12

Cada mañana, apenas se despertaba de un sobresalto, don Diego pedía que lo dejaran ir al baño. Los primeros días no le permitieron cerrar la puerta hasta que, suplicando, les hizo entender que no había la mínima posibilidad de que pudiera escapar por la ventana alta sobre la ducha. Si acaso cabe un niño, les dijo. Lo dejaron, entonces, cerrar la puerta, aunque el Mono ordenó que le arrancaran el pasador para que no la trancara. Solo así se pudo sentar don Diego, al quinto día, en un inodoro sucio y sin aro. No le permitían ducharse y, sin embargo, les pidió jabón y una toalla para asearse en el lavamanos. Eso nunca se lo concedieron. La única atención que tuvieron con él fue darle un rollo de papel higiénico. De todas maneras, cada mañana, don Diego se mojaba la cara con agua helada y humedecía el poco pelo que le quedaba.

De vuelta en el cuartucho, con el bombillo siempre prendido, perdía la noción de la noche y el día. El interruptor estaba afuera para que él no pudiera apagarlo. Sabía si el día estaba nublado o con sol si pegaba el ojo a una ranura entre dos tablas, pero le daba igual porque siempre hacía mucho frío. Si llovía, el cuarto se llenaba de goteras y tenía que arrastrar el catre hasta una esquina seca. Con todo y eso, una mañana empezó a cantar.

—Está cantando —le avisaron al Mono cuando llegó.

—¿Y?

El Cejón levantó las cejas.

—Nos dijiste que te comentáramos cualquier novedad —dijo.

—A lo mejor se está amañando —comentó Maleza.

—No —dijo el Mono—, si canta es para provocarnos —luego preguntó—: ¿Se oye de afuera?

—No creo —dijo Maleza.

—¿Cómo así que para provocarnos? —preguntó el Cejón.

El Mono no le respondió, salió por el pasillo y cuando llegó a la puerta del cuarto, se detuvo pensativo. Le hizo una seña al Cejón para que le abriera el candado.

—Buenas tardes, don Diego.

El viejo rezaba contra la pared. Siseaba una oración con los ojos cerrados y tiritaba.

—Lamento interrumpirlo —dijo el Mono.

Don Diego lo ignoró. El Mono dio unos pasos lentos, mirando el piso, y continuó:

—Les advertí que no metieran a la policía en esto, y están metidos hasta las narices. Su familia no ha querido aceptar mis condiciones. Es como si usted no les importara, doctor.

Don Diego sonrió y dijo:

—Todo lo contrario. Les importo tanto que están acatando mis órdenes.

El Mono fue hasta la silla y se sentó.

—Dígame una cosa, si en sus manos estuviera salvar a alguien, ¿lo haría?

—Claro que sí —dijo don Diego—. Lo he hecho muchas veces en mi vida, usted lo sabe. Pero en este caso es diferente.

—En este caso —lo interrumpió el Mono—, si ellos pueden salvarlo, no lo van a dejar pudrir en este cuarto.

Don Diego sonrió de nuevo.

—Ellos sí pueden ayudarme —dijo—, pero no de la manera que usted quiere.

—No van a poner en riesgo su vida.

—Usted ya me la está poniendo. Además, cualquier valor que alguien le ponga a una vida es poco. Aquí la plata es lo de menos. Es una cuestión de principios.

—Se equivoca, don Diego —dijo el Mono, exaltándose—, ustedes le han puesto precio a todo, ustedes han comprado principios, conciencias, compran hasta el cariño. Ustedes saben que la tranquilidad tiene un precio y ese precio es el que van a pagar por usted.

Se detuvo para tomar aire y bajó un poco la cremallera de su chaqueta. Don Diego lo retó con la mirada fría. De pronto, el Mono empezó a cambiar de expresión.

—Mire —le dijo—, le voy a poner una prueba.

Terminó de bajar la cremallera hasta que el chaquetón quedó abierto, y de un bolsillo sacó, muy despacio, la falda roja. Don Diego se abalanzó sobre él, enrojecido, decidido a arrebatársela.

—¿Cómo la consiguió? —le gritó.

El Mono la escondió detrás de su espalda y se pegó contra la pared. Empujó a don Diego y lo hizo tambalear, y luego, con el poco impulso que le quedaba, el viejo se lanzó de nuevo contra él.

—Maldito, deme eso.

El Mono lo rechazó con fuerza y don Diego fue a dar de espaldas al catre. Maleza abrió la puerta.

—¿Pasa algo? —preguntó con la pistola en alto.

—Nada —dijo el Mono—, aquí el señor que se las está dando de duro.

Don Diego intentó ponerse de pie. El Mono le hizo una seña a Maleza para que se fuera. Volvió a coger la falda con las dos manos y empezó a amasarla, pegada a su pecho. A ver, doctor, dijo, ¿cuánto no daría usted por acariciar así esta falda, por apretaría, por olería, por dormir con ella? Don Diego logró sentarse con dificultad y sus ojos se le encharcaron. ¿Cuánto me daría?, le preguntó el Mono, ¿cuánto cree que yo le pediría?

