19

A Twiggy le causaban gracia las señoras en el salón de belleza sentadas bajo los secadores de casco, enruladas y hablando a los gritos. Algunas sudaban y otras dormían. Ella ni siquiera usaba el secador de mano. Solo se decoloraba el pelo, lo hacía desbastar un poco atrás y, todavía mojado, se lo peinaba hacia un lado. Más de una vez le oyó decir a alguna bajo el casco:

—Aquella parece un muchacho.

Lo habrá dicho por el peinado, porque del cuello hacia abajo usaba unas minifaldas tan diminutas que no podía estirarse a alcanzar algo sin que se le vieran los calzones. También, en más de una ocasión, oyó a alguna señora decir tras ella:

—Qué descaro.

Ahora la peluquera intentaba pegarle en el pelo un postizo con cola de caballo.

—La peineta no agarra bien, mija —dijo la peluquera—. Es que además de cortico, lo tenés muy liso.

Twiggy giró la cabeza a lado y lado para ver la cola en el espejo. Quedate quieta, la regañó la peluquera. Quiero ver, dijo Twiggy. Todavía no, cuando termine te pongo un espejo. El color del pelo sí es, dijo Twiggy. Claro, míja, dijo la peluquera, esperate, te lo pego más alto para que se vea más chic. Y con la ayuda de dos ganchitos logró ajustar la peineta en la coronilla.

—Te quedaría mejor si te engominaras hacia atrás —propuso la peluquera.

—Dale —dijo Twiggy.

La peluquera mojó, untó, peinó y estiró hasta que pelo y postizo quedaron como un solo peinado. Ya estaba en los últimos retoques cuando alguien afuera pitó enardecido. Todas las clientas miraron. Twiggy reconoció, a través de la vidriera, el Dodge Coronet del Mono Ríascos. Se asomó y él le hizo señas para que se acercara. Ella se arrimó a la ventanilla y le preguntó:

—¿Y ese milagro?

—Subite. Necesito hablar con vos.

—Esperate, voy a pagar —dijo Twiggy, y volvió a entrar a la peluquería.

Fue directo al fondo, donde estaba el perchero en el que las clientas colgaban las carteras. Ya te pago, le dijo de paso a la peluquera. Llegó hasta el racimo de bolsos y movió los otros para desenganchar el suyo. Y en ese movimiento, rápida como un mago, escarbó en los bolsos ajenos. Sacó, además de plata, tres labiales, un frasco chiquito de perfume, una polvera, un casete y una caja de chicles de menta. Si no sacó más fue porque el Mono volvió a pitar enloquecido.

—¿Qué es este escándalo? —le reclamó ella apenas se subió al carro.

—¿Qué te pasó en el pelo? —preguntó el Mono.

Twiggy meneó la cabeza y bamboleó su cola de caballo. Llevaba años sin que el pelo le rozara los hombros.

—Me creció de tanto esperarte —dijo.

—He estado muy ocupado —se excusó d Mono, y arrancó sin rumbo fijo.

—¿Y cuál es la afanadera?

—Se enredó el negocio, mónita. Desde hace ocho días no me contestan el teléfono.

—Se te enredó la vida, entonces.

Twiggy prendió el radio y movió el botón para buscar Radio 15.

—Apagá eso —le ordenó el Mono.

Ella no le hizo caso y dejó una emisora en la que Nicola di Bari cantaba El corazón es un gitano. El Mono estiró el brazo y lo apagó.

—Necesito que me ayudés con algo.

—No, Mono. Mucho te advertí que yo no iba a participar.

—No te vas a meter, solo tenés que mirar.

—Mirar ¿qué?

Ella volteó a verlo. Llevaban varios días sin verse y le llamó la atención el aspecto demacrado del Mono. Le olió mal, además, y bajó la ventanilla.

—Mirar qué pasa en el castillo —dijo el Mono.

—No, señor.

—¿Te da miedo?

—No —dijo Twiggy, y se acarició con suavidad la cola de caballo—. Vos sabés que yo no conozco el miedo. Y también sabés que no me meto en terrenos que no sean los míos.

—Mirar también es lo tuyo —dijo él.

—Cada paso que doy —enfatizó Twiggy.

—¿Y entonces?

—Mucho te dije que no te metieras en eso.

El Mono golpeó el timón y gritó, ¡pero ya estoy metido, carajo, y necesito que me ayudés! Twiggy se aferró al dobladillo de la minifalda y prefirió mirar hacia afuera. Luego sintió que el Mono le tomó la mano, sin fuerza. Necesito que me ayudés, mónita, dijo él, casi sin aliento.

Twiggy no se había fijado bien por dónde iban y de pronto notó que el Mono manejaba rumbo al castillo. Ella sacó los cigarrillos de la cartera y le ofreció. El Mono negó con la cabeza. No he parado de fumar, le dijo. Twiggy prendió uno y botó el humo muy despacio. Volvió a deslizar los dedos entre el postizo.

