23

El muchacho salió desnudo del cuarto y corrió al baño a enjuagarse la boca. Hizo buches, cogió una crema dental que encontró en el gabinete y se lavó los dientes con el dedo. Le sonrió al espejo y se pasó las manos mojadas por el pecho. Volvió al cuarto y encontró al Mono Riascos desparramado sobre la cama y con las piernas abiertas. Seguía abrazado a la falda roja.

—Ay, muchacho —exclamó el Mono cuando lo sintió entrar.

El muchacho se tendió a su lado y prendió un cigarrillo. El Mono le robó una fumada. ¿Sabes qué he estado pensando?, preguntó, y el muchacho le respondió, no soy adivino, Mono. Pues que cuando termine todo esto, dijo, nos vamos a ir del país, nos volamos para Estados Unidos. ¿Y qué es «todo esto»?, preguntó el muchacho y empezó a botar aros de humo. Vos sabés, dijo el Mono, el negocio en el que estoy metido. Ah, dijo el muchacho, más concentrado en los aros que en lo que le decían.

—No quiero volver a este país —dijo el Mono.

—De qué te quejas —comentó el muchacho—, si te ha ido lo más de bien.

—Hay mucha plata en juego y es mejor irse antes de que se enreden las cosas.

El muchacho tomó un cenicero de la mesa de noche, que ya tenía algunas colillas, y lo puso sobre su abdomen. El Mono vio que el cenicero subía y bajaba despacio, con la respiración del muchacho.

—Y cuando decís irnos, ¿quiere decir irnos del todo?

—Ajá.

—¿Y mi moto?

—La vendés. Allá te compro una mejor.

El muchacho lo miró rápidamente. El Mono le quitó otra vez el cigarrillo y fumó. Yo no sé, dijo el muchacho, tal vez podemos ir de vacaciones, yo aquí vivo muy contento. ¿Y quién te dice que allá no?, preguntó el Mono. Nadie, respondió el muchacho, por eso mejor me quedo. No seás aguafiestas, dijo el Mono, y le puso una mano encima, junto al cenicero. El muchacho volvió a mirarlo rápidamente.

—Ya se debe haber terminado la película —comentó el Mono, mirando el reloj.

—¿A cuál la mandaste?

—No me acuerdo. A una de Clint Eastwood.

—Ese man es un duro —dijo el muchacho y preguntó—: ¿Y a ella sí le gusta eso?

El Mono hizo un ruido con la boca y luego se rio.

—Cualquier cosa que la distraiga —dijo—. La pobre no sale de acá. A duras penas va a misa.

—Ella no me quiere.

—Yo sé.

—¿Qué te dice?

—Nada. Simplemente, no le gustás.

El muchacho aplastó la colilla en el cenicero.

—Con tal que te guste a vos.

El Mono bajó un poco más la mano, hasta donde le nacía el vello al muchacho.

—Vos sabés —dijo.

El muchacho hizo un movimiento brusco para sentarse y el cenicero se fue de lado y se regó sobre la sábana.

—Maldita sea —dijo el Mono.

—Qué güeva yo —dijo el muchacho.

Se puso de pie y el Mono trató de recoger las cenizas. Ahora quién se aguanta la cantaleta de doña Lida, dijo. Vos, le respondió el muchacho, y recogió los calzoncillos del piso. Se vistió mientras el Mono sacudía la cama.

—Necesito plata para gasolina, Mono.

—¿Cómo así? Hace tres días te di.

—Esa moto es muy tragona. Además, tengo un paseo a Santa Fe de Antioquia.

—¿Qué? ¿Quiénes?

Se oyó un ruido abajo, en la puerta de la calle. El Mono se puso un dedo en la boca. Mi mamá, susurró. Se vistió a la carrera y le dijo al muchacho al oído, no vas a salir todavía. Yo te aviso. Salió del cuarto y cerró la puerta.

—¡Mono! Me asustó —dijo Lida, afuera—. Pensé que no estaba. ¿Dónde dejó el carro?

El muchacho se sentó en la cama y escuchó:

—¿Y usted por qué llegó tan rápido? ¿A qué horas se acabó la película?

—Me salí. Qué cosa tan violenta, Mono. Bala y bala y pura bala no más. ¿Usted por qué me manda a ver esas cosas? ¿Ya se tomó el algo o quiere que se lo prepare?

—Estaba echándome una siesta.

—Espere, me cambio los zapatos y le preparo alguito.

El Mono volvió al cuarto y le dijo al muchacho, yo te aviso, no vas a salir. Cerró de nuevo, se quedó quieto al pie de la puerta y esperó a que su mamá pasara a la cocina.

—¿Qué hace ahí parado, mijo? Venga para acá.

Cuando la sintió moviendo ollas, bajó con el muchacho las escaleras y dijo en voz alta:

—Voy un minuto al garaje, mamá.

Abajo, el muchacho le reclamó la plata. No jodás, dijo el Mono, pero sacó la billetera y le dio unos pesos. ¿Y lo del paseo?, preguntó el muchacho, con esto no llego ni a Sopetrán. El Mono abrió la puerta oxidada del garaje.

—Mono —lo llamó Lida desde la cocina.

El muchacho le extendió la mano abierta. El Mono le dio lo que je quedaba en la billetera y lo apuró para que sacara la moto sin prenderla. El muchacho llamó con el dedo al Mono. ¿Qué querés?, le preguntó el Mono, muy tenso. El muchacho le pegó la boca a la oreja y le dijo, estás muy viejo para seguir viviendo con tu mamá.

—¡Mono!

El muchacho empujó la moto hasta la calle y el Mono cerró apresurado. Mono, lo volvió a llamar Lida, parada arriba en las escaleras. Mono, ¿por qué no contesta? El iba a responder pero lo aturdió el ruido de la moto. Mucho hijueputa, murmuró el Mono, que no entendía por qué la Bultaco sonaba cada vez más fuerte.

—¿Quién llegó? —le preguntó Lida—. ¿El muchacho ese?

—Algún pelado de la calle —dijo él mientras subía.

—Usted está muy raro, Mono. ¿Qué le pasa?

—Nada.

El Mono se sentó a la mesita auxiliar y ella se puso a batir el chocolate. Dígame una cosa, Mono, ¿usted está fumando mariguana con ese muchacho? Mamá, por Dios. Usted está muy raro y se la pasa en la calle, a veces ni viene a dormir, nadie sabe en qué anda. No voy a hablar de eso, mamá. Pues no hable si no quiere, pero a mí sí me tiene que oír, a su hermana ya le llegaron con cuentos suyos. Aj, se quejó el Mono, y se levantó.

—También se ha vuelto muy grosero. ¿Para dónde va? Esto ya va a estar. ¡Mono!

El se encerró en el cuarto y se tiró bocabajo en la cama revuelta, con la cara hundida en la almohada. Las sábanas olían al muchacho y había pavesas regadas por todas partes. Aunque la cama era pequeña, el Mono sintió que no la podía abarcar.

—¡Mono, Mono!

Por primera vez desde que empezó todo, tuvo ganas de llorar.