Don Diego clavó la cara en las manos y empezó a llorar duro. A veces, en las madrugadas, lloraba poco y en silencio. No tanto por su situación sino por los recuerdos. Siempre que pensaba en Isolda se le salía una lágrima, pero lo hacía solo y callado. Esta era la primera vez que lloraba delante de ellos. El Mono se llevó la falda a la boca y la pegó contra los labios.

—Si estuviéramos en su castillo —dijo—, usted ya habría abierto su billetera y me habría pagado lo que yo le hubiera pedido, ¿no cierto, don Diego? Pero la situación ahora es muy diferente. Esto no es propiamente un castillo y usted no tiene billetera ni manera de ir a un banco. Aunque de todos modos —se acercó al catre— le voy a probar que todo tiene un precio y muchas formas de pagarlo.

Puso la falda roja en la palma de la mano, muy teatralmente, como si sostuviera algo delicado, y dijo:

—Esto, que tantos recuerdos nos trae, que es tan importante para los dos, y que no hay plata en el mundo que a usted y a mí nos mueva a deshacernos de ella, esto —remarcó— lo puede tener con solo escribir una carta.

El Mono esperó la reacción de don Diego, pero él seguía cubriéndose la cara.

—¿Qué me dice, doctor?

Después de un silencio, don Diego asomó los ojos rojos, vidriosos y tristes, y con calma, como si volviera a ser el viejo que estaba ahí encerrado, se acostó de espaldas en el catre.

—Quédese con ella —le dijo al Mono—. Yo ya la tengo en un lugar mejor que el suyo.

El Mono dejó la pose y bajó el brazo. Hizo con la falda una bola y se la metió en el bolsillo del chaquetón.

—No hay problema —dijo.

Caminó despacio hasta la puerta, agarró la manija y se quedó quieto. Don Diego tenía los ojos cerrados y estaba arropado con la cobija. El Mono le dijo:

—Les voy a dar gusto. Con cualquier decisión que tomen yo los voy a complacer. Si deciden pagar, yo les recibo la platica. Y si deciden que usted se muera, yo les doy el gusto y lo mato. Y así todos contentos, ¿no cierto, don Diego?

Esperó unos segundos y cuando ya se había dado por vencido, y se iba a ir, don Diego le dijo:

—Hágame un favor.

—¿Sí, señor?

—Cuando salga, apague la luz.

El Mono tuvo el impulso de golpear la puerta pero se aguantó. Salió sin que se le notara que hervía por dentro. Miró el interruptor del bombillo y siguió de largo a buscar el frío de afuera. Mientras se alejaba, oyó que don Diego empezó a tararear una canción.

En el castillo, Dita se asomó a la ventana de su cuarto y afuera vio soldados, policías, hombres con traje de calle pero armados y periodistas detrás de la verja. Abajo, en el salón, discutían los familiares de don Diego. Ella les había dicho el primer día, hagan ustedes lo que consideren conveniente. Hasta el momento no había acuerdo sobre la conveniencia. Unos decían que sin prueba de vida no se debía adelantar nada, otros fueron partidarios de dar un adelanto en dinero con tal de lograr un acercamiento, otros optaban por un rescate a la brava. Ella apenas oía palabras aisladas. Después de tantos años, todavía pensaba en alemán y, por el contrario, sentía que con el tiempo su español había empeorado.

En el salón alguien dijo, imposible, otro dijo, sería una locura, otro dijo, no hay opción. A ella le hubiera gustado que hablaran más bajo. También habría querido que los policías despejaran el jardín. Guzmán se había quejado de que le pisoteaban las matas, dejaban bolsas de comida tiradas por todas partes y hasta hacían sus necesidades entre los arbustos. Durante la noche sonaban radios de comunicación y aunque ella no estaba durmiendo más de dos horas diarias, necesitaba silencio para descansar.

El teléfono timbró. Dita miró su reloj. Los parientes le habían pedido que, mientras se solucionaba la situación, no contestara. Habían puesto un equipo de grabación y siempre habría un experto, le dijeron, sentado al lado del teléfono. Le molestaba que hubiera tanta gente en la casa. Volvió a oírlos hablando duro y al tiempo, y hasta escuchó una carcajada. Miró su reloj otra vez, corrió la cortina y regresó a la cama. Cerró los ojos y suspiró. Intentó Imaginar a su esposo padeciendo dificultades, pero no logró construir una imagen que la convenciera. Les primeros días ni siquiera estaba segura de que fuera cierto lo que sucedía. Era como si a su rutina le impusieran fragmentos de esa realidad de la que don Diego siempre había tratado de blindarlas.

Oyó que cerraron la puerta de la calle. Tal vez uno de los parientes se iba, o era otro que llegaba. Continuó oyendo murmullos hasta que se le disolvieron en el sueño, pero unos instantes después abrió los ojos sobresaltada. En el salón de música alguien había hundido una tecla del piano.