—¿Y cómo hacemos? —preguntó ella.

—¿Lo vas a hacer? —preguntó el Mono.

—Todo depende.

El Mono se rascó la cabeza y tamborileó sobre el timón. Luego dijo:

—Solo hay un camino hasta el castillo y está militarizado.

—Qué maravilla —dijo Twiggy.

—Tal vez te podrías asomar desde los lotes de al lado pero… —el Mono se quedó callado.

—Pero ¿qué?

El se revolcó el pelo con una mano.

—Tranquilo —le dijo Twiggy.

—Tal vez desde algún árbol —dijo el Mono.

—Pues los árboles son lo mío.

—Es que no estoy muy seguro. El Tombo me dijo que en los alrededores también hay policías.

Twiggy sonó los dedos.

—Ahí está la solución —dijo—. El Tombo es policía, él puede entrar.

—No puede si no le asignan el lugar. Y no se lo han asignado —dijo el Mono.

Los dos se quedaron callados. El volvió a tamborilear sobre el timón y ella se terminó el cigarrillo. Al fondo vio aparecer la torre en ladrillo de la iglesia de San José. Se quedó mirándola mientras daba la última calada.

—Bendito sea mi Dios —dijo.

Media hora más tarde, Twiggy caminaba muy derecha hacia la puerta del castillo por el camino de cipreses. El Mono la vio adentrarse. Por los nervios no le había detallado la vestimenta: una camiseta de manga sisa, botas de tacón muy alto y una minifalda ceñida. Pitó para alertarla y a ella le molestó que siguiera ahí parqueado. El le hizo señas para que regresara, y ella se las hizo para que se fuera. ¡Vení!, le gritó el Mono, pero ella le dio la espalda y siguió hasta la reja, donde había cuatro policías.

—Abranle la puerta al Señor —les dijo Twiggy.

—¿Cuál señor? —preguntó uno.

Ella sacó de la cartera una biblia que se había robado, minutos antes, en la sacristía de la iglesia de San José y la puso frente a la cara del policía.

—El Señor de los Cielos —dijo—. El me ha enviado para aliviar el dolor en esta casa.

Los policías se miraron con muecas burlonas.

—Ahora no se reciben visitas —dijo otro.

Twiggy miró hacia el castillo y vio más policías y algunos carros. Estaba muy lejos como para poder ver algo a través de las ventanas.

—Tengo un mensaje de Dios para la señora Benedikta —dijo, y metió la mano en la cartera, de la que sacó un cirio gordo que también se había robado—. Y el cirio milagroso que le regresará a su marido.

Los policías volvieron a mirarse, esta vez más serios.

—¿Quién es usted?

—Una humilde mensajera.

—Sí, pero ¿quién?

—No soy la única —dijo Twiggy—. Somos diez mujeres que no pararemos de rezar hasta que vuelva don Diego.

—¿Y quiénes son? ¿Dónde están?

Twiggy dudó, miró el cirio y apretó la biblia contra el pecho.

—Estamos donde haya dolor —dijo.

Los policías seguían mirándose sin decidir nada.

—Por favor —les dijo Twiggy—, lo único que les pido es que le den mi mensaje a doña Dita.

—¿La conoce?

—Claro que la conozco.

—Espere —dijo uno, y salió hacia el castillo.

Twiggy les sonrió a los que quedaron y ellos le miraron las piernas. Ella dio media vuelta hacia el camino. El Mono ya se había ido.

—Qué loma tan dura —comentó—. Y con este sol.

Al cuarto de hora apareció el otro, a lo lejos. Ella vio que venía despacio y muy serio. Sintió que todo se le iba al piso. El otro llegó y le dijo algo en el oído al compañero. Luego corrió el pasador de la reja y ella contuvo la sorpresa.

—Pase —le dijeron—. Vaya hasta la terraza, que allá la reciben.

En el porche la esperaban Hugo, el paje, y otro policía. Ella subió las escaleras y se los topó de frente. Se puso más nerviosa con Hugo que con el agente. Ella sabía cómo lidiar con los policías, de tanto evadirlos ya no les temía, pero en cambio Hugo la estremeció.

Él estaba vestido de negro de los pies hasta el cuello, tenía guantes blancos y se veía demacrado y entristecido por la ausencia de don Diego. Y hasta deprimido, porque llegaron a sospechar de él y lo interrogaron. Largo, engominado y tieso, y con un castillo de fondo, hizo temblar a Twiggy.

—Parecía Drácula, Mono. Te lo juro, parecía un vampiro —le contó Twiggy después, cuando se reunieron.

