Enrico Arcuri puso sobre la mesa de trabajo las fotografías de varios castillos para que don Diego eligiera el que más le gustara. Eran castillos alemanes, austriacos, italianos y solo dos franceses. Ninguno del valle del Loira y ninguno del tamaño del de Chambord. Necesito darme una idea, dijo Arcuri, un poco del estilo y del tamaño. Estos no, dijo don Diego, y apartó las fotos de los más grandes. Son monumentales, pero hay que ser realistas y adaptarnos al terreno. Que se presta para hacer algo importante, aclaró el arquitecto, podemos aprovechar la inclinación y trabajar en diferentes niveles.
—Debería conocerlo —dijo don Diego.
—¿Qué?
—El terreno. Debería ir conmigo a Medellin.
Arcuri abrió la boca para decir algo pero lanzó una carcajada, más de incredulidad que de gracia. No existe la mínima posibilidad, dijo, de que yo me monte en un avión. ¿Problemas de salud?, preguntó don Diego. Sí, dijo Arcuri, el miedo es un problema de salud, y un problema grave. Don Diego sonrió.
—También se puede ir en barco.
—¿Llegan barcos a su ciudad?
Don Diego negó con la cabeza. Olvídelo, dijo Enrico Arcuri, lo haremos como lo hemos hablado: yo aquí y sus arquitectos allá. Don Diego abrió los brazos en señal de rendición y Arcuri se puso a buscar algo entre un arrume de planos enrollados. ¿Y qué me dice de las fotos?, preguntó. Don Diego miró otra vez los castillos sobre la mesa y se detuvo en uno en particular: el castillo de La Rochefoucauld. Levantó la foto y se paró junto a la ventana para observarla con más luz.
—Aquí está —dijo Arcuri, desde su desorden.
Extendió el piano sobre la mesa y pisó las cuatro esquinas con cuadernos.
—Este es su terreno.
—Y este, el castillo que me gusta.
Don Diego se acercó y le mostró la foto.
—La Rochefoucauld —dijo el arquitecto—. Lo conozco muy bien.
—¿Tiene algo que ver con el escritor? —preguntó don Diego.
—Mucho, sobre todo con sus sobrinos y con todos los Rochefoucauld que sobrevivieron a Richelieu.
—Ah, Richelieu —dijo don Diego.
—Ah, demonio —dijo Arcuri.
El arquitecto tomó la foto del castillo y la puso sobre el plano topográfico.
—Pues aquí ya tenemos algo —dijo—. ¿Lo quiere con río o sin río?
Don Diego soltó una risotada.
—Apenas hay un arroyo muy cerca del lindero —respondió—. ¿Le sirve?
Cyrine asomó la cabeza detrás de la puerta y se disculpó por la interrupción. Aquí está el señor Baumann, dijo en francés. El arquitecto pidió permiso y la acompañó. Don Diego no esperaba encontrarse con Mirko, y lo que parecía una coincidencia resultó ser una cita muy bien planeada.
Los tres salieron a tomar algo en el café Kranzler, que desde su reconstrucción presentaba en las tardes una orquesta de cámara. Para don Diego no había mayor placer que tomar café, y una tajada de torta, con música clásica en vivo. Mirko y Arcuri pidieron ginebra. Don Diego permaneció muy callado, atento al repertorio. En una pausa de la orquesta, Mirko le dijo:
—Queremos invitarte a ser parte de nuestro proyecto.
—Vamos a reunificar Alemania —dijo Arcuri, sin rodeos.
—¿Ustedes dos? —les preguntó don Diego.
—No bromees, por favor —dijo Mirko.
—Somos muchos, miles, todos civiles, franceses como yo, italianos, ingleses y, por supuesto, una gran cantidad de alemanes —le explicó Arcuri.
—Y ahora quieren incluir a un colombiano —comentó don Diego.
—Necesitamos el apoyo de todos. El partido está maniatado por la persecución…
—¿Qué partido? —preguntó don Diego.
Mirko y Arcuri se miraron. La orquesta empezó a tocar de nuevo. Las bases nacionalsocialistas están intactas, continuó Arcuri, pero don Diego lo interrumpió con un gesto. Es Mozart, les dijo en voz baja. Diego, las ideas no murieron, intentó decir Mirko, pero don Diego lo calló con un gesto enérgico. Cerró los ojos y Mirko y el arquitecto vieron cómo se dejaba llevar por un andante.
A las ocho esperó a Dita en la puerta de la residencia para ir a cenar. Ella bajó elegante y perfumada, pero no traía su cartera ni su abrigo.
—¿No estás lista?
—Sí —dijo Dita—. Sube, por favor.
Ella lo besó en el ascensor. Le dio un beso largo y húmedo como el que, días antes, le había dado en el cine. El se frenó en la puerta del apartamento. Era la primera vez que subía y ella lo entró de la mano.
