Febrero era un mes para morirse en Berlín. Las temperaturas bajaban como si el invierno echara raíces para quedarse. El frío intenso y prolongado acentuaba el cansancio de tantos meses helados a cuestas, y hacía eterna la espera de la primavera. Los vientos aumentaban la irascibilidad en las calles y la gente revivía la creencia que tuvieron en la guerra: el invierno ha sido siempre el principal aliado de los enemigos. Para ratificarlo, los berlineses de la posguerra recordaban, como una de sus peores épocas, aquel invierno durante el bloqueo del 48.
Para don Diego, los meses fríos no eran parte de un ciclo sino la posibilidad de romper con la rutinaria tibieza de Medellín. Le gustaban los días azules y helados para caminar y pensar. Y en las últimas dos semanas había caminado y pensado mucho sobre su situación sentimental con Dita. Se tragó solo su confusión porque ni siquiera quiso contarle a Mirko de la propuesta de ella para vivir juntos sin casarse. Tal vez Mirko se habría burlado de su ingenuidad en plena mitad del siglo XX, o habría sacado su discurso nacionalsocialista para criticarla por salirse del orden. Don Diego incluso presentía que Mirko nunca lo miraba de igual a igual. No podía evitar sentirse aludido cuando lo oía perorar de la «higiene racial», y sabía que Latinoamérica era parte de su mapa discriminatorio. Si eran amigos, era porque don Diego parecía y se comportaba como europeo, y compartían el gusto por la música y la buena vida. El caso es que ni Mirko sabía de la procesión que cargaba don Diego por dentro.
Mientras tanto, Dita iba tranquila a sus talleres de arte, hecha a la idea de que don Diego había huido, espantado para siempre. Ya le había hablado de él a su familia, pero no alcanzaron a conocerlo. De haberlo hecho, tal vez don Diego entendería los pensamientos liberales de Dita, muy afines a los de su padre.
Después de mucho pensarlo, don Diego volvió a buscarla. La esperó una tarde junto al portón del edificio, a diez grados bajo cero, sin anunciarle la visita. Ella casi no lo reconoce por lo arropado. Sube, por Dios, le dijo, ¿por qué no llamaste antes? Tenía que pasar por donde Arcuri y cuando salí tuve el impulso de venir. Ah, un impulso, dijo ella. Dita, llevo una hora congelándome, uno no espera tanto por un impulso, dijo don Diego, y la siguió, escaleras arriba, hasta el apartamento.
Dita prendió el calentador de gas y le sirvió un coñac. El, todavía con guantes, abrigo, bufanda y sombrero, le tomó la mano y le dijo:
—No voy a subestimarte al intentar que cambies de opinión. Es posible que estemos cometiendo un error, pero estaremos juntos para asumir lo que pase.
—No es un error —reiteró Dita, y él la calló con un dedo en la boca.
—No justifiques nada.
Sacó del bolsillo de su abrigo un regalo pequeño, envuelto en papel dorado, y se lo entregó. Ella lo desempacó con cuidado y entre el papel asomó una cajita aterciopelada.
—Sería raro darte un anillo si no vamos a casarnos.
Dita abrió la caja. Adentro había un prendedor de plata con incrustaciones de diamantes y en forma de llave.
—Esta es la llave que nos abre y nos encierra para siempre —le dijo don Diego—. Guárdala tú, que eres más cuidadosa.
Dita insertó el prendedor en su camisa, pero no pudo abrocharlo.
—Ayúdame —le pidió a don Diego.
—No puedo. Sigo con los dedos entumecidos.
Ella le retiró el guante de cuero y metió la mano de él entre las suyas. La acercó a su boca y la sopló con aire tibio, sin dejar de mirarlo a los ojos. Le masajeó los dedos fríos y, después, los rozó, uno a uno, con cinco besos.
Bajo la supervisión de los hermanos Rodríguez, se empezó con la remoción de tierra en el lote donde se construiría el castillo. Don Diego les había enviado los planos con todas las recomendaciones de Enrico Arcuri. Los arquitectos Rodríguez tenían la tarea de adaptarlos al terreno, a los gustos y a las necesidades de don Diego. Este Arcuri, les dijo él, diseñó hasta un foso para fieras. Y por favor, que mi biblioteca quede en lo más alto, ojalá en una de las torres. Arcuri, dijo don Diego, la puso abajo porque no conoce la vista de la loma.
H. M. Rodríguez e Hijos era la firma de arquitectos con más prestigio en Medellín. Había construido las quintas más importantes y el imponente edificio donde quedaba la farmacia Pasteur. Los hijos, sin embargo, recién habían llegado de Estados Unidos con la modernidad en sus venas y se rieron a carcajadas cuando desenrollaron los planos que les envió don Diego desde Berlín. Pues tráguense la risa, les dijo el padre, y prepárense a construir el último castillo en estas tierras.
