16

Era el castillo perfecto. Con solo recordarlo, el castillo de Chambord, en el valle del Loira, dejaba sin aliento a don Diego. De frente o por detrás, desde cualquier ángulo, bajo cualquier luz. Su cuerpo central, con cuatro torreones, del que se erguían varias torres y chimeneas que contrastaban grises sobre el cemento claro, su magnitud y su imponencia, lo hacían, como decía don Diego, un castillo de cuentos.

—¿Y algo así es lo que usted quiere? —preguntó Enrico Arcuri, el arquitecto francés de familia italiana que le recomendaron a don Diego. Lo preguntó con socarronería luego de escucharlo referirse al de Chambord como el castillo soñado.

—Bueno —dijo don Diego—, hay que empezar por algo, por una idea, al menos.

—Un castillo —murmuró Arcuri, y cruzó los dedos. Luego comentó—: Me parece que llega un par de siglos tarde.

—Precisamente —dijo don Diego, extasiado—. Para eso es que sirven ahora los castillos, para detener el tiempo. Es como vivir siempre en el hoy y en el antes.

El arquitecto achicó los ojos para mirarlo.

—Colombia no es Francia —dijo.

—Desde luego —respondió don Diego. Guardó silencio y luego atacó—: Pero toca acomodarse a lo que hay a la mano. Dicen que Chambord fue concebido por Da Vinci pero yo, para mi castillo, me conformo con sus ancestros italianos, signore Arcuri.

El viejo y resabiado arquitecto había tenido su momento de esplendor a comienzos de los años treinta. Construyó mansiones y edificios importantes en Berlín, Hamburgo y Francfort, sobre todo. Era considerado un «ecléctico ejemplar» y entre sus seguidores estaban los que se oponían al modernismo, tendencia que Arcuri despreciaba.

—Ya no se hacen castillos —insistió—. No sé si fue la guerra o qué, pero ahora todo lo que se construye se parece a un búnker.

—Es una moda y yo no la sigo —dijo don Diego—. Quiero algo como siempre lo he soñado, ajustado a una realidad, por supuesto.

Arcuri se sirvió un poco de agua y de un cajón del escritorio sacó un frasco de pastillas.

—¿A qué se dedica usted? —le preguntó a don Diego, y antes de permitirle responder, llamó en voz alta—: ¡Cyrine!

Don Diego se dio vuelta a ver si entraba alguien por la puerta del despacho.

—Disculpe —le dijo Arcuri.

—Pensé que el señor Baumann le había hablado de mí.

—Lo hizo, pero quiero saber qué hace, a qué dedica su tiempo, cómo es su vida.

—Creo que primero deberíamos llegar a un acuerdo, ¿no le parece?

—¿Acuerdo económico? —preguntó Arcuri, y luego volvió a llamar—: ¡Cyrine!

—Prefiero llamarlo un acuerdo profesional —explicó don Diego.

Arcuri, tembloroso, abrió el frasco y se tomó una pastilla. Con el mismo temblor levantó el vaso de agua y regresó el frasco al cajón. Por segunda vez desde que entró, don Diego sintió que estaba frente al hombre equivocado. La primera fue porque tuvo que esperar veinticinco minutos a que el arquitecto lo atendiera, y cuando lo hizo pasar no le dio ninguna explicación. Mirko le había advertido que era un hombre mayor, pero a don Diego no le molestó, a él tampoco le gustaba lo que hacían los arquitectos jóvenes y pensó que compartiría con Enrico Arcuri el gusto por lo clásico.

—Mire —dijo el arquitecto—, no lo voy a engañar. Antes que nada quisiera convencerlo de olvidarse de la idea del castillo. Hay otras opciones igualmente tradicionales pero menos…

Movió los dedos en el aire, intentando atrapar una palabra. Don Diego se echó hacia delante, apoyó las manos en el escritorio y le dijo:

—No se desgaste, no quiero opciones.

—Menos reaccionarias, podría ser —dijo Arcuri para redondear su idea.

Don Diego se puso de pie, como expulsado por un resorte.

—No es ninguna determinación política, señor —dijo—. Puede sonarle frívolo pero es un simple capricho, y por eso mismo es prácticamente imposible que considere otra alternativa.

El arquitecto, por primera vez, le sonrió. Siéntese, le dijo, y acompañó la propuesta con un movimiento de la mano, que ya le había dejado de temblar. Luego se levantó y fue hasta la puerta, la abrió y volvió a llamar a Cyrine, esta vez sin gritar.

—¿Hay monarquía en Bolivia? —preguntó Arcuri.

—Colombia —corrigió don Diego—. Lamentablemente, no.

—Es solo curiosidad.

La puerta del despacho se abrió y se asomó una mujer menuda, también mayor, que le preguntó a Arcuri, en francés, qué necesitaba. Don Diego se levantó cuando la vio y le hizo una venia con la cabeza. Aquello, dijo el arquitecto, y la mujer volvió a salir.