El ambiente olía a comida en preparación, a algo que llevaba mucha pimienta. En la radiola sonaba una cantante alemana de voz aguda, a la que don Diego no reconoció.
—¿No sabes quién es? —preguntó Dita.
Don Diego negó.
—Es Rosita Serrano.
—La chilena a la que Hitler amó.
Dita le puso un dedo en la boca. Suena por ti, dijo, canta un par de canciones en español. Dame tu saco. Puedo esperar así, dijo él. Dame el saco, insistió Dita. Don Diego miró de reojo a los cuartos.
—¿Y tus compañeras?
—No están —respondió Dita mientras colgaba el saco de don Diego en el armario de visitas. Se paró frente a él y en voz baja le dijo—: Hoy no van a estar —y le dio otro beso, con más seguridad, más saliva y con cierto afán.
Un rato después, don Diego vio una mancorna suya tirada en la alfombra. Quiso levantarse y recogerla pero sintió vergüenza de su desnudez. Dita, a su lado, parecía dormida. En la sala, Rosita Serrano terminaba de cantar La paloma. En la mesa de noche había dos copas de champaña medio llenas. Don Diego quería tomar agua, ponerse la ropa y mojarse la cara. Dita, sin abrir los ojos, le recostó la cabeza en su hombro, le puso una mano sobre el pecho y la otra la deslizó bajo las cobijas y la dejó sobre el miembro flácido de don Diego. Ella sonrió. El se sintió tan confuso como hacía un rato, cuando ella metió la mano por entre su pantalón. Algo así solo se lo había hecho una rumana o alguna egipcia en el burdel de Las Turcas. Nunca lo imaginó de una alemana bien educada, hija de un pastor de la Iglesia. Dita soltó lo que tenía en la mano y la deslizó hasta la cintura. El seguía incómodo. No estaba acostumbrado a las caricias ni a hacerle la siesta al sexo. Quería moverse, pero el brazo de ella en su barriga lo tenía inmovilizado.
—Te quiero —susurró Dita—, pero no me quiero casar.
—¿Qué?
Don Diego se incorporó. Ella abrió los ojos y recostó la cabeza en la almohada.
—Te quiero mucho —repitió ella—. No tengo una sola duda de que eres el hombre con el que deseo pasar el resto de mi vida, pero no me quiero casar.
El, con los ojos inquietos, desquiciados, buscó la ropa y solo vio el pantalón a medio camino entre el cuarto y la sala. ¿Qué estás diciendo, Dita? Estás ebria. No, dijo ella, es una decisión de hace mucho tiempo que no tiene que ver contigo. Eso no lo dice una mujer, dijo él con los ojos puestos en el pantalón. Eso no lo puede decir una mujer como tú, dijo otra vez. Déjame explicártelo, pidió Dita. No, ¿cómo puedes decir algo así después de lo que acabamos de hacer?, dijo él. Quiero irme contigo a América, quiero tener hijos contigo, pero no quiero intermediarios en mis sentimientos.
—¡Cállate!
—Diego, por favor.
—¡Que te calles!
—No, Diego, vas a oírme.
El levantó las cobijas de un golpe, se sentó en el borde de la cama y se agarró la cabeza con las manos.
—El amor —dijo ella— no es algo que uno pueda formalizar…
—¡Ya, Dita! —gritó él y, desnudo pero con medias, caminó rápido hasta la puerta, recogió su pantalón y siguió derecho hasta la sala, donde había quedado el resto de su ropa.
Ella fue al baño y descolgó la bata. Mientras se la anudaba, buscó las pantuflas bajo el lavamanos. No las encontró. Se sentó en el sanitario y orinó. Apoyó los codos en las rodillas y hundió la cara en las manos. Cuando terminó, gritó:
—¡Eres un testarudo!
Se limpió y gritó otra vez:
—¡Eres un pobre macho latino! ¿Qué te cuesta escucharme? ¿Eh?
Dita vació el sanitario y se miró en el espejo. Tenía el pelo revuelto y la rabia había aclarado sus ojos azules. Intentó retocar el peinado con las manos, pero no insistió y salió.
—Diego —lo llamó desde el cuarto.
Fue a la sala y no lo encontró. Diego, dijo otra vez, y miró hacia los otros cuartos. Entró a la cocina y tampoco lo vio. Abrió la puerta del apartamento y gritó hacia abajo, al vacío de las escaleras:
—¡Diego!
Regresó a la sala y se sentó. Algo sonaba y no sabía qué era. Un siseo. Fue hasta la radiola y encontró el disco de Rosita Serrano girando, con la aguja al final. Lo apagó y volvió al cuarto. Se echó en la cama donde antes se había revolcado con él. Agarró una almohada y la abrazó, se dio media vuelta y vio las copas de champaña. Y sobre la alfombra vio la mancorna de don Diego, reluciente y sola, como una estrella.