11

El muchacho acarició el tanque rojo de la Bultaco y luego deslizó los dedos hasta el asiento de cuero negro. Rodeó la moto, muy despacio, sin dejar de palpar cada parte que se iba encontrando hasta que la mano llegó al manubrio. Empuñó el acelerador, se aferró al timón y, solo ahí, miró al Mono Riascos, que ya lo contemplaba embelesado desde que empezó a acariciar la motocicleta.

—Súbase para que la sienta —le dijo la vendedora del concesionario. El muchacho miró al Mono como pidiendo permiso.

—Todavía no la podemos comprar —dijo el Mono.

—No importa —dijo la vendedora, y apoyó la pelvis contra un costado del sillín—, es para que tenga la sensación.

El muchacho le sonrió y ella no resistió el embrujo del mentón partido. Se dejó rozar cuando él levantó el pie para treparse en la moto.

—Qué bacano —dijo apenas se sentó.

—¿Sí ves? —le dijo la vendedora.

El muchacho apretó el chasis con las piernas y juntó los dientes con fuerza, como si manejara a gran velocidad. Al Mono se le ladeó la cabeza mientras lo miraba y a la vendedora se le escapó un suspiro. Luego ella recitó de memoria:

—Nos llegó hace apenas un mes, es una Bultaco Astro, doscientos cincuenta centímetros cúbicos, último modelo, 1971, trajimos cinco y esta es la última que nos queda.

—¿Cuántos caballos tiene? —preguntó el muchacho.

La vendedora soltó una risita y le puso una mano al muchacho sobre el muslo.

—Ahí sí me corchaste —dijo ella—, pero ya te averiguo.

—No hay necesidad —dijo el Mono—, de todas maneras no la vamos a comprar.

—¿Es para ti? —le preguntó la vendedora al muchacho, ignorando al Mono. El asintió y le sonrió. La vendedora no pudo contenerse—. Tan bello —dijo.

—Listo, muchacho —dijo el Mono, palmeando—, mejor bajate de ahí que de pronto le pasa algo a esa moto.

—Déjelo —le dijo la vendedora—, que ahí quietico no le va a pasar nada.

—¿Puedo darle una vuelta? —le preguntó el muchacho y ella hizo un gesto de lástima.

—No, mi amor —le respondió, y se llevó la mano a una de las candongas de su oreja—, ahí sí no te puedo ayudar. Es política de la empresa, porque si fuera por mí…

—Bajate —insistió el Mono—, ya la viste, ya la tocaste, ya te subiste.

—Manejamos el sistema de ventas por club —dijo la vendedora—, pagan un poquito ahora y el resto lo van pagando en cuotas, y lo mejor de todo —abrió los brazos como entregándose y dijo, marcando cada palabra—: no se necesita fiador.

—Mono —suplicó el muchacho desde la moto.

—Bajate de ahí —insistió el Mono.

—Ustedes escogen los clubes —continuó la vendedora, todavía con los brazos abiertos—, hay de mil, dos mil, tres mil…

—¡Te bajás ya! —le gritó el Mono al muchacho, y los demás vendedores y clientes voltearon a mirar. La vendedora sonrió para evitar una catástrofe y dijo:

—Huy, qué papá tan bravo.

El muchacho se bajó de la moto, con cara de enfado, y sin dejar de mirar al Mono, aclaró:

—El no es mi papá.

El Mono salió del concesionario sin despedirse y esperó en la acera. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa. El muchacho se despidió de la vendedora con un movimiento de cabeza y ella le respondió con una frase muda que él no entendió.

Vos sí sos, le reclamó el muchacho al Mono, que intentaba prender el cigarrillo en medio de un ventarrón. No, le refutó el Mono, el que sí sos, sos vos, ¿en qué habíamos quedado? El Mono empezó a caminar y el muchacho lo siguió. Estoy seguro, dijo, que si le insisto me hubiera dejado dar una vuelta. ¿Y para qué una vuelta?, le alegó el Mono, le pasa algo a esa moto y nos toca comprarla. De todas maneras la vamos a comprar, dijo el muchacho, y se detuvo en seco, ¿o no?, preguntó. El Mono caminó y el muchacho, quieto, volvió a preguntar, alzando la voz, ¿o no, Mono?

