El Mono le dio la espalda a Twiggy y se cubrió con la cobija. Ella estaba sentada contra el espaldar de la cama, con los pechos al aire y las manos entre las piernas. Soltaba y encogía los dedos de los pies. Resopló y le dijo al Mono:
—Cuando no es una cosa, es la otra.
—Hablá pasito —le dijo él.
—Cuando no es una cosa, me salís con otra —repitió, molesta.
—¿De qué estás hablando?
—Pues que cuando no es por el trago es porque estás cansado, o preocupado. Y ahora es dizque porque hay gente.
El Mono volteó a mirarla.
—Pues con esos allá afuera, no puedo.
—No podés ahora —dijo ella—, pero antes de meterme al cuarto, te diste ínfulas y les dijiste que me ibas a hacer ver estrellas.
—Que hablés pasito, ¿sí?
Ella se levantó desnuda y buscó su ropa por el suelo. No me jodás, Mono, le dijo, y se puso la camiseta. Luego se arrodilló a mirar debajo de la cama.
—Entendeme, mónita, no me puedo concentrar con el viejito allá encerrado.
Twiggy se puso el suéter y siguió buscando, agachada. Claro, dijo, faltaba el viejo para que le echaras la culpa. Se puso de pie, mitad vestida, y de un tirón le quitó la cobija al Mono. ¿Qué estás haciendo, boba?, le reclamó, y ella, en el mismo tono, le respondió, estoy buscando mi ropa, ¿o querés que salga así? El Mono se cubrió con las manos, se acurrucó, se quejó del frío y volvió a pedirle a Twiggy que bajara la voz.
Cuando ella por fin encontró los calzones, le pareció verla más tranquila. Entonces la llamó:
—Vení, mónita, vení para acá.
Ella lo miró rabiosa mientras se acomodaba los pantalones. Vení, ¿sí?, insistió el Mono. Y ahora ¿qué?, preguntó ella. Vení aquí al lado mío. Twiggy gateó sobre la cama, que chirrió con solo apoyar una mano, y se echó junto al Mono, cara con cara. El le deslizó un dedo sobre la nariz y trató de pegarle en el párpado una pestaña postiza que se le estaba soltando.
—Dejala así —dijo ella.
—Perdóname, mónita —le dijo él—. La próxima vez nos desquitamos.
—¿Y quién te dijo que va a haber una próxima vez? —le preguntó ella.
El Mono se rio y dijo:
—No va a haber una sino muchas más.
—¿Ah, sí?
—Esperate —dijo él, y se estiró para alcanzar el pantalón. De un bolsillo sacó un fajo gordo de billetes y le pasó algunos—. Cómprate algo bonito —le dijo.
—¿Con esto? —Twiggy le devolvió los billetes y le arrebató el fajo. Lo besó en la boca y le susurró—: Así está mejor.
Ella se levantó y se puso un zapato de tacón muy alto.
—Bandida —le dijo el Mono.
Ella cojeó por el cuarto y pateaba la ropa del Mono, que estaba tirada en el piso. Debajo de la camisa encontró el otro zapato.
—Twiggy —dijo el Mono—. Ya sabes.
Ella levantó los hombros como si no supiera nada.
—No les comentes nada de esto a los muchachos, ¿sí?
Twiggy caminó hasta la puerta y antes de salir le dijo, pero qué voy a contar si aquí no pasó nada. Eso, precisamente, dijo el Mono, pero ya ella estaba afuera.
El se estiró en la cama, se abrió de piernas, se acarició su barriga que tanto odiaba, y se apretó las partes que le habían hecho pasar otra vergüenza más con Twiggy. Algo sintió con la mano ahí puesta. Está vivo, se dijo. Oyó una carcajada de ella y otras de los muchachos. El Mono se imaginó lo peor. Mucha puta, murmuró entre dientes, mientras en su mano se le abultaba el miembro.
Afuera, Twiggy tuvo problemas para prender la Lambretta. El motor se había enfriado. El Pelirrojo, que estaba de guardia, la vio darle crank varias veces, pero la motico siguió ahogada.
