17

El Mono Riascos no había terminado de pagar cuando el muchacho ya estaba trepado en la moto, desbordado de felicidad. La prendió, aceleró y el ruido les entró a todos por los pies y les invadió el sistema nervioso. El muchacho no salió en la Bultaco por la puerta del taller, como debería, sino que cruzó el concesionario por la sala de ventas, entre escritorios y vendedores que, al borde de un ataque al corazón, se taparon las orejas y saltaron a un lado para evitar que los atropellara. Llegó hasta la entrada principal, cruzó la acera y entró en la calle sin cerciorarse de sí venían carros. Después del estruendo y del susto, el Mono corrió para ver hacia dónde había ido el muchacho. No alcanzó a verlo, aunque todavía se oía el ruido del motor.

Después lo vio aparecer a la vuelta de la esquina, sonriente como un niño. No se detuvo sino que pasó frente al Mono, le levantó el brazo para saludarlo y volvió a acelerar. Dejó al Mono con la frase ¡para dónde vas! perdida en un cúmulo de ruido.

—Vení, muchacho —insistió el Mono, pero ya había desaparecido por la esquina.

La vendedora salió a la calle para entregarle al Mono los papeles de la moto.

—Qué muchacho, por Dios —dijo admirada, aunque seguía pálida—. Todavía no me ha vuelto el alma al cuerpo —añadió.

El Mono guardó los papeles en el bolsillo de atrás.

—Con eso va a quedar agradecido de por vida —dijo la vendedora.

—¿Qué?

—Ahí va a tener a esa belleza para rato —dijo ella—. Con semejante regalo.

El Mono se contuvo y se rascó la cabeza.

—No es un regalo —aclaró.

—¿Ah, no? —dijo la vendedora, y le sonrió.

A lo lejos, vieron otra vez al muchacho, que se acercaba a toda velocidad.

—Yo mejor me entro —dijo ella—. No me aguanto un susto más —y desde la puerta le advirtió al Mono—: Mejor cómprele un casco.

El muchacho se detuvo. Aceleraba fuerte para hacer sonar la moto. Qué chimba, Mono, qué requetechimba, dijo. Al Mono le cambió el aspecto al verlo tan contento.

—Subite, pues —dijo el muchacho.

—¿Para dónde vamos? —le preguntó el Mono.

—A pasear.

—Pero despacio.

—¿Despacio? Eso sería como caminar teniendo alas.

—Dejá la aceleradera. La vas a fundir.

El muchacho se rio y se le marcaron dos hoyuelos en las comisuras de la boca. El Mono sintió que un soplo de frío le bajaba del corazón al estómago. Se subió a la moto y tanteó a los lados de dónde agarrarse. Desde su puesto, y sonriente como siempre, la vendedora les dijo adiós con la mano.

Cruzaron sobre el río Medellín como una exhalación. Tomaron la autopista por la oreja del puente y culebrearon entre los carros que iban hacia el sur. De nada le valió al Mono advertirle varias veces, ¡cuidado, muchacho!, cada vez que se veían pegados al guardachoques de algún carro. Casi se incrustan contra una tractomula bajo el puente de la fábrica de licores. El Mono se puso serio y le dio un golpe fuerte al muchacho.

—O manejás despacio o me quedo aquí —lo amenazó.

Siguieron con más calma hasta el siguiente puente, donde pararon a comprar pandequesos. El muchacho ni siquiera se bajó de la Bultaco. Se quedó contemplándola, le acarició el tanque, el timón, abrió y cerró varias veces la tapa de la gasolina. Deslizó la mano sobre el asiento tibio y limpió el retrovisor con una punta de la camisa. El Mono regresó con dos cervezas y una bolsa con pandequesos recién salidos del horno.

—Ahora quién te va a aguantar —le dijo al muchacho.

—Pues vos, que me aguantás todo.

El Mono le extendió la bolsa para que sacara un pandequeso, pero el muchacho agarró la cerveza y bebió sin parar.

—Epa —dijo el Mono.

El muchacho se detuvo cuando la botella iba por la mitad. Se acercó al Mono, lo miró sin parpadear y le dijo:

—Gracias.

—Pensé que se te había olvidado —dijo el Mono, por decir cualquier cosa, porque cuando el muchacho lo miraba así, no era capaz ni de pensar. Mordió un pandequeso para salir del pasmo.

—¿Adonde te llevo? —preguntó el muchacho.

—Pues a mi casa, tengo que recoger el carro para ir a trabajar. Ya me cogió la noche.

—¿Y si te llevo al trabajo?

El Mono chasqueó la lengua y negó con la cabeza.

—No vamos a empezar —dijo—. Mejor nos vemos más tarde.

El muchacho se quedó serio y se recostó en la moto para terminar la cerveza.

—Esta noche celebramos —propuso el Mono, pero el muchacho no respondió. Caminó hasta un lote baldío, donde arrojó al aire la botella vacía. Luego se paró de espaldas y orinó.

Mientras lo observaba, el Mono sintió que se ahogaba en un mar de culpas y de dudas. La situación no estaba como para regalos y celebraciones. En Santa Elena, sus hombres empezaban a impacientarse, había pasado un mes en que nada avanzaba. Don Diego no cedía, sus familiares tampoco y él, lo tenía muy claro, sería el último en ceder.

—¿Qué hace el Mono todo el día, cuando no está aquí? —le preguntó Maleza a Caranga, arriba en la cabaña.