El Mono se volteó a mirarlo y encontró que el muchacho lo desafiaba con altivez, con las manos metidas en los bolsillos de atrás, el mentón levantado y la mirada oblicua.

—Vení —le dijo el Mono, con voz más suave.

—¿O no, Mono? —insistió el muchacho.

El Mono se le acercó. Lo miró fijamente, aunque no para retarlo sino más bien como si lo degustara. El muchacho pasó las manos de los bolsillos de atrás a los de adelante y empezó a hurgar en ellos. El Mono lo notó y bajó la mirada.

—Claro que te la voy a comprar —le dijo—, yo te lo prometí pero también te advertí que teníamos que esperar.

—¿Cuándo? —preguntó el muchacho y frunció los labios pulposos.

Todavía era agosto y seguía venteando en las tardes. Al fondo, sobre el cerro Nutibara, se veían decenas de cometas que otros muchachos elevaban con los vientos de la temporada. El Mono las vio por encima del pelo revoloteado y del aura rebelde del muchacho.

—¿No te cansa oír siempre la misma respuesta? —le preguntó.

—Te lo voy a seguir preguntando hasta que me des un día exacto —dijo el muchacho.

—Vámonos de acá —le propuso el Mono—, que este viento me está metiendo polvo en los ojos.

En otro lado, Twiggy y sus compinches se apuraban a empacar los cubiertos y las bandejas de plata de un solterón que vivía en el barrio Prado. El hombre salía del trabajo a las cinco y no tardaría en llegar. Le daría un infarto cuando encontrara la casa sin cuadros, sin electrodomésticos, sin la vajilla fina. Quedaría a punto de un síncope cuando viera los cajones tirados, los muebles patas arriba, el vestier vacío y, lo peor, la caja fuerte abierta. Casi muerto, cuando se diera cuenta de que le habían vaciado la casa mientras su mamá veía una telenovela a todo volumen.

Afuera, Carevaca se había trepado en la jaula del camión y le recibía a la Ombligona lo que Twiggy había empacado en cajas y maletas. Ella era la que decidía qué se llevaban. Y estaba molesta porque no había topa para ella, ni joyas, apenas lo que se ponía el solterón y algunos vestidos de vieja. En el joyero solo encontró unas camándulas que empacó de todas maneras porque parecían de oro. También sacó dos juegos de mancornas del solterón. En la caja fuerte encontraron trescientos dólares y varios papeles incomprensibles.

El ruido de la televisión llenaba toda la casa, pero durante un silencio de los actores, sin música de fondo, a la Ombligona se le desfondó una caja y todo lo que contenía rodó por las escaleras.

—¿Es usted, Fabio? —preguntó la señora desde arriba, sin poder voltear el cuello.

Twiggy y la Ombligona se miraron petrificadas. Twiggy, iracunda, y la otra, sudando a mares. Como nadie respondió, la señora volvió a preguntar:

—¿Quién anda ahí? ¿Es usted, Fabio?

Entonces Twiggy se decidió y respondió, falseando la voz:

—Sí, mamá, soy yo.

—Ah, bueno —dijo la vieja y siguió con su telenovela.

Twiggy descansó y le hizo señas a la Ombligona para que se apurara.

En el camión, se lamentó de las cosas que habían quedado regadas en la escalera. No más cajas de cartón, dijo, vamos a seguir usando tulas de lona únicamente. Pues como eran botellas, pensé que irían más seguras en la caja, se excusó la Ombligona. Las botellas pesan más, dijo Twiggy, lástima porque era trago extranjero y se habría vendido bien. Luego añadió:

—Y lástima haber dejado el televisor, pero ni modo.

Estiró el brazo y prendió el radio, pasó por el dial de varias emisoras y se detuvo en una canción de un cantante español que empezaba a causar furor: Niño Bravo. Twiggy dejó su mala cara y empezó a cantar, Tú cambiarás cuando sepas comprender mi amor por ti, cambiarás y jamás podrás vivir lejos de mí…

—Ay, mona —dijo Carevaca—, te está dando duro el Mono.

—Jua, jua —exclamó Twiggy—. El Mono se muere por mí y eso es lo que les duele a ustedes, carechimbas.

—Ni que me gustara el Mono —dijo la Ombligona.