El policía se quedó afuera y ella entró con Hugo hasta el vestíbulo. Espere un momento, le dijo él, y subió las escaleras de madera, que empezaban en dos brazos y se unían en el centro. Del techo colgaba una lámpara de cristal con más de ocho briceros. A la derecha vio el retrato de una mujer sonriente y supuso que sería Benedikta. Twiggy clavó los ojos en la cruz de oro y piedras preciosas que le colgaba a la señora del cuello. También supuso que esa cruz existiría. A la izquierda, con un marco más recargado, vio el retrato de un hombre serio y maduro. Será él, pensó Twiggy. Dio unos pasos adelante y entró a otro vestíbulo que daba a un jardín. En la mitad flotaba otra araña de cristal con más briceros y más colgantes que la anterior. Frente a ella, a contraluz, había un vitral redondo con don Diego y una niña que recogía rosas rojas, rosadas y amarillas.

—Es ella —le dijo el Mono—. Yo conozco ese vitral.

—¿Ella? —preguntó Twiggy.

—Isolda —dijo el Mono, con más aire que voz.

A cada lado se abrían dos pasillos y, aunque no vio a nadie, escuchó murmullos y de pronto alguna tos. Saltó cuando volvió a oír la voz de Hugo.

—Sígame.

Este sí hace menos ruido que yo, pensó Twiggy, y dio la vuelta para seguirlo.

—Está ni mandado hacer para ladrón, Mono. No se siente.

De paso vio a los parientes que terminaban de almorzar en un comedor inmenso. Hablaban en voz baja, muy elegantes y circunspectos. Los acompañaba un policía de rango mayor.

—¿Un mayor? —preguntó el Mono, muy ansioso.

—No sé —dijo ella—. Yo no les distingo las arandelas esas que se cuelgan.

Todos voltearon a mirar a Twiggy, que seguía a Hugo hasta uno de los salones. El le dijo, siéntese, ya viene la señora. Salió y ella vio de reojo que los parientes la seguían mirando desde el comedor. Tal vez esperaban a que ella se sentara para ver cómo se las arreglaría para cruzar las piernas sin mostrar. Pero se sintieron descubiertos, carraspearon y volvieron a los murmullos.

A los pocos minutos entró Dita, amable y sonriente, como en el retrato del vestíbulo, a pesar de los desvelos y la pena. Twiggy se puso de pie, con la biblia pegada al pecho. Disculpe que la haya hecho esperar, dijo Dita, no me había arreglado en toda la mañana. Tenía ropa de casa, pero en el pecho llevaba una joya: un prendedor de plata en forma de llave antigua y con incrustaciones de diamantes. Twiggy parpadeó rápido. Siéntese, por favor. Gracias, dijo Twiggy, atrapada en la mirada profunda de Dita y sin saber qué decir.

Sentado frente a una copa, el Mono embolataba los nervios con aguardiente y poemas de amor, en una cantina de Envigado. Recitaba por recitar en un bisbiseo que ni él mismo se entendía, como si rezara en un momento de conmoción. Son, por eso, tan negras como las noches de los gélidos polos, mis flores negras. Dio dos golpes sobre la mesa con la copa vacía para llamar la atención de la mesera. Tráigame otro doble, por favor, le dijo cuando apareció. Guarda, pues, este triste, débil manojo que te ofrezco de aquellas flores sombrías. El Mono miró el reloj y esculcó en los bolsillos del pantalón. Habría jurado que tenía una moneda, pero no encontró nada. Vida perra, se dijo. Sacó un billete de un peso y lo puso sobre la mesa. Miró a la mesera, que charlaba con otra en la barra mientras su aguardiente se evaporaba sobre un charol.

En el castillo, Twiggy habría dado la vida por un trago. Luego de presentarse como una enviada del Señor, no encontró más que decir. Dita le agradeció y se quedó mirándola a la espera de algo. Twiggy pretendía que Dita hablara para ella poder concentrarse en lo que decían los señores en el comedor. Desesperada por el silencio de Dita y por el murmullo incomprensible de los otros, abrió la biblia al azar y empezó a leer un texto de Ezequiel. En medio del fuego había cuatro seres vivos. Tenían la misma forma: cada uno tenía cuatro caras y cuatro alas. Sus piernas eran rectas, con pezuñas como las de buey. Twiggy levantó los ojos y se encontró con la expresión sonriente de Dita.

El Mono palmoteo para llamar la atención de la mesera, que seguía en parloteo con la otra. Ella lo vio, se llevó la mano a la frente y soltó una carcajada. Caminó rápido con la copa bamboleándose sobre la bandeja. Qué vergüenza con usted, se excusó con el Mono. Él le dijo, cámbieme este billete, que necesito hacer una llamada. Ella descargó la bandeja en la mesa y, de un bolsillo del delantal, sacó una moneda de veinte. Se la dio al Mono y le dijo coqueta, tenga, me la queda debiendo. El Mono se bebió el aguardiente de un sorbo, arrugó la cara y se levantó. Antes de llegar al teléfono le pidió otro aguardiente a la mesera.

