Antes de terminar la clase, Isolda recorre las siete octavas del piano en un ejercicio para reforzar los meñiques. De ida lo hace en staccato y de regreso en legato, una dificultad que le impone la maestra Uribe para desarrollar la destreza de los dedos.
Al final, le dice a la maestra que la acompañará afuera. Su única intención es treparse en la bicicleta apenas ella se vaya. Solo puede pedalear desde el garaje hasta la puerta de rejas, que en distancia no es mucho, tal vez cien metros, pero para Isolda son toda una autopista a la libertad. No faltan, sin embargo, las advertencias de Hedda, que siempre aparece para exigirle cualquier cosa.
—No está bien que te montes con vestido, niña loca.
Isolda no hace caso y sube hasta el bosque, empujando la bicicleta. Cuando llega se trepa de nuevo y pedalea entre los primeros árboles, pero choca con una rama baja y cae en la maleza.
Un silencio llena el follaje. No se mueve ni una hoja, ni un solo pájaro, ni siquiera se mecen los árboles más altos, ni se siente cuando ruedan las cinco manzanas que cargaba en la canasta de la bicicleta. Isolda, boca arriba, abre los ojos y ve la luz del cielo, filtrada a través de las ramas, que desde abajo parecen las manos de un gigante. A su lado, y en la punta de una hoja larga, hay un grillo verde que parece mirarla. A Isolda le duele un brazo. Le pregunta al grillo, ¿es cierto que oyes por las rodillas? El bicho no dice ni cric, ni aletea ni salta. Sigue quieto en la hoja. Ella mira el brazo que le duele: tiene rasgada la manga, la tela untada de sangre y un rasguño un poco más abajo del hombro.
—¡Isolde! —oye su nombre a lo lejos.
Se levanta rápido, se sacude el vestido y recoge las manzanas del suelo. El grillo salta y se aferra a la espalda de Isolda sin que se dé cuenta. Ella se adentra en el bosque, canturreando.
—Era para enloquecerse, don Diego —dijo el Mono—. Yo sabía que estaba ahí, la veía entrar, la escuchaba cantar, sentía que se movía dentro del monte pero no podía verla. ¿Por qué nunca fueron a chequear qué pasaba allá adentro?
—Guzmán fue muchas veces y no encontró nada —dijo don Diego.
—Y entonces ¿los peinados? —preguntó el Mono.
Don Diego arrugó la nariz y miró hacia otro lado. El Mono había ido aprendiendo los gestos de don Diego, como este que significaba que no quería hablar más. Se sentó y reclinó la silla hacia atrás para apoyarla contra la pared. Sintió frío y ganas de tomarse un aguardiente.
—Se pasaba horas en el monte —continuó—, tardes enteras. Solo salía cuando la mamá la llamaba, y eso que a veces la hacía esperar —el Mono se calló un momento y luego dijo—: A propósito, ayer hablé con ella.
—Mentiras.
—Se lo juro. Me contó que tenía la gastritis alborotada.
—Dita nunca va a hablar con ustedes.
—Pues ya lo hizo. Está desesperada, quiere llegar a un arreglo rápido.
Don Diego se enderezó con esfuerzo. El Mono le sonrió y dijo:
—Usted ya no depende de sus propias decisiones, doctor. Ahora depende de las circunstancias.
—¿Y quién no? —le preguntó don Diego, con cierta sorna.
El Mono lo miró fijo mientras pensaba.
—Toda la gente que trabaja para usted, para los de su clase, depende más de sus caprichos que de cualquier otra cosa —dijo—. A cada rato en la vida uno termina dependiendo más de la casualidad que de alguna persona.
—No hay personas sin circunstancias —dijo don Diego, ya muy derecho sobre el catre. Y añadió—: Usted y yo dependíamos de Isolda, en situaciones muy diferentes.
El Mono se despegó de la pared, con silla y todo.
—Yo no dependía de ella. Nunca en mi puta vida he dependido de nadie —dijo.
—¿Y por qué la espiaba? —preguntó don Diego, pero luego agitó la mano en el aire—. No, corrijo, ¿por qué no podía dejar de espiarla?
El Mono se mordió el labio superior con los dientes de abajo, y soltó una risa para ganar tiempo.
