. ¿Cómo se te ocurre disparar?

Carlitas salió asustado, con la pistola en la mano.

—¿Qué pasó?

—Vayan por él —ordenó Caranga.

—¿Por qué disparaste? —preguntó Garlitos.

—Vayan por él, carajo. Ese tipo es más peligroso que una bala perdida.

Maleza y Garlitos caminaron hasta la portada. El Cejón salió en carrera cuando los vio acercarse.

—¡Agárrenlo! —les gritó Caranga.

Los otros dos corrieron detrás y el Cejón se caía y se paraba y se volvía a caer. Lo alcanzaron y el Cejón se botó a una zanja y empezó a patalear. Maleza se quitó la correa del pantalón, la giró en el aire y le soltó varios latigazos. Carlitos logró inmovilizarlo y con la misma correa le ataron las manos.

Don Diego pegó la oreja a los tablones de la ventana apenas oyó el tiro. Lo único que entendió fue cuando gritaron «agárrenlo». Una hora antes los había oído discutir. Pensó que sería un alegato cualquiera. Hasta llegó a creer que habían venido a rescatarlo y por eso el tiro, aunque al rato oyó que abrieron el candado y luego la puerta. Caranga empujó al Cejón, todavía maniatado, adentro del cuarto.

—Ahora son dos —dijo Caranga y los encerró.

El Cejón lloró tirado en el piso. Don Diego se sentó en el catre. El Cejón se levantó furioso y le dio dos patadas a la puerta, tambaleó y volvió a caer al suelo. Se arrastró hasta la pared y se recostó. Lloró un rato más hasta que don Diego se le acercó y le desató las manos. Apenas pudo hablar, el Cejón le dijo:

—Están escondidos en los rastrojos. Llevan varios días ahí. Son más de cien.

—¿Quiénes? —preguntó don Diego.

—Los soldados. Son más de cien. Se bajaron en el cerro del lado por las cuerdas del helicóptero. Se han ido acercando. Nos van a matar a todos. A usted también.

—¿Se mueven? ¿Los ha visto acercarse?

El Cejón asintió y otra vez se puso a llorar. Nos van a atacar y ellos no me creen. Don Diego tomó un vaso de la mesita de noche para darle agua. Estaba vacío. Cálmese, hombre, le dijo al Cejón. Fue a la puerta y la golpeó dos veces. Abran, gritó hacia afuera. Tengo tres hijos, dijo el Cejón, entre gemidos. Don Diego golpeó de nuevo pero nadie apareció. Se paró frente al Cejón y le preguntó:

—¿Está seguro de que son soldados?

En Medellín había empezado a llover con fuerza. Un aguacero se vino desde el sur y el río crecía en su canalización. El cielo se cerró y se oscureció más pronto. Dita no oyó el pito de la limusina, ni el timbre de la puerta, ni a los parientes cuando entraron. Hugo fue a llamarla al cuarto y la encontró tendida en la cama, arropada con un manto de cachemira. La esperan abajo, le dijo Hugo. ¿A qué horas llegaron?, preguntó ella, despistada. Acaban de llegar. ¿Con este aguacero? Hugo salió y ella se arregló un poco frente al tocador.

Todos se pusieron de pie cuando Dita entró al salón. Le llamó la atención la estatura del belga. Les sacaba más de una cabeza a los demás. Se lo presentaron: Marcel Vandernoot, dijo él, y la saludó en francés.

Ella nunca estuvo de acuerdo con traerlo. No creía en esas cosas. Los parientes insistieron en que había que agotar todos los recursos, pero lo que menos le gustaba era que tenía que hospedarlo en el castillo. Así lo había exigido él para garantizar su trabajo. Ella se tranquilizó cuando vio entrar a Guzmán con una maleta pequeña. Le indicó que la subiera y a los señores les preguntó si querían tomar algo.

En Santa Elena todavía no llovía aunque el cielo estaba encapotado. Los muchachos sintieron cerca el motor de una moto y se alertaron. El ruido no les sonó familiar. Todavía quedaba algo de luz y Maleza salió a mirar. En la portada se cruzó con el Mono, que subía a pie.

—¿Esa era la moto de Twiggy? —preguntó Maleza.

—¿Qué fue lo del tiro? ¿Quién disparó? —preguntó el Mono.

—¿Cómo supiste?

—¿Quién disparó, maldita sea?

—Caranga.

El Mono entró agitado a la cabaña. Garlitos y Caranga jugaban a las cartas, Maleza había dejado el naipe bocabajo sobre la mesa. El Cejón se nos iba a volar, dijo Maleza, pero ya el Mono estaba enfrentando a Caranga. ¿Qué hiciste, gran güevón? Se iba a ir, Mono. ¿Y no se te ocurrió algo mejor que dispararle? No le disparé. Ah, dijo el Mono, qué maravilla. Oyó unas patadas contra la puerta del cuarto donde tenían encerrado a don Diego. Es él, dijo Maleza. ¿Don Diego? No, el Cejón. Qué hijueputas tan brutos, les dijo el Mono y salió hacia el cuarto.

—¿Vos le contaste? —le preguntó Caranga a Maleza.

—Ni me saludó —dijo Maleza—. Lo primero que hizo fue preguntar por el tiro.

—¿Quién lo trajo? ¿De quién era esa moto? —preguntó Garlitos.

—Yo le pregunté lo mismo y no me contestó.

Oyeron un grito y luego el Mono llamó a Caranga desde el pasillo. Tenía al Cejón agarrado del cuello y lo empujó hacia delante. Metelo en otro cuarto, le dijo. El Cejón sangraba por la boca y tenía la mirada perdida.

