—No —dijo el Mono, y repitió—: No, no y no.
—No jodás —dijo Garlitos.
—Todos lo sabían, ¿o no? —les preguntó el Mono y ninguno contestó—. Lo sabían y también estábamos preparados para esperar más, ¿o no? Hablamos hasta de seis meses y apenas llevamos uno.
—Sí, Mono, pero es que hay mucha presión —dijo el Pelirrojo.
Afuera caía una tormenta que parecía que iba a levantar el techo de la cabaña. Por los vidrios rotos se colaban ráfagas de viento y agua. El Mono no dejaba prender la chimenea y el frío traspasaba los muros de tapia.
—¿Hablaste con el Tombo? —le preguntó Carlitos.
—Con él hablo todos los días —dijo el Mono.
—Pero ¿te contó?
—Me contó ¿qué, Carlitos? Dejá el misterio.
—Pues de lo que está pasando en la policía.
—Yo sé, perfectamente, qué está pasando en la policía. ¿Y qué? ¿Es algo distinto a lo que suponíamos que iba a pasar? Miren, a la policía ya antes la hemos tenido más cerca, nos hemos echado plomo con ellos, y ahora nos pasan un helicóptero por encima y ustedes se cagan del susto.
Todos estaban en la sala, sentados en el piso sobre un colchón viejo y en un sofá al que se le asomaban los resortes oxidados.
—No es por el helicóptero, Mono.
—¿Qué? No te oí.
—Que no es por el helicóptero —repitió Maleza, un poco más fuerte—. Nos están buscando hasta en las alcantarillas, están ofreciendo recompensas, trajeron más soldados y más policías…
—Están buscando a nadie —lo interrumpió el Mono—. Están detrás de los que se llevaron al señor, pero no saben quiénes son, no tienen nombres, no hay fotos, ni siquiera tienen una pista. Están buscando a unos desconocidos.
—Esos desconocidos somos nosotros, Mono.
Un trueno sacudió la cabaña y las luces titilaron. El Cejón soltó un gemido que se perdió en el estruendo. Había perdido varios kilos y tenía las cejas más encrespadas y frondosas, como dos gusanos negros sobre la frente. También le habían aparecido unas ojeras profundas que le entristecían los ojos.
—Y tienen el Jeep —dijo el Pelirrojo.
—El Jeep lo dejamos —dijo el Mono y se puso de pie—. A ver, no entiendo. Todo esto lo hablamos antes, mil veces. Todo lo que me están diciendo lo vimos punto por punto. Díganme algo que no me sepa.
—¿Y si no pagan?
—Van a pagar. ¿Qué más?
—¿Y si les rebajás un poquito?
—No les voy a rebajar. ¿Qué más?
—A mí no me preocupan ni el ejército ni los tombos —dijo Caranga, que no había hablado.
El Mono lo señaló, muy orgulloso, y dijo:
—Así se habla, Caranga.
—Lo que me preocupa —continuó Caranga— es que nos estamos quedando sin plata.
—No entiendo —dijo el Pelirrojo.
—¿Y lo del Banco Comercial? ¿No era todo para esto? —preguntó Maleza.
—Claro que sí —dijo el Mono.
—Twiggy dice que quedan cincuenta mil pesos —contó Caranga.
—Imposible —dijo el Pelirrojo.
—Twiggy no sabe nada —enfatizó el Mono—. Esa plata la guardo yo y la estoy cuidando para que nos dure. Tenemos muchos gastos, pero yo eso lo manejo.
Los hombres se miraron y al Mono no le gustó:
—¿Qué? —los retó.
—Yo estoy necesitando plata —dijo Caranga—. En mi casa tienen necesidades. Vos sabés.
—Cada uno va a tener su plata —levantó la voz el Mono.
—¿Cuándo? —le reclamó Caranga.
El Mono caminó despacio detrás de ellos, cercándolos con sus pasos y su ira.
—Manada de desagradecidos —les dijo—. Estoy a punto de volverlos ricos y me salen con reclamos de limosneros.
Todos voltearon la cabeza, menos Caranga, que miró al Mono directo a los ojos.
—¿Qué hacés cuando no estás aquí? —le preguntó.
—¿Qué hago? —el Mono se le acercó—. ¿Qué creés que hago? ¿Rascarme las güevas?
—Por eso te lo pregunto —dijo Caranga y se levantó—, porque no sabemos qué hacés por fuera.
—Hago —le respondió el Mono y le apuntó con el dedo— algo que vos no conocés, lo que ninguno de ustedes tiene ni puta idea: inteligencia.
—Ah —dijo Caranga, pausado—, hacés inteligencia. ¿Y cómo se hace eso?
—Pues con inteligencia —dijo el Mono, y bajó el brazo, sin quitarle la mirada a Caranga. Otro trueno los hizo saltar de nuevo. El Mono sonrió—. ¿Alguna otra queja, señoritas? —les preguntó.
—Dejá ir al Cejón —dijo el Pelirrojo.
—No.
—Está muy alterado desde lo del helicóptero. Necesita descansar.
—Por eso mismo no se puede ir —explicó el Mono—. Con lo alterado que está, va y la caga. Es mejor que siga acá.
El Cejón tiritaba de frío, cabizbajo y abrazado a sí mismo. El Mono lo miró y les dijo, denle algo para dormir. ¿Qué?, ¿pastillas? No, una bebida, alguna yerba. Pero si nos tenés prohibidas las yerbas, Mono. Vos sabés a qué me refiero, Maleza, no te hagás el pendejo. Luego tres golpes secos en una puerta cerraron el tema.
—¿Y ahora qué? —dijo Garlitos.