—Todo lo que hice dependió de mí porque yo decidí quererla —dijo—. Usted sabe, don Diego, que el amor es obsesión, aquel monstruo indomable, que respira tempestades, y sube y baja y crece, como decía el maestro Flórez.
Isolda canta por entre un sendero de nogales, de castaños, almendros, jaguas y pomos. Pisa confiada un camino hecho de pasos que ya conoce de memoria. Levanta las puntas de su falda y guarda las cinco manzanas en la hamaca que forma con el vestido. Se adentra más y empiezan a escucharse ruidos inquietos sobre la hojarasca. Hola, dice ella, en voz baja y dulce, hola, hola, repite, muy atenta a los matorrales. Toma una de las manzanas y la lanza bosque adentro. Se oye como si un punzón atravesara la fruta antes de caer. Isolda sonríe. Hola, hola, dice de nuevo, y el monte se llena de más ruidos.
—Shhhh —dijo el Mono, y señaló el techo con un dedo. Don Diego, sin entender, lo siguió con la mirada—. ¿Qué suena? —preguntó el Mono.
—¿Qué…?
—Shhhh —el Mono volvió a callarlo.
Se oyó un ruido a lo lejos, como un motor de algo. Rápidamente, el Mono miró su reloj y negó con la cabeza. El sonido se escuchaba más claro y fuerte. Don Diego se puso de pie, sin dificultad, y quedó frente al Mono, en un diálogo sin palabras. No tenían necesidad de decir que lo que sonaba cada vez más cerca era un helicóptero.
El Mono salió en carrera del cuarto, cerró la puerta de un golpe y olvidó poner el candado. Don Diego pegó la oreja a los tablones de la ventana y no escuchó el ruido de las aspas sino el golpeteo de su corazón. Sintió un mareo.
En la casa, el Mono daba órdenes.
—¡Apaga esa luz, Cejón! ¡Cierren todas las ventanas!
—Están cerradas. ¿Qué pasó?
—¿Están sordos, güevones?
—La de la cocina está abierta, Garlitos.
—¿Quiénes están de guardia?
—¿Qué es lo que suena?
—Caranga y el Pelirrojo.
—Un helicóptero. ¿Dónde está el Tombo?
—¿Qué estás diciendo, Mono? ¿Un qué?
—Está de servicio.
—¡Cállense! —les gritó el Mono, y al fin pudieron escuchar el traqueteo del motor, muy encima de ellos. Se miraron aterrados.
—Nos descubrieron —dijo el Cejón, blanco como un papel.
—Callate.
—Son las seis y media de la tarde, Mono, a esta hora nadie vuela en Medellín. Si están aquí es porque nos encontraron.
—¡Que te callés, malparido!
Caranga y el Pelirrojo entraron apurados. Estaban pálidos como los otros y con la nariz roja por el frío.
—¿Lo oís, Mono?
—¿Hay neblina? —preguntó el Mono, y los dos negaron con la cabeza—. Esperen aquí —les dijo a todos, y antes de salir les advirtió—: Lo matan si cualquier cosa.
El Cejón se dejó caer en el sofá y empezó a llorar.
El helicóptero parecía volar en círculos, el ruido cambiaba de un lado a otro, a veces lejos, a veces cerca. De rodillas y en el suelo, don Diego cruzó los brazos sobre el pecho. Sabía que la puerta había quedado sin candado y que los bandidos tendrían más miedo que él. Los había oído chillar, como ratas arrinconadas. Sacó fuerzas y se puso de pie. Sintió que a su cuerpo le faltaba el esqueleto, y aun así caminó despacio hasta la puerta y la abrió lentamente.
—¿Y si no es un solo helicóptero sino varios? —le preguntó Caranga a Garlitos, los dos empapados en sudor.
—¿Y si también vienen por tierra? —preguntó el Pelirrojo mientras el Cejón mordía un cojín para ahogar su llanto.