—Qué vergüenza con usted, don Diego —dijo el Mono, y cerró la puerta a sus espaldas apenas entró.

En el castillo, Marcel Vandernoot se excusó de cenar con Dita y los parientes, dijo que después de semejante vuelo quería descansar y limpiarse un poco.

—Venga, le muestro el baño —le dijo Dita.

—Me refiero a limpiarme —aclaró Marcel, y giró las palmas de las manos junto a las sienes.

—Ah —exclamó uno de los parientes.

—Entonces venga y le enseño el cuarto —dijo Dita y añadió—: Haré que le suban algunas frutas por si le da hambre más tarde.

—Y un vaso de leche, por favor.

Subieron al segundo piso y ella le explicó:

—El cuarto de huéspedes lo tiene ocupado la policía. Está lleno de aparatos y de cables. Esta casa es rara: tenemos muchos salones y pocas habitaciones.

Cruzaron el pasillo y ella se detuvo frente a una puerta cerrada.

—Es el de mi hija —dijo y abrió con delicadeza.

El cuarto era impecable. La cama de dosel estaba tendida y sobre ella había dos animales de peluche; sobre el nochero, un arreglo de flores. Dita cerró las cortinas. Puede usar el lado derecho del armario, veo que no trajo mucha ropa, ¿se va a quedar poco? Marcel observaba embelesado los dibujos pegados, como cenefa, en las paredes. Cada cartón era una pintura colorida y delicada donde unos conejos con un cuerno en la frente hacían alguna gracia, entre flores y arbustos.

—¿Qué son? —preguntó Marcel.

—Almirajes.

—¿Quién los hizo?

—Isolda.

Marcel giró despacio para repasarlos. Ahí está el baño, dijo Dita y le mostró una puerta. Hay toallas y jabón, si necesita algo más puede pedírselo a Hugo. Ya lo conoce. Sí, dijo Marcel, cerró los ojos y respiró profundo. Dita lo miró extrañada. Él inspiró de nuevo, alzó los brazos y los bajó despacio, como si aplastara aire sobre su cabeza. Luego abrió los ojos y sonrió.

—La energía es maravillosa —dijo.

—Descanse —dijo ella.

Dita se detuvo a punto de salir. Una cosa más, señor Vandernoot, el reloj va a sonar todos los días a las seis y media de la mañana. Marcel lo buscó con la mirada. Ahí, le dijo ella, sobre la mesa de noche. No lo desconecte, solo apriete el botón para silenciarlo. Pero no lo necesito, dijo él. No importa, dijo Dita, déjelo así, a Diego le gusta que suene. Ya digo que le suban su vaso de leche.

El Mono paseó en redondo por el cuarto. Se detuvo frente a la pared y con el dedo siguió el trayecto de una grieta.

—A ella no la habría traído acá —dijo pausado—. Le hubiera conseguido una casa bonita, con un cuarto acogedor, sin humedades, un baño limpio, y hasta le habría puesto un televisor para que se entretuviera.

—¿Y también le habría dejado siempre la luz prendida? —preguntó don Diego.

—No me ha entendido, doctor. Le estoy diciendo que con ella todo hubiera sido distinto. ¿Cómo la iba a tratar igual que a usted si a ella la quise desde siempre? —el Mono se recostó en la pared, pensativo—. Nunca había hecho cuentas, pero me pasé diez años esperándola.

Don Diego también se puso de pie y arqueó la espalda un poco hacia atrás.

—Fíjese —le dijo— que aquí, en estas condiciones, he comprobado, precisamente, que la vida es sabia.

—¿Lo dice porque aquí está usted y no ella?

—Entre otras cosas, sí —dijo don Diego.

Caminó en círculos, como si pisara los pasos que había dejado el Mono. Y lo miraba con sorna cuando pasaba frente a él.

—No le están saliendo las cosas, ¿verdad? —le preguntó don Diego.

—Todo va bien.

—¿Y el balazo de hace un rato?

—Gajes del oficio.

—¿Afinando puntería? —dijo don Diego y se rio otra vez, con más ganas.

—La puntería la tengo buena, doctor —respondió el Mono—. Espero no tener que demostrárselo.

—Me haría un favor si lo hiciera —don Diego se paró frente al Mono, apenas a un paso de distancia—. No tendría que apuntar —le dijo y se puso la mano sobre el corazón—. Solo tendría que poner su arma acá, y ya.

—Y ya —repitió el Mono.

Don Diego le alcanzó a sentir el tufo aguardentoso, le detalló los ojos irritados y las ojeras que los sostenían. También le sintió la respiración más pesada, como la de él.

—Creo que los dos llegamos tarde a esto —le dijo don Diego—. Yo como su víctima y usted como mi victimario —hizo una pausa y añadió—: Por donde se le mire, usted saldrá perdiendo y yo ganando.

—No, don Diego, si mucho habré perdido mi tiempo. A mí un muerto más o uno menos no me cambia la vida.

—¿A ese punto ha llegado?

El Mono lo miró con arrogancia y le dijo:

—Ay, don Diego. Qué poco sabe usted de la vida.

Afuera sonó el llanto del Cejón, que suplicaba algo incomprensible. Los otros también le gritaron para callarlo.

—Discúlpeme, pero parece que me necesitan —dijo el Mono.

—Apágueme la luz, por favor —le pidió don Diego.

El Mono caminó de espaldas hacia la puerta. Y apenas iba a salir, le dijo:

—¿Por qué no cierra los ojos?