Los seres iban a donde el Espíritu quería, y las ruedas iban allá porque el Espíritu que estaba en los seres estaba también en las ruedas, leyó Twiggy mientras intentaba escuchar a los parientes por encima de sus propias palabras. De cuando en cuando levantaba la mirada y se cruzaba con la de Dita, que seguía en la misma posición desde que se sentó. Por encima de los seres se veía como una plataforma de cristal resplandeciente. Perdón, la interrumpió Dita, ¿no le han ofrecido nada?, le preguntó con su acento alemán que nunca pudo endulzar. Twiggy negó con la cabeza. ¡Hugo!, llamó Dita, y el paje apareció al segundo. Un vasito de agua está bien, dijo Twiggy. Dita le hizo una seña a él para que fuera y otra a ella, para que continuara. Twiggy no encontró el punto donde había dejado la lectura; entonces retomó donde cayó el dedo: La luz que lo rodeaba tenía el aspecto del arco…

El teléfono timbró y los petrificó a todos, incluida ella, que ni siquiera pudo sostener la biblia y se le deslizó entre las piernas hasta el suelo. Dita se dio vuelta para mirar a los parientes, que también se habían dado vuelta, atentos al teléfono. El oficial de la policía se puso de pie y les hizo una seña para que se quedaran quietos y en silencio. Se paró junto al teléfono negro que tenía conectado a dos grabadoras. El aparato parecía timbrar cada vez con más volumen. Cada uno lo sintió vibrar en los huesos, y todos lo miraban como si fuera a hacer algo diferente a timbrar.

Twiggy pasó del calor al frío y con cada timbrazo creía que se iba a desmadejar. Esto no es lo mío, pensó cada vez. Vio a Dita, que parecía contenerse para no hablar, y a los parientes, que parecían listos para un ataque, y al oficial, que, indolente, miraba el teléfono a la altura de sus rodillas. Finalmente dejó de sonar y todos volvieron a tomar aire. ¿Y si de pronto no era él?, preguntó alguien en la mesa. Sea quien sea, dijo el oficial, debe saber que no es prudente llamar aquí. Dita soltó un sollozo y se abrazó a Twiggy, que aprovechó para quitarle el prendedor. Los parientes se pusieron de pie y uno de ellos le dijo, tiene que ser así, Dita, lo sentimos. Ella no respondió y salió caminando rápido del salón. Señores, dijo otro pariente, pero el oficial lo calló y miró de reojo a Twiggy, que seguía fosilizada en el salón colonial. Todos volvieron a mirarla y ella íes sonrió. Entendió el mensaje y salió tratando de recordar el trayecto hasta la puerta principal. Hugo nunca llegó con el agua.

—Esto no es lo mío, Mono.

—¿Y entonces?

—¿Qué?

—¿Qué pasó? —preguntó el Mono.

—Ya te conté todo —dijo Twiggy.

—No me jodas.

—Es que hablaban muy pasito y de cosas que yo no entendía.

—Pero algo te tuvo que llamar la atención, alguna frase. Si estaba el policía ese era porque estaban hablando de nosotros, ¿o no?

—Pues sí —dijo Twiggy—, sí decían cosas como de actuar, algo del gobernador y no sé qué de la recompensa.

—¿No sé qué? ¿Vos creés que a mí me sirve un «no sé qué»?

—Comé mierda, Mono —dijo Twiggy y se tomó un aguardiente. Luego se quedó pensativa y dijo—: Hablaron de un belga.

—¿Belga o verga?

—Belga. Me parece que dijeron que la otra semana llegaba el belga.

El Mono se sobó la cara, preocupado. Se mordió el labio de arriba y después prendió un cigarrillo.

—¿Será un investigador extranjero?

Twiggy se encogió de hombros.

—Te importa un culo, ¿no cierto? —la increpó el Mono.

—Me voy —dijo ella, y mientras se levantaba dejó un envuelto muy pequeño sobre la mesa.

—Te quedas —le ordenó el Mono, y ella se sentó—. ¿Qué es eso? —le preguntó señalando el paquetico con la boca.

—¿No querías una prueba, pues? Agradecé que no me quedé con ella.

Se miraron con ira. El Mono rodó el asiento hacía atrás, ruidosamente, y se levantó. Se rascó la cabeza y caminó con las manos en los bolsillos hasta la rocola, que en ese instante cambiaba de un disco a otro. Oyó que Twiggy rugió como una fiera desde la mesa, y la vio despelucada guardando el postizo de cola de caballo en la cartera. El Mono se acercó.

—¿Ahora qué te pasa? —le preguntó.

—Nada —respondió ella, y escurrió la copa de aguardiente en la boca—. El pelo largo tampoco es lo mío —dijo.