La fonda se llamaba La Esquina y quedaba en el Parque Obrero. En diagonal estaba la biblioteca que don Diego le había donado al municipio de Itagüí. La fonda se convirtió en el centro de operaciones del Mono Riascos. Mi oficina, la llamaba, y allá se reunía con sus compinches, como si fueran simples parroquianos bebedores de cerveza.
El Mono se camuflaba con cachucha y gafas. Prefería una mesa del fondo desde donde divisaba las entradas y salidas de don Diego y su familia a la biblioteca. En ella extendía papeles y mapas para rayar rutas, cruces y vías. A sus hombres los intranquilizaba hablar de esos temas en un lugar tan público.
—Decime, Cejón, ¿adonde busca uno las ratas?
—En las ratoneras.
—Y en los huecos, en las cuevas —continuó el Mono—, en las madrigueras, en las alcantarillas, dentro de la basura. Por allá es por donde rondan los gatos, ¿o no?
Sus hombres se miraron poco convencidos. El se reía del miedo de ellos aunque también los confrontaba cuando los veía acobardados. La sangre fría del Mono los hacía sentirse menos, pero esa humillación era, precisamente, la que los fortalecía cuando él gritaba, como en las películas, ¡nadie se mueva, esto es un atraco!
—Si nos ven aquí juntos —dijo el Mono—, como mucho van a pensar que somos maricas.
Se rio y al instante se puso serio.
—Ahí llegaron —les dijo el Mono en voz baja, y señaló al frente con la boca—. No miren todos al tiempo.
La limusina Packard se parqueó frente a la biblioteca y Gerardo se bajó rápido a abrir la puerta de atrás, de donde salieron Isolda y Dita. Don Diego se bajó por la otra puerta. El Mono miró su reloj y dijo, el margen de tiempo es, más o menos, de media hora. Hoy llegaron antes. Maleza, Caranga y el Pelirrojo miraron con disimulo.
—Que no miren todos al tiempo —les repitió el Mono.
—¿Quiénes vinieron? —preguntó Caranga.
—Los tres. A veces la señora no los acompaña.
—¿Siempre viene la niña? —preguntó el Pelirrojo.
—Siempre.
—¿Puedo mirar? —preguntó él Cejón.
—De a uno —dijo el Mono.
La limusina les cubrió un poco la entrada a la biblioteca. Alcanzaron a ver que los esperaban dos mujeres. Don Diego entró de último. Gerardo se quedó afuera, junto al carro.
—Cuando el señor llega con libros se demoran una hora, más o menos. Si viene manivacío, no se tardan más de cuarenta minutos.
—¿El chofer está armado?
—No sé —dijo el Mono.
—¿Y si lo está?
—Peor para él.
—¿Y qué hacen allá adentro? —preguntó el Cejón.
—No sé, pero podés ir a averiguar.
El Pelirrojo se rio. Es en serio, Cejón, andá a averiguar, dijo el Mono. El Cejón empezó a subir y a bajar las cejas. Aprovechemos tu curiosidad y de una vez salimos de la duda. Pero ¿cómo me voy a meter allá, Mono? ¿Por qué no? Es una biblioteca pública, andá y te ponés a leer un rato, que además te conviene con lo bruto que sos. El Cejón miró a sus compañeros, buscando que alguno lo apoyara.
—Eso se llama hacer inteligencia, Cejón —dijo Maleza y soltó una carcajada.
—¿Lo estás diciendo en serio? —le preguntó el Cejón al Mono. Los otros trataban de contener la risa. El Cejón titubeó—: Pero… ¿y qué leo?
—Preguntá si tienen los poemas de Julio Flórez. Son muy hermosos.
El Cejón se rio para tratar de convertir la situación en un chiste, pero nadie lo acompañó.
—Listo, te fuiste ya —dijo el Mono y le chasqueó los dedos en la cara.
El Cejón se levantó despacio y los demás miraron hacia otro lado.
—De salida, le decís a la mesera que venga, por favor —le pidió el Mono.
Lo vieron alejarse, con pasos lentos, y señalarle la mesa a la mesera. Cruzó el parque y antes de llegar a la esquina volteó a mirar a la fonda. Tal vez tenía la esperanza de que le hicieran una señal para que se devolviera. Atravesó la calle, pasó junto a Gerardo, que estaba recostado en la limusina, y entró a la biblioteca como si llegara a su propio velorio.
—Bueno, a lo que vinimos —dijo el Mono—. ¿Qué pasó con el otro hombre?
—Está firme —dijo Caranga.
—¿De confiar?
—Cien por ciento.
—¿Quién es?
—Carlos.
—Carlos ¿qué?
Caranga hizo un gesto de no saber. Ah, pero cómo se nota que lo conocés mucho, dijo el Mono. Todo el mundo lo conoce como Carlitos, dijo Caranga. Pues traémelo y lo entrevisto, y de paso le pregunto el apellido a Carlitos, dijo el Mono.
—Mono —dijo el Pelirrojo.
—Señor.
—Ahora que los vi entrar a la biblioteca, me quedé pensando…
El Pelirrojo se detuvo y el Mono esperó a que terminara lo que iba a decir.
—Pues cuando vi a la señora, me quedé pensando…
—Estás pensando mucho, Pelirrojo.
—Mono, cuidar a una niña tiene muchas complicaciones. Se enferman muy fácil, les da mamitis y se vuelven insoportables. No sé, son mucho más frágiles y se nos puede enredar la vida.
—¿Qué me querés decir?
—Pues que mejor nos deberíamos llevar a la señora.
—¿Me necesitan? —la mesera los sorprendió confundidos con la propuesta del Pelirrojo.
¿Hay chorizos?, balbuceó el Mono. ¿Cuántos quiere?, preguntó la mesera. Unos seis, dijo el Mono. ¿Unos seis o seis?, preguntó ella. Seis. Y cuatro cervezas más. Él esperó a que ella se fuera y luego apretó el puño sobre la mesa, sin golpearla.
—Mirá, Pelirrojo güevón, no vamos a cambiar los planes faltando una semana, oís.
—No hay que cambiar nada —dijo el Pelirrojo—, únicamente nos llevamos a la señora en vez de a la niña.
—¿Qué te dolería más? —le preguntó el Mono— ¿que se te llevaran a tu mujer o a tu hija?
—Pues obvio, Mono, pero…
—Pero mejor te callás —interrumpió el Mono y les preguntó a todos—: ¿Alguien más tiene alguna güevonada para decir?
Ni respondieron ni se miraron, apenas se acomodaron en los taburetes. Al fondo, en medio del parloteo, de la música de carrilera y del ruido de vasos y botellas, les pareció oír el estallido de los chorizos en el aceite. El Mono sacó del bolsillo unos papeles doblados. Pasó la mano sobre la mesa para verificar que estuviera seca. Desdobló las hojas y dijo, pongan mucha atención, las cosas las vamos a hacer de la siguiente manera.