La mujer a la que apuñalaron frente a Isolda, la que tenía el pecho abierto y ojos de sálvame, entró varias noches al cuarto mientras la niña dormía y antes de caer moribunda sobre la cama la despertaba de su pesadilla. Los gritos de pavor llenaban el castillo y sacaban a Dita y a don Diego de sus respectivos cuartos. Y a Hedda, a Hugo y a las criadas. Hasta Guzmán los oía en su casa de jardinero. Algunos aseguraron haberlos escuchado a lo lejos, y como no sabían la historia de la puta acuchillada dijeron que Isolda se había enloquecido por el encierro. Otros decían que la habían trastornado los silbidos que venían de los potreros vecinos. Lo cierto es que ahora los gritos provienen de un mal recuerdo.
—Váyanse todos a dormir —le dijo don Diego a su gente durante las primeras despertadas, en las que todos salían en bata a ponerse a sus órdenes.
Solo se quedaban él y Dita, y Hedda algunas veces, hasta una noche en la que también subió a los gritos, fuera de sí, contagiada por los alaridos de Isolda. Don Diego tuvo que sacudirla y, con un regaño, la envió de nuevo a la cama. Luego le dijo a Dita:
—Que Isolda siga durmiendo contigo mientras se le pasa.
Isolda ha hablado muy poco después del episodio de la muerta. Para colmo de males, don Diego ha prohibido que le mencionen el tema. Dita piensa lo contrario: la niña debe decir lo que siente, a lo mejor está confundida y no entiende qué fue lo que sucedió. Don Diego alega que solo está impresionada y que se le pasará con el tiempo. Dita, entonces, la animó para que pintara con la intención de que en los dibujos le salieran a flote los miedos. Pero Isolda apenas trazó unas primeras líneas, unos rayones sin forma que arrugaba y tiraba a la papelera antes de convertirlos en algo. Nada que ver con las ilustraciones coloridas que hace de los cuentos clásicos que Dita le lee. Mucho menos con los dibujos que hace de los almirajes, y que tiene pegados en las paredes del cuarto. Dita solo le dijo:
—Si tienes algo para decirme, no dudes en contármelo.
Pero no ha dicho nada durante las últimas semanas. Ni una palabra más sobre el tema. Y los sobresaltos nocturnos han ido desapareciendo, al menos los relacionados con las pesadillas.
Nosotros seguimos alimentando las fantasías, ya no con la niña que correteaba por los jardines sino con la que crece espigada gracias a sus genes alemanes. Sin embargo, nos cuesta crecer. Todavía somos bandidos con espadas de palo, pistoleros con los dedos, expedicionarios de lotes baldíos y espías que huimos al menor ruido. Nos sentimos importantes porque los nombres de nuestros papás aparecen en el directorio telefónico y gozamos con las fotos de gente en pelota que aparecen en las revistas que hablan de Woodstock. Los adultos siguen hablando de la guerra de Vietnam y comentan, alarmados, que las cosas van muy mal. Yo les pregunto por qué tenemos que preocuparnos por una guerra que no es nuestra, y mi papá me dice que todas las guerras del mundo son nuestras.
Isolda ha vuelto al jardín, aunque ya no persigue ardillas ni saluda a los aviones que vuelan sobre ella. Se encierra en La Tarantela a jugar juegos nuevos con las muñecas. Ahora ellas son el público al que le canta Yesterday con los ojos cerrados y la mano en el pecho.
También regresa al bosque luego de no ir por un tiempo. Entra confiada y canturrea, como siempre. Algunos rayos de sol atraviesan las ramas. Ella se sienta sobre una raíz gruesa y para de cantar. Entonces oye las chicharras, los zancudos, las polillas y los grillos, los escarabajos, las ranas en el humedal, los gorgojos en la madera y las mariposas negras que aletean en lo alto. Después los oye a ellos entre los arbustos, excitados y felices de verla después de su ausencia. Ve los cuernos, como pirulíes, asomados entre las hojas. Se acercan y la rodean.
—Hola, hola, hola a todos —saluda a los almirajes y estira las manos para que se las laman.