—Pues trabajar, supongo.

—¿En qué?

Caranga, enfundado en su ruana blanca, se quedó pensando. Hará llamadas, vueltas, resolverá problemas, no sé, dijo. Pensó un momento más y añadió, también hará trabajo de inteligencia. Maleza lo miró y se quedó pensativo.

—¿Y en qué irá a terminar todo esto? —preguntó.

—Pues en lo que todos esperamos que termine.

—¿Y si no?

Caranga se puso de pie y encendió la luz. Puso el revólver sobre la mesa de centro y tomó una colilla del cenicero. La prendió y dijo:

—Y si no, pues no.

—El Mono ha sido muy suave con el viejito —dijo Maleza—, se deja mangonear. Si me dejara a mí, yo le hacía escribir esa carta en un dos por tres.

—¿Y cómo?

—Pues apretándole las güevas. Así fue como me enseñaron. Al principio aguantan pero todo dolor tiene un límite.

Caranga dio dos fumadas y botó mucho humo. Casi se quema los dedos y volvió a apagar la colilla. Luego dijo:

—Pues ahora soy yo el que te pregunto: ¿y si no hace caso?

—Pues si no, se aprieta más —respondió Maleza.

Desde la sala oyeron que don Diego empezó a canturrear esa canción que ninguno conocía. Maleza hizo un gesto de molestia. ¿Sí ves?, dijo, hasta se da el lujo de cantar. Caranga comentó, últimamente, cuando se despierta, le da por una canción de un pájaro azul. Pues claro, dijo Maleza, si aquí está muy amañado. Lo que hace falta es apretarle precisamente eso, el pájaro. Caranga se rio pero lo cogió un ataque de tos que lo dejó doblado. Desde el cuarto, don Diego los llamó:

—¡Baño! —gritó.

Caranga, sin recuperarse de la tos, le hizo señas a Maleza para que fuera.

—¡Baño! —gritó otra vez don Diego.

Maleza refunfuñó y se levantó. Viejo meón, dijo, le deberían dar un balde para que haga sus porquerías en el cuarto. Cuidado, Maleza, le advirtió Caranga apenas pudo hablar, no vas a hacer pendejadas. Volvió a meterse el revólver en la cintura y se sentó. Oyó el ruido del candado y los pasos arrastrados de don Diego. Oyó a Maleza, que lo molestó con algún comentario, y hasta oyó el ruido intermitente de la orinada. Sacó de un bolsillo uno de los volantes que había arrojado el helicóptero. El Mono había dado la orden de botarlos, pero Caranga guardó uno y cada vez que lo leía, se quedaba pensando en los doscientos mil pesos que ofrecían de recompensa. Incluso se memorizó el número de teléfono donde recibían la información. Maleza regresó y Caranga escondió el volante dentro de la ruana.

—¿Qué pasó? —preguntó.

Maleza ni se molestó en responderle. Miró el reloj y dijo:

—Qué tardes tan hijueputamente largas.

Al Mono se le pasó el tiempo dando vueltas con el muchacho en la moto. Cuando miró la hora lo agarró el remordimiento y se le disparó el mal genio.

—Llevame a mi casa —le ordenó al muchacho.

—Ah, ¿tenés afán?

Sin esperar respuesta, el muchacho aceleró a fondo, zigzagueó entre los carros, sin respetar señales ni semáforos, y aulló como un vaquero en un rodeo.

—¡Despacio! —le dijo el Mono, pero ya el muchacho había entrado en éxtasis.

Entonces el Mono tuvo que hacer lo que no se debía, lo que siempre quiso pero que por dárselas de hombre dejó de hacer. Agarró al muchacho por la cintura para no salir volando en las curvas cerradas. Así, abrazado a él, llegó a su casa, con el pelo revuelto y los ojos irritados por el viento y el polvo. Así lo vio Lida desde la ventana del segundo piso. El Mono no la vio pero el muchacho sí. Y justo antes de arrancar, hizo retumbar el motor y le guiñó un ojo a Lida. Ella cerró la cortina de un tirón.

—¿De dónde viene, Mono? —le preguntó ella, apenas entró.

—De trabajar.

—¿Con ese?

—No. El me trajo.

—¿Y la moto es de él?

—Sí.

—Y ese ¿de dónde saca plata para darse esos lujos? —preguntó Lida.

—Jum —exclamó el Mono y levantó los hombros.

Lida salió para la cocina y desde allá le preguntó al Mono qué quería comer. Nada, dijo él, tengo que salir. Ella se asomó y le preguntó, ¿otra vez?, pero si acaba de llegar. Tengo que hacer unas vueltas, dijo el Mono. Pero si a esta hora ya está todo cerrado, dijo Lida. El Mono, en su cuarto, se olió las axilas y se cambió de camisa. Sacó un suéter y entró al baño. Lida le habló desde afuera:

—Por aquí estuvo la muchacha.

—¿Cuál?

—La de las minifaldas, la que tiene el pelo como de muchachito.

—¿Qué le dijo?

—Preguntó por usted. Vino en un camión con otra gente.

—Bueno.

El Mono se quedó callado y Lida ahí quieta, esperando.

—¿Sigue ahí, mamá? —le preguntó el Mono—. Sí.

—Váyase.

—¿Qué?

—Váyase, que con usted ahí no me sale.

Entonces Lida regresó a la cocina y el Mono pudo soltar en su chorro la media docena de cervezas que se había tomado con el muchacho.