—Dejame probar —le dijo el Pelirrojo. Ella le cedió el puesto y él, con pata de percherón, le mandó varios intentos a la palanca y tampoco prendió—. Dejémosla descansar un rato —le propuso.
—¿Descansar de qué? —preguntó Twiggy—, si lleva ahí quieta dos horas.
—Debe ser la altura —dijo el Pelirrojo. Puso cara de preocupación y añadió—: Ojalá no sea el pistón.
—El Mono debe estar furioso —dijo Twiggy.
Al Mono lo irritaba que ella subiera en la moto, por ruidosa. No quería llamar la atención y había prohibido, además, la música, las conversaciones afuera y todo lo que hiciera bulla. Alguna vez el Cejón le propuso llevar un perro para alertarlos si alguien se acercaba, pero el Mono alegó que podía meterse en otra finca, o ladrarle toda la noche a una lechuza, o morder a alguien y ahí sí, enfatizó el Mono, nos metemos en un lío.
—Vení, fumémonos un cigarrillo —le dijo el Pelirrojo a Twiggy, pero ella ya había empezado a rodear la cabaña, aprovechando la pizca de luz que todavía le quedaba al día.
La casa tenía los muros forrados de costras de pintura vieja y grandes manchas de humedad. Las ventanas y las puertas apenas se tenían en los marcos. Twiggy pasó frente a la cocina y vio a Garlitos concentrado en picar una cebolla. El no la vio y ella siguió hasta la ventana siguiente, a la que el viento le agitaba uno de los batientes de madera. Adentro estaba el Mono, y como ella no quería que la descubriera, se echó rápido para atrás, pero lo que le pareció ver la hizo asomarse de nuevo: el Mono se masturbaba frenéticamente, con los ojos apretados, la mano libre agarrotada y los labios brotados como una flor. Twiggy abrió los ojos tanto como pudo, sorprendida e indignada.
Caminó agitada hasta la parte trasera de la cabaña, donde se detuvo para recomponerse. Exhaló vapor frío y con un dedo se tocó las pestañas. Detrás de ella escuchó una tos. Se dio vuelta y solo vio unos tablones gruesos clavados en la ventana con clavos brillantes. Twiggy notó que por una esquina se escapaba una rayita de luz y se agachó para curiosear por la ranura. En principio, no tuvo claro lo que vio: una parte de un catre, un bulto erguido, el espaldar de un taburete, un plato sobre el suelo. Luego el bulto se movió y pudo verlo claramente. Arrodillado sobre el colchón roto, don Diego rezaba con las manos cruzadas en el pecho. Movía la boca en un siseo que ella no alcanzó a distinguir, alumbrado por un bombillo que no se apagaba ni de noche ni de día, como si el encierro no fuera suficiente mortificación. Lo miró un rato hasta que don Diego empezó a disolverse: a ella se le había soltado una lágrima del ojo que espiaba. La secó y volvió a mirar hacia adentro. Don Diego seguía igual. Ella recordó lo poco que sabía de él, que era un hombre rico, bueno y piadoso. También que era un poco extraño. Por la rendija solo veía a un pobre viejo que rezaba con la frente pegada a la pared. Enruanado y maltrecho, ni siquiera parecía un hombre rico.
Twiggy sintió que sus pestañas rozaban el tablón y se apartó un poco. Parpadeó y cuando fue a echar otro vistazo se encontró con el ojo de don Diego, que miraba hacia afuera por la misma ranura. Twiggy echó la cabeza hacia atrás y creyó que se le iba a salir el corazón. Pegó otro salto cuando oyó, al otro lado, el motor neurótico de la Lambretta.
Corrió y encontró al Pelirrojo envuelto en una nube de humo. Aceleraba la moto a fondo para que no se le volviera a apagar. La vas a fundir, güevón, le dijo Twiggy, bajate, le ordenó. Ella se cruzó el bolso por el pecho, se subió, prendió la luz y arrancó después de tres corcoveos. Gracias, muñeco, le dijo al Pelirrojo, y él se quejó:
—¿Ni siquiera un besito de agradecimiento? Ella no lo escuchó. Ya había cruzado la portada, seguida por la humareda blanca que botaba la Lambretta, entrada ya la noche en Santa Elena.