Hedda mira la hora y calcula que Isolda tiene que regresar y lavarse para la cena. Esa noche, don Diego va a homenajear a la pianista española Alicia de Larrocha, que está de visita en Medellín para interpretar dos conciertos. Hedda aprovecha que la niña juega en el jardín y se arregla primero. Se baña, se perfuma, se aplica crema para las picaduras de chinches y lucha con su pelo para templarlo en una moña. De salida se cruza con Hugo y él le entrega un sobre. Carta de Alemania, le dice, y ella se llena de incertidumbre. Toma el sobre y lo palpa: es delgado. Le da las gracias a Hugo y vuelve a encerrarse en el cuarto.
Dita también se arregla. Rocío, su peluquera, vino para peinarla. Le pasa el cepillo para darle los últimos toques y le pregunta:
—¿Y quiénes vienen?
—La pianista, el director de la sinfónica, dos primos de Diego, la maestra Uribe y monseñor López.
—¿Viene monseñor?
—Ajá.
—Tan bello —comenta la peluquera, y rocía una nube de laca sobre el pelo de Dita.
En la biblioteca, don Diego se toma un whisky con Rudesindo, que llegó temprano.
—Pues eso te cuento —dice Rudesindo.
—Pues ahí no hay novedad —dice don Diego.
—Sí, pero está de boca en boca.
—Son puros chismes, Rude.
—Algo habrá de cierto.
—Ni un ápice.
Los dos levantan los vasos y beben. ¿Y qué estás leyendo ahora?, pregunta don Diego. Me matas si te lo cuento, dice Rudesindo. ¿Peor que Brecht?, pregunta don Diego, Hombre, responde Rudesindo, a Brecht hay que leerlo con otros ojos. Confiesa, insiste don Diego, ¿a qué rufián estás leyendo?
—Gonzalo Arango.
—¡No!
—Es interesante.
—Rude, por tipos como ese el país está como está. Mira la cantidad de aviones que han secuestrado a Cuba.
—Gonzalo Arango no es comunista, si hasta apoyó a Lleras Restrepo.
—Espera —lo interrumpe don Diego y levanta la mano para pedir silencio—. Me pareció oír un grito.
Los dos se ponen de pie y salen de la biblioteca. En el pasillo se encuentran con Dita, que ya está arreglada para la cena. La peluquera viene detrás con su neceser de trabajo.
—¿Oíste? —pregunta Dita.
—¿Fue la niña? ¿Dónde está la niña? —pregunta Diego, angustiado.
—Creo que fue Hedda.
Bajan las escaleras. Dita y Rocío por un brazo, y don Diego y Rudesindo por el otro. Se encuentran con Hugo, que les dice, es Hedda. Dita se les adelanta y toca la puerta del cuarto. La llama un par de veces, pero Hedda no responde.
—¿Está bien, Hedda?
—Sí —dice desde adentro.
—¿Qué pasa? ¿Por qué gritó?
—No me pasa nada —insiste Hedda.
Dita golpea otra vez.
—Déjeme entrar.
Hedda entreabre la puerta y asoma la cara abotagada. Tiene los ojos hinchados y el pelo se le soltó de la moña.
—¿Puedo pasar? —pregunta Dita.
Hedda asiente, sin dejar de mirar a los hombres.
—Volvamos arriba —le dice don Diego a Rudesindo.
—Yo me despido —dice Rocío.
Dita cierra la puerta y en ese instante suena el pito de la limusina. Llegaron las maestras, dice don Diego, y pregunta, pero ¿dónde está Isolda? Hugo levanta los hombros y dice, debe de estar en el cuarto. Hágala llamar, por favor. Acompáñame a recibirlas, Rude. Yo me despido, dice otra vez la peluquera. Sí, sí, niña, salga por la puerta de servicio, por favor, que ya llegaron los invitados, dice don Diego. ¿Y será que monseñor se demora?, pregunta Rocío, pero don Diego no le responde. Va detrás de Hugo, hacia la puerta. En el camino se encuentra con una criada y le dice, vaya usted y dígale a Isolda que baje, por favor.