—Andá —le dijo Caranga—, Tendrá ganas de mear.
Don Diego le dio otras dos palmadas a la puerta. Garlitos se levantó pero el Mono lo detuvo.
—Tranquilo. Yo lo atiendo —dijo, y salió hacia el fondo del corredor.
—Buenas tardes, don Diego. ¿Qué me opina del aguacero?
El viejo ni lo miró. Esperó a que el Mono se apartara de la puerta y cruzó frente a él para ir al baño.
El Mono se quedó afuera. Necesito que conversemos, le dijo. Adentro se oyó el chorro interrumpido y lánguido. Luego un canto: Ese pájaro azul es el cariño que yo siento por ti, mas no te asombres, fue mi anhelo más grande cuando niño. El Mono abrió la puerta y sorprendió a don Diego, que se dio vuelta para abrocharse el pantalón.
—¿En qué habíamos quedado? —le reclamó don Diego.
—Quería ver qué lo pone tan contento como para que cante mientras orina.
Don Diego se enjuagó las manos y se encorvó para echarse agua en la cara. Se secó con la manga de la camisa y le dijo al Mono:
—¿Qué le cuesta traerme una toalla y un jabón?
—Cuesta lo mismo que escribirle una nota a su familia.
—Entonces cuesta mucho —dijo don Diego y regresó al catre. Se quitó los zapatos y se arropó con las cobijas.
—Quería contarle —dijo el Mono— que estuvimos por el castillo —don Diego lo miró—. Yo no entré —aclaró el Mono—, qué tal que me hubieran reconocido la voz, pero uno de los muchachos sí entró hasta la pura sala, la que tiene un cuadro de unos curas tomando trago.
La cara de don Diego se contrajo. El Mono se refería a una pintura renacentista que tenía colgada en el salón colonial. Ustedes son tan cobardes que no son capaces de acercarse por allá, dijo don Diego. Créame, doctor, no tenía otra opción, necesito saber qué está pasando. Pues no está pasando nada, dijo don Diego, ni va a pasar. No lo creo, alegó el Mono, allá estaban sus familiares con un mayor de la policía, el mayor Salcedo, según pude averiguar, y están listos para negociar. ¿Hablaron con su bandolero?, preguntó don Diego, incrédulo. No propiamente, respondió el Mono, y por favor no hable así de los muchachos. Acercó un butaco al catre y se sentó.
—Con la que sí habló fue con doña Dita.
—Mentiras —dijo don Diego, y en esas cayó un rayo tan cerca que en la cabaña se fue la luz. El cuarto quedó negro como un cajón.
El Mono tanteó el camino hacia la puerta. Al pasillo todavía llegaba la luz gris de la tarde.
—¡Tráiganme una vela! —gritó, y se quedó quieto en el vano.
—Dita nunca hablará con uno de ustedes —dijo don Diego, desde la oscuridad.
—Pues ya lo hizo y fue muy amable. Hasta su paje le llevó agua.
—Mentiras.
—Ella tenía un saco crema y un pantalón de cuadros cafés y azules.
Garlitos llegó con una vela y el Mono lo miró con ganas de matarlo.
—Decime, ¿para qué me sirve una vela apagada?
Carlitos corrió de vuelta a la cocina.
—Y tenía un prendedor de plata, en forma de llave —continuó el Mono.
Don Diego apretó los ojos y quedó perdido en la oscuridad de la oscuridad, Se aferró a la cobija y repitió bajito, es mentira. Cuando volvió a abrirlos, vio la cara del Mono alumbrada por una vela y marcada por las sombras de la llama. Se veía macabro. Avanzó despacio, protegiendo la luz con la mano, y puso la vela en el piso. Volvió a acomodarse en el butaco y le preguntó:
—¿Quién es el belga?
—¿Cuál belga?
—El que va a llegar a su casa.
Don Diego masculló algo y el Mono le preguntó qué decía, pero solo eran ruidos de viejo.
—¿Quién es? —insistió el Mono, y don Diego siguió callado.
La luz se debilitó como si la vela se hubiera quedado sin pabilo. El Mono la inclinó un poco para quitarle esperma.
—Déjeme decirle una cosa —añadió—. La situación, su situación, ya es lo suficientemente complicada como para que metan a policías extranjeros.
—Tengo nacionalidad alemana —dijo don Diego—. Soy un ciudadano europeo. Esta atrocidad también va contra ellos.
—A mí no me van a asustar con gente que hable raro. Mis balas le entran a todo el mundo —dijo el Mono.
—Y las de ellos también —lo desafió don Diego—. Usted no es cuerpo glorioso.
—Entonces, sí es un policía.
Don Diego le respondió con una leve sonrisa. Luego miró en el techo el bombillo apagado y dijo:
—Qué descanso.
—¿Qué?
—La oscuridad.
—Ah —dijo el Mono—, más temprano que tarde vuelve la luz.
Levantó la vela del piso y se puso de pie. Aquí le dejo la prueba para que después no diga que no somos capaces de entrar a su castillo, dijo, y buscó con la mano debajo de la ruana. Sacó un envuelto de papel y se lo extendió a don Diego.
—Lo tomamos prestado durante la visita —dijo el Mono—. Por favor, se lo devuelve a doña Dita apenas usted regrese, ¿sí?
Don Diego lo recibió tembloroso y lo desenvolvió. El prendedor brilló con la pobre luz de la vela. La agitación hizo que se le escurriera entre los dedos y cayó al piso. El sonido del metal apenas se oyó por el golpeteo de la lluvia en el techo. Don Diego se agachó afanado a buscarlo, pero el Mono sopló fuerte la vela y el cuarto volvió a quedar negro.
—Feliz tarde, don Diego.