—Les arde que yo sea su consentida —dijo Twiggy, y siguió cantando—: Sé que esperarás mi regreso, sé que en ese instante cambiarás.

El camión avanzó lento por el centro de Medellín, había mucho tráfico porque era la hora de salida del trabajo. Entre las filas de carros, Twiggy alcanzó a ver que más adelante había un retén de la policía.

—Tombos —les advirtió.

—¿Dónde? —palideció la Ombligona.

—Allá adelante. Salgámonos por la próxima cuadra, Carevaca.

Twiggy sacó el brazo por la ventanilla para que los carros del lado los dejaran cruzar hasta la esquina. Siguen buscando al viejito, comentó Carevaca. Como si lo fueran a encontrar en un carro, opinó la Ombligona. A lo mejor están buscando a los secuestradores, dijo Carevaca. ¿Y acaso ya saben quiénes son?, preguntó la Ombligona y miró a Twiggy, que seguía callada, con el brazo afuera.

—¿Será que ya saben, mónita? —insistió la Ombligona.

—Eso no es asunto de nosotros —dijo Twiggy.

—No saqués el brazo, mona, sacá la cara —le dijo Carevaca.

Ella se asomó por la ventanilla y le hizo muecas al hombre del carro del lado para que los dejara pasar. Twiggy le pestañeó, le sonrió y, cuando cruzaron frente a él, le lanzó un beso. Llegaron por fin hasta la esquina y, antes de desviarse, Twiggy les echó una última mirada a los policías que hacían el retén, y dijo:

—Cuclí, cuclí, al que cogí, cogí.

Más arriba, en el barrio Manrique, en su casa, el Mono arrojó al suelo toda la ropa del armario mientras el muchacho, echado en la cama, hojeaba un ejemplar de la revista Mecánica Popular. No era tanta la ropa que había para tirar, pero el Mono sacó, maldiciendo, hasta el último trapo.

—Voy a ver si está en el patio de ropas —dijo y salió. El muchacho siguió pasando hojas, sin inmutarse.

El Mono revisó la canasta de ropa sucia, buscó entre las sábanas colgadas en los cables, en el lavadero, y como no encontró nada, pateó un balde en el que se despercudía una trapeadora. Volvió al cuarto y le preguntó otra vez al muchacho:

—¿Estás seguro de que no te la llevaste?

—¿Yo? ¿Para qué?

—Como renegás tanto.

—¿Ya buscaste en el clóset de tu mamá? —sugirió el muchacho.

—Mi mamá no usa faldas de esas —dijo el Mono.

—Pues vos tampoco —dijo el muchacho—, y tenés una.

El Mono volvió a irse, entró al cuarto de Lida y, con más cuidado, empezó a buscar entre la ropa. Casi todo lo de ella era negro o gris, muy distinto a la falda roja y corta que buscaba el Mono. Hurgó por encima y por debajo y tampoco la encontró.

Se sentó en su cama, a los pies del muchacho, y le dio la espalda. Se revolcó el pelo y dijo:

—Esa falda no se puede perder, vos sabés lo que significa para mí.

—Esa falda ya estaba de botar, Mono, le hemos dado mucho trajín.

El Mono volteó a mirarlo con ira. El muchacho cerro la revista y se incorporó.

—Primero te boto a vos que a esa falda —dijo el Mono, y se paró para ir al baño.

Se echó agua fría en la cara, se olió las axilas y luego oyó que el muchacho lo llamó desde el cuarto.

—¿Qué pasa? —le preguntó el Mono, apoyado en el marco de la puerta.

—Mirá para arriba.

Del techo colgaba una lámpara de acrílico rojo, en forma de cilindro, que Twiggy había sacado de una casa y se la había regalado al Mono. Y sobre la lámpara asomaba una punta de tela roja que él reconoció de inmediato.

—¿Y eso qué está haciendo ahí?

El Mono y el muchacho se miraron y soltaron al tiempo una carcajada escandalosa. El Mono cayó en la cama, doblado de la risa, y el muchacho empezó a saltar sobre el colchón, también riéndose, tratando de alcanzar la falda. En uno de los saltos la agarró y cayó junto al Mono. Entre risa y risa el muchacho se revolcaba abrazado a la falda roja y, a su vez, el Mono lo abrazaba a él. En una de esas vueltas, el Mono estiró el brazo y apagó la luz.