—Tal vez es el valle del Loira lo que me molesta —dijo Arcuri—. Lo han convertido en una especie de parque de recreo, parece una mesa repleta de pasteles decorados. ¿Quién nos entiende? Hicimos una revolución pero conservamos la veneración por lo monárquico. No hay una lección en ese valle; por el contrario, toda nuestra pequeña burguesía se ufana de él.

La mujer entró de nuevo con un paquete en las manos y, callada, lo dejó sobre el escritorio. Arcuri le hizo una seña con los ojos para que saliera. Tomó el paquete y se lo extendió a don Diego.

—Abralo —le dijo—. Casi no los encuentro. Los busqué toda la mañana y cuando usted llegó seguían extraviados.

Don Diego desenvolvió el paquete con cuidado y se sorprendió cuando vio una colección de discos. Era Parsifal, de Wagner, en una grabación de 1936 en el teatro Colón de Buenos Aires, dirigida por Fritz Busch. Sus ojos brillaron y apenas pudo balbucear:

—Esto es una joya.

—Digamos que es la primera piedra de su castillo.

—Pero tendría que haber sido yo… —intentó decir don Diego.

—Bah, da igual —dijo Arcuri—. Lo que vamos a hacer va en contra del sentido común. Es mejor que nos vayamos acostumbrando.

Los dos sonrieron y, diez minutos después, don Diego salió feliz con el regalo a encontrarse con Dita en la Puerta de los Elefantes.

Del zoológico no quedaba ni la sombra de lo que fue. Los animales que no murieron por las explosiones de la guerra lo hicieron por el susto.

—Algunos escaparon a las calles —dijo Dita—. Tenían que matarlos a disparos porque no había donde guardarlos.

—Debieron ser un peligro más —dijo don Diego.

Los dos caminaban por el zoológico, entre los jardines que habían vuelto a crecer.

—Una noche yo iba para el refugio, ya estaba oscureciendo y no había luz en las calles —contó Dita—. De pronto, vi algo a lo lejos que se movía muy despacio. Pensé que era un perro y avancé, pero cuando lo tenía a unos veinte metros casi me da un infarto. Era una leona.

Don Diego se detuvo y solo dijo:

—Dios.

—Quedé petrificada —continuó Dita—. Las dos nos miramos a los ojos. Ella rugió muy débil y alcancé a verle los colmillos. Pensé en correr, pero la leona retrocedió. Iba cojeando.

—¿Y qué hacías tú en Berlín en medio de los bombardeos? ¿Por qué no estabas con tus padres?

—Estaba con ellos en Waldwinkel, pero mamá y yo vinimos a recoger a Annemarie, que llegaba del norte.

Los estanques seguían secos. Llegaron hasta las ruinas del aviario y se pusieron a mirarlas, callados. Se conformaron con recordar las mil y tantas aves que allí trinaron enjauladas y que murieron con el solo ruido de las detonaciones. Ahora, entre los destrozos anidaban algunas palomas que poco a poco habían regresado. Dita, con los ojos vidriosos, caminó hasta unos avisos y don Diego la siguió. Eran letreros, como los que había por toda Alemania, que anunciaban reconstrucciones.

—Vamos a ver los osos —propuso ella.

A pesar del deterioro, el parque zoológico era muy visitado. Se había convertido en un oasis para los berlineses, un lugar neutro para la memoria donde se alejaban de los convoyes militares y de las discusiones acaloradas entre inconformes, militantes y resignados. Se cruzaron con niños que reían y jugaban como si nunca hubiera pasado nada, y con viejos sentados en bancas, que se calentaban al sol, rumiando el pasado y digiriendo el presente. Don Diego le tomó la mano. En el otro brazo sostenía los discos que le había regalado Enrico Arcuri.

—Piensa que pudo haber sido peor —dijo él.

—Ya fue peor de lo que imaginé —dijo Dita.

—Pudo haber sido como Hiroshima.

—En todas partes fue horrible —Dita hizo una pausa y dijo—: No quiero hablar de esto.

Don Diego apretó la mandíbula, se veía incómodo. Le soltó la mano a Dita para quitarse la bufanda.

—Cometieron un error —dijo—. En unos años los Aliados se van a dar cuenta de su equivocación.

—Diego.

—Ya lo verás —insistió—. Así ha sido siempre, en un tiempo añorarán lo que aquí echaron por tierra.

Dita se detuvo en seco y le dijo, enfática, no quiero hablar de esto, por favor. Alguien tiene que decirlo, dijo don Diego. No eres el único, lo dicen en todas partes y ¿qué han ganado?, preguntó Dita, y luego agregó, solamente que nos siga dominando el dolor. Don Diego quiso decir algo pero ella le puso la mano en la boca. En mi familia, dijo, hemos hecho un pacto de silencio, y eso va para ti también. El apretó los labios y vio en los ojos de Dita una fuerza que lo debilitó. Después ella lo tomó de la mano y caminaron sin decirse nada hasta que vieron, detrás del muro, un oso enorme que gruñía de pie.