El Mono corrió encorvado desde la cabaña, como si ya estuviera en medio de un tiroteo, y se escondió entre matas de su tamaño, con la Makarov empuñada. Luego gateó de un lado a otro para tratar de ver el helicóptero. Sintió el motor en cada poro de la piel, pero no logró ver nada. Por entre las hojas de helecho, tan amplias como daban sus brazos, asomó la cabeza y vio la cabaña oscura, detenida, sin humo, sin más color que el de las begonias. Metió de nuevo la cabeza bajo las hojas y como un resorte volvió a asomarla. ¡Jueputa!, se dijo entre jadeos. Al lado de la cabaña, muy limpio y brillante, estaba el Dodge Coronet azul claro, y a un lado, arrumado, el plástico negro con el que debían haberlo cubierto. El Mono se arrastró para regresar, pero antes de salir al claro sintió que el helicóptero le pasaba por encima, más bajo y estruendoso que nunca. Pudo verlo fugazmente cuando el viento de la hélice despejó los matorrales y él quedó ahí tieso, como un tronco, esperando el peor desenlace.
Isolda se acuesta sobre el musgo húmedo. Ya les ha repartido las manzanas a los almirajes y ellos están en plena faena. Tejen con su cuerno en el pelo de ella, y con destreza le incrustan flores, hojas y semillas. Isolda cierra los ojos y ellos le amarran las trenzas con hierbas delgadas. Isolda les canta Alie Leut’, alie Leut’ geh’n jetzt nach Haus’. El grillo que le había saltado a la espalda ahora la observa desde una rama. Ella lo ve y le pregunta otra vez, ¿es cierto que tienes las orejas en las rodillas? El grillo apenas mueve las antenas.
—¡Auch! —se queja Isolda.
Un almiraj ha tirado fuerte de un cadejo para sellar el peinado. Isolda se sienta y palpa el pelo con delicadeza para calcular la forma y el volumen. Se pone de pie y dice, los quiero a todos, los amo. Salta contenta de regreso hasta donde ha dejado la bicicleta. Y canta, Grosse Leut’, kleine Leut’, dicke Leut’, dünne Leut’.
Don Diego arrastró los pies por el corredor penumbroso. Le temblaba el cuerpo y en cada paso sentía que se desmoronaba. Llegó hasta el umbral donde el pasillo se unía con la sala y ahí los vio a todos. Ninguno lo vio a él. Estaban de espaldas y apuntaban con sus pistolas hacia la puerta de la cabaña. El Cejón lloraba acurrucado en el piso.
El helicóptero tronaba de un lado a otro. Don Diego avanzó entre basura, ceniceros derramados, botellas de gaseosa vacías, paquetes de comida y revistas descuadernadas. Los hombres se sobresaltaron cuando él pasó junto a ellos, caminando con dificultad hacia la puerta.
—¿Qué hace? —le preguntó Carlitos.
—Vuelva al cuarto —le ordenó el Pelirrojo.
Pero don Diego siguió y estiró el brazo para agarrar el pomo de la puerta.
—¡Dispárenle! —ordenó Caranga.
—¡No! —gritó el Cejón, con la cara descompuesta por el llanto. Con los brazos abiertos se interpuso entre don Diego y los muchachos—. ¡No! —les dijo otra vez, suplicante.
Don Diego no se detuvo ni se volteó a mirarlos. Abrió la puerta y salió. Frente a él, a varios metros de distancia, vio al Mono arrodillado sobre el pasto, con la cara y las manos estiradas hacia lo alto. Don Diego también miró arriba y, al igual que el Mono, quedó bajo una lluvia de papeles que caían del cielo. Sin mucho esfuerzo atrapó uno en el aire y se vio a sí mismo de saco y corbatín, con unos binóculos en las manos, descrito como un hombre de setenta y seis años de edad y bien conservado, de constitución robusta, con ojos claros y buena dentadura. Al final del volante se ofrecían doscientos mil pesos por cualquier información que llevara a las autoridades a su rescate. Miró al Mono y lo vio a gatas, recogiendo afanado los volantes esparcidos en el pasto. Luego Caranga y el Pelirrojo lo agarraron de los hombros y lo entraron a la cabaña, mientras el ruido del helicóptero se perdía a lo lejos.
Antes, muchos años antes, una princesa salió del bosque, a esa misma hora, con el pelo trenzado en rulos enormes, como cilindros de oro, y adornados de pétalos amarillos y rojos, con dos orquídeas ensartadas a cada lado y una bromelia en el copete. Bajaba en su bicicleta, con el vestido arriba de los muslos, la manga rasgada y cantando una canción alemana.