Empezaron por replantear el soporte del edificio. No lo harían en arcos de crucería, sino en muros de ladrillo macizo con entrepisos de concreto armado. Incorporarían más elementos de tendencia déco, vitrales de colores para aprovechar el sol en sus extremos, una piscina con terminaciones geométricas, cambiarían el cemento en los techos por maderas finas machihembradas y, por supuesto, pondrían jardines en lugar del foso que circundaba el castillo.
—¿Qué piensa ese Arcuri? ¿Que aquí vivimos en plena barbarie?
De un momento a otro, la estrecha loma de los Balsos quedó invadida de camiones que subían y bajaban con tierra, arena y materiales. Don Diego llamaba desde Europa y daba órdenes: hay que hacer un repostero, un cuarto para las ropas, otro para planchar y otro para la leña, ah, y aparte, una casa para el jardinero, que esa se le pasó a Arcuri. Y la biblioteca en una de las torres, no se les olvide.
Él, mientras tanto, hacía planes con Dita para regresar a Colombia. Visitaban tiendas de decoración, galerías de arte y anticuarios. Llenaron baúles con lámparas, telas, pinturas, porcelanas y vajillas. Pero un día don Diego sintió que Berlín le quedaba pequeño y le propuso a Dita:
—Vámonos a París.
—¿De compras?
—De compras, de fiesta, de vida, de paso, de lo que sea.
Don Diego andaba eufórico desde que se reconcilió con ella, y aunque nadie en Colombia sabía de sus planes de regreso, y acompañado, nunca antes se había sentido tan feliz de volver.
—Vamos primero a Herscheid, todavía no conoces a mi familia.
A don Diego se le bajó el entusiasmo.
—¿Ya saben que fue idea tuya? —le preguntó.
—¿El viaje?
—No. Lo otro.
—Ah.
Dita parecía concentrada en envolver un ánfora en una espuma. Ni siquiera miró a don Diego.
—No pensarás darles la noticia delante de mí —dijo él.
Ella le sonrió. Levantó el ánfora y le dijo:
—Ayúdame con esto, por favor.
En el tren, don Diego iba nervioso aunque el paisaje no podía ser más plácido. Dita miraba las montañas por la ventana. Este no era un viaje como el que hacía cada tres meses para visitarlos. Y tal vez fuera el último. Casi no habló durante el trayecto. A veces parecía sonreír y otras, él notó que se le encharcaban los ojos.
—Todo parece sacado de un cuento —dijo él para distraerla.
—Es un cuento —dijo Dita.
Aún quedaban zonas extensas cubiertas de nieve, y en otras ya se asomaba el verde intenso de las praderas.
—Mira el cielo —le dijo él.
Ella lo miró con un gesto de cielo gris, sin reparar en la limpieza. Tal vez don Diego era el único en ese tren que podía mirar hacia arriba sin recordarlo cargado de aviones de guerra.
La familia los recibió con amabilidad y mucha comida. Solo estaban Arnold y Constanza. Annemarie seguía en Colonia, adonde se había ido a estudiar en el 49. Al principio solo hablaron del paisaje y don Diego lo comparó con algunos sitios de Colombia. Después de almorzar, Dita le dijo que iba a hablar con sus padres. Don Diego quiso salir corriendo. Les dijo que caminaría un poco para conocer. Los dejó ahí, en la mesa, sonrientes como los pastores.
Los Rodríguez les daban vueltas a los planos intentando descifrar los rayones de Arcuri. No hay garaje, dijo uno, a este hombre se le olvidó trazar un garaje. Y necesitará dos como mínimo, dijo el otro. Don Diego quiere que le manden fotos, dijo el padre. ¿De qué? Pues será del hueco, que es lo único que hay. Pues mándenle fotos del hueco y un plano actualizado con los garajes. Cuando el padre se iba, los dos hermanos rezongaban, esto no es siquiera medieval, ni gótico, ¿esto qué es? Esto es de todo, como todos los castillos, que son de todo un poco.
Don Diego regresó de su caminata y encontró a Dita y a Arnold en la sala, frente a la chimenea, callados, mirando el fuego, A Constanza la sintió en la cocina, lavando los platos. Arnold tenía los ojos enrojecidos. Don Diego pensó que podría ser por el humo que flotaba en el salón. Dita lo llamó con la mano y lo invitó a sentarse a su lado.
—¿Quieres café?
El le respondió que no, aterrorizado ante la posibilidad de quedarse a solas con Arnold, que seguía callado con la mirada puesta en el fuego. La leña ardiendo y el chorro en el lavadero eran los únicos ruidos en muchos kilómetros a la redonda.
—Es muy bonito todo allá afuera —dijo don Diego, por poner algún tema. Dita asintió con la cabeza y Arnold ni siquiera parpadeó.
Una chispa saltó de la chimenea y cayó sobre el tapete de oveja. Ups, exclamó Dita, y Arnold la aplastó con el pie, Don Diego quería comentar algo más, pero no sabía qué. El chorro de agua dejó de sonar en la cocina y luego siguió un ruido de platos.
Muy al rato, después de un silencio eterno, Arnold dijo, sin dejar de mirar la chimenea:
—No se vayan sin ver mi cultivo de puerros.