Alicia de Larrocha llega acompañada por la maestra Uribe. Diez minutos después llega el director de la orquesta sinfónica con otro invitado. Como monseñor López no llega, Rudesindo le comenta en la oreja a don Diego, seguro que el Volkswagen no le sube esta loma.
En los pasillos hay un revuelo de bandejas con bebidas y pasabocas. De vez en cuando se cuela un lamento de Hedda. Dita sigue encerrada con ella en el cuarto y don Diego ya está molesto. Ni ella ni Isolda aparecen para acompañarlo a atender a la visita.
—¿Qué pasa con Isolda? —le pregunta a Hugo.
—No está —le responde.
—¿Cómo que no está? ¿Dónde anda?
—Sigue en el jardín.
Don Diego pide permiso y va al cuarto de Hedda. Toca la puerta y Dita le abre. ¿Qué pasa? Ya salgo. ¿Dónde está Isolda? Debe de estar en su cuarto. No, me dicen que sigue en el jardín, ¿qué le pasa a Hedda? No es nada, tiene problemas personales. Ya llegaron los invitados, Dita. ¿Ya llegó monseñor? Todavía no, pero los otros ya están aquí, ven rápido. Dame un minuto, le dice Dita y cierra la puerta. Don Diego escucha afuera el pito del Volkswagen de monseñor. También afuera, Guzmán y dos criadas llaman a Isolda, a los gritos.
—Niños, niños, tengo que irme —les dice Isolda a los almirajes.
Las chicharras suben sus chirridos, los búhos su ulular, las ranas croan estridentes y las luciérnagas hacen una fila hasta la salida para mostrarle el camino. Los almirajes, entristecidos, vuelven a sus madrigueras entre el follaje.
Monseñor llegó con un joven a quien presentó como el auxiliar contable del seminario mayor. Un muchacho alto, apuesto y de ojos grandes. No es cura, pero sonríe y junta las manos como si lo fuera. No estaba invitado y don Diego le susurra a Hugo que ponga un puesto más en la mesa.
Dita por fin aparece y se roba los saludos y las venias que tendrían que haber sido para monseñor.
—Discúlpenme, por favor, se me presentó un asunto inesperado. De todas maneras. Diego siempre atiende mejor que yo —dice Dita y, con un gesto, le pregunta a don Diego por Isolda. El frunce la boca.
—Benditos sean esta reunión y todos los que participan en ella —dice monseñor, muy jovialmente—. Y gracias a los anfitriones por tan maravillosa invitación.
Todos levantan las copas y brindan. Dita se extraña cuando ve que Rocío, la peluquera, asoma la cabeza desde el pasillo. Rocío se siente descubierta y se vuelve a esconder. Voy a llamar a Isolda, se excusa Dita. Don Diego propone que, para entrar en calor, la maestra De Larrocha interprete algo en el piano. Pasemos al salón de música, dice.
Dita sube las escaleras. Suena el timbre de la puerta, pero ella no se detiene y sigue hasta el cuarto de Isolda. ¿Quién será?, pregunta don Diego, y repasa a cada uno de los invitados, por si falta alguno. Hugo abre la puerta y bajo su brazo, como una ráfaga, entra Isolda y corre a la sala. Todos están de pie, listos para pasar al salón del piano.
—Isolda —se oye a Dita, que la llama desde arriba.
Los invitados están con la sonrisa congelada y don Diego, con la mandíbula suelta. Hola, pa, dice Isolda. El silencio de la casa se agrieta con los pasos de Dita, que otra vez baja las escaleras.
—Qué ternura —dice monseñor para romper el suspenso.
La apariencia de Isolda es más extravagante que tierna. Tiene el vestido sucio de tierra, los cordones sueltos y, sobre los hombros, briznas de hierba. En la cabeza lleva una diadema trenzada con su propio pelo, adornada con margaritas y hojas de laurel, y de la diadema hacia atrás le brotan siete mechones crespos, decorados con pistilos de sanjoaquines.
—Qué original —comenta monseñor—. ¿Quién te lo hizo?
Antes de que Isolda mencione a los almirajes, Dita la toma de la mano y le ordena, ven conmigo, ya. Y la jala, pero la mirada de Isolda ya está enganchada a los ojos inquietos del auxiliar contable del seminario mayor.