Seis muchachos pasaron en un convertible con el radio a todo volumen. Cantaban frenéticos Get back, de los Beatles, y hacían chirriar los neumáticos en las esquinas. Los hombres tenían el pelo largo, patillas que les bajaban hasta la mandíbula y gafas para el sol, y ellas, que eran dos, vestido de trapecio a la mitad del muslo, o incluso un poco más arriba.
El Mono Riascos y sus amigos tomaban cerveza en la terraza de una heladería, y él les decía, es mejor hacerlo un domingo porque hay menos tráfico. En esas cruzaron los muchachos en el convertible y se robaron la atención de todos. El Mono paró de hablar y luego retomó sus explicaciones.
—Por lo general, en la mañana se quedan en el castillo, luego van a misa, después a almorzar donde algún familiar y en la tarde se pasan por la biblioteca de Itagüí.
—Si nos toca sacar a la niña de misa, yo no me apunto —dijo el Cejón.
—Ni yo —dijo el Tombo, y se dio la bendición.
—Para su tranquilidad, hermanitas de la cari dad —les dijo el Mono—, los vamos a interceptar… —los muchachos pasaron otra vez en el convertible y, desde la esquina, el ruido de los neumáticos hizo que todos se voltearan a mirarlos—. Hijos de papi —gruñó el Mono mientras ellos vociferaban, agitando manos y cabezas, Get back to where you once belonged—. Los vamos a interceptar apenas salgan de la biblioteca —continuó el Mono cuando desapareció el convertible.
—¿Antes de que se suban al carro? —preguntó el Pelirrojo.
—¿El carro es la limusina? —preguntó el Cejón.
—Yo prefiero después —dijo el Mono.
—¿Por qué? —preguntó el Cejón.
El Mono ya iba a abrir la boca para responder cuando volvió a escuchar el chirrido de los neumáticos, en la misma esquina por donde ya habían aparecido dos veces.
—Get baaack, get baaack!
—Riquitos de mierda —dijo el Mono, con rabia, cuando el carro pasó por el frente. Esperó a que se alejaran y preguntó—: ¿En qué iba? —pero el Cejón, el Tombo, el Pelirrojo y Caranga se miraron, mudos, entre ellos. Tomaron cerveza mientras el Mono, muy impaciente, se restregaba la cara y el pelo—. Vamos a necesitar más gente —continuó el Mono—, al menos dos más y que sean berracos y prudentes.
—Yo tengo a alguien —dijo Caranga.
—¿Está limpio?
—Más o menos.
—¿Conocés a alguien más de la policía? —le preguntó el Mono al Tombo, que frunció la boca, pensativo.
—Tal vez —respondió—. Habrá que averiguar.
—¡Ya me acordé! —dijo el Cejón.
—¿De qué?
—De lo que estabas diciendo. Dijiste que preferías agarrar a la niña después de que se subiera al carro.
—Ya no es tan niña, Cejón, es casi una señorita —dijo el Mono, suavemente.
—¿Para qué dejarla subir al carro? ¿Por qué no la agarramos antes? —preguntó el Cejón, pero ya todos, incluido el Mono, estaban otra vez distraídos con el ruido de las llantas del convertible. Y con el radio, con el canto y los alaridos de los muchachos. El Mono le dijo al Cejón:
—Pues porque no me da la puta gana.
Empujó la silla hacia atrás y salió. Se paró en medio de la avenida con las piernas un poco abiertas, metió la mano en la cintura, sacó su Makarov 9 mm y apuntó al frente, donde el convertible ya asomaba la trompa. En la terraza de la heladería algunos se escondieron debajo de las mesas. Los del combo lo miraron impresionados, parecía que el Mono estuviera decidido a detener el carro a punta de bala.
—Get baaack, get…!
Los muchachos frenaron en seco cuando vieron al Mono con los brazos estirados, apuntándolos a cinco metros de distancia. Se quedaron pasmados con lo que les parecía imposible, hasta que las mujeres soltaron en coro un grito de horror. El que manejaba metió reversa y, sin mirar atrás, aceleró a fondo. Se chocaron contra un poste de luz y luego arrancaron hacia delante, derrapando sobre el pavimento. El Mono siguió quieto y apuntó hasta que los perdió de vista. Luego volvió a encartucharse la Makarov en la cintura y caminó tranquilo hasta la terraza. Se sentó con sus amigos y les preguntó:
—¿En qué iba?