En la butaca del teatro del Oeste, don Diego no aguantó la emoción y con una mano se aferró al brazo de la silla y con la otra, por primera vez, apretó la mano de Dita, que no supo si lo hacía por amor o por el canto de Francesco Merli sobre el escenario. Ella también estaba electrizada con la interpretación de O muto asil cuando sintió los dedos de don Diego rozando los suyos. No volteó para fijarse si él la miraba. Por el rabillo de un ojo le pareció que no. Los dos trataron de disimular la rigidez, ella hizo fuerza para que no se le notaran el sudor y el frío, y el aria se le hizo eterna hasta el aplauso. Luego el auditorio se puso de pie y don Diego le soltó la mano y, ahí sí, la miró.
Era su cuarta salida y la primera vez que iban a la ópera juntos. Antes habían tomado café y caminado por Berlín. Hablaron de arte, que era el único tema que los unía. El intentó describirle Medellín, pero no logró dibujársela.
—¿Hay volcanes? —preguntó Dita.
—No —dijo él—, pero sí muy cerca.
—¿Y nevados?
—No, pero también muy cerca.
—¿Hay indios?
—No muchos.
—¿Son salvajes?
—No. Los salvajes somos nosotros.
Ella no supo si le hablaba en serio o en broma. Se limitó a repetir el nombre de la ciudad; Medellín, marcando un dejo en la elle.
Todavía sonaban tiros sueltos en la noche y alguien siempre vociferaba a lado y lado de la frontera. La confusión hacía que cada día se reforzara la vigilancia junto a las vallas, sobre todo del lado oriental, y constantemente había refriegas públicas entre militares y civiles que mantenían viva la herida. La ocupación había terminado pero Berlín seguía siendo un territorio de todos y de nadie. Y cuando Francesco Merli repitió el aria, a petición del público, y cuando don Diego le volvió a tomar la mano, ya sin miedo, Dita alcanzó a considerar cambiar el Berlín convulsionado por la mansa Medellín. Fue solo un deseo fugaz, casi un atrevimiento para apenas una cuarta cita.
—Háblame de Herscheid —le pidió don Diego.
—No es nada —le dijo ella—, casi ni se ve en los mapas. Es puro bosque, montañas y valles.
—Como el paisaje de Heidi —apuntó él.
Ella se rio y le dijo:
—Exactamente.
Caminaron desde el teatro hasta el apartamento que ella compartía con dos amigas. Le contó de su bachillerato en Kassel, de sus padres Arnold y Constanza.
—¡Arnold! —la interrumpió don Diego, movido por la coincidencia. Así se llamaba el personaje que acababa de interpretar Merli en Guillermo Tell.
—Sí, Arnold —dijo ella y luego repitió en español—: Amoldo.
Él también le contó de su familia, de don Rudesindo padre y Rudesindo hijo, de don Alejandro, de todos los dones y doñas de su amplia familia. Le habló de café, de telas y pedernales, de sus tierras más las tierras de sus parientes, de los meses que se necesitaban para recorrerlas, de la estirpe y de la sangre, y omitió las taras para no espantarla, porque cuando llegaron al edificio ya don Diego había decidido que se casaría con ella. No se lo dijo ahí, mientras se miraban sin saber cómo despedirse. Tal vez haberse tomado de la mano había sido suficiente por ese día. A partir de esa noche, cada uno se metió en su cama pensando en el otro.
A mitad de semana don Diego buscó a Mirko Baumann y lo citó, con cierta urgencia, a mediodía.
—Voy a casarme —le anunció don Diego.
A Mirko le tembló la taza de café que estaba a punto de llevarse a la boca.
—Eres el primero en saberlo —le dijo don Diego—. Ni siquiera Dita lo sabe.
—Pero ¿entonces? —balbuceó Mirko.
—Eso es lo de menos, lo importante es que la decisión ya está tomada.
—De tu lado, solamente.
—Ella va a querer.
—Bueno —dijo Mirko—, cómo envidio tu autoestima.
—¿Así de mal me ves?
—No, Diego —empezó a decir Mirko, pero se interrumpió—: No me tomes el pelo, tú sabes a lo que me refiero.
—Y además —aclaró don Diego—, no te cité para eso.
Ante el asombro de Mirko, don Diego tuvo que explicarse:
—Bueno, sí quería contártelo, pero también necesito que me ayudes a encontrar un arquitecto.
—¿Un arquitecto?
—Mirko, estoy pensando en serio, quiero formar una familia y quiero construir un lugar importante para ellos.
—Y yo que venía a proponerte —dijo Mirko— que fuéramos esta noche donde Las Turcas. Ya regresaron y me cuentan que han venido con más.
—No, Mirko, esta noche voy a pedirle a Dita que se case conmigo.
—Pues qué bien. Merece que se lo cuentes, y creo que también deberías comunicárselo a tu familia.
—Eso puede esperar —dijo don Diego.
A lo lejos se oyó una explosión que pasmó a todos los que estaban en el café y un rumor de queja invadió el lugar.
—¿Fue aquí o al otro lado? —preguntó don Diego, estremecido.
Mirko trató de ubicar la humareda a través del ventanal, pero el cielo de Berlín seguía claro, aunque gris.
—Debió ser al otro lado —supuso Mirko—. Dicen que hay muchas protestas clandestinas por la visita de Jruschov, y que además han ejecutado a varios rebeldes.
—No deberían preocuparse tanto, Jruschov es más sensato que Stalin —dijo don Diego.
—Puede ser, pero sigue siendo el premier soviético.
—Yo pensé que estos sustos ya eran cosa del pasado, hombre.
—Depende de a qué pasado te refieras —dijo Mirko, fastidiado—, porque hubo un tiempo en que las cosas funcionaban.
Don Diego miró incómodo a su alrededor a ver si alguien había escuchado lo que dijo Mirko, pero todos seguían estupefactos. Un par de minutos después, un convoy de soldados norteamericanos cruzó en sus Jeeps en dirección oriente. En el café, la gente dejó de hablar mientras pasaban. A algunos, como a don Diego, se les notó cara de alivio.
—Siquiera están estos —murmuró.
—Bah —exclamó Mirko, sin ocultar su molestia—. Mejor pidamos algo más fuerte, ¿te parece?
Don Diego miró las doce y media en su reloj. Mirko insistió:
—Que sea al menos para celebrar tu compromiso —dijo, y levantó el brazo para llamar la atención de un mesero, pero tuvo que esperar un buen rato con el brazo arriba porque todos andaban afanados, repartiendo las cuentas de muchos clientes que se querían ir.
—Volvamos a lo del arquitecto —dijo don Diego, pero Mirko seguía sonándoles los dedos a los meseros, sin ningún resultado. Estaba pálido desde la explosión y tal vez ese era su afán por un trago. Cuando finalmente lo atendieron, volvió a ponerle cuidado a don Diego.
—¿Qué decías? —preguntó Mirko, aunque ahora era don Diego el que parecía estar distraído en otra cosa. Solo cuando el mesero puso las copas sobre la mesa, don Diego reaccionó.
—Mirko —le dijo—, ¿nunca soñaste vivir en un castillo cuando niño?
—Supongo que sí —respondió después del primer sorbo.
—Los sueños se van desechando y los que quedan se dejan para después —dijo don Diego, más para sí que para Mirko—. Si uno no se pone en la tarea de realizarlos, el castillo se desmorona sin siquiera haberlo construido.
—¿De qué castillo me hablas? —preguntó Mirko, confundido.
Don Diego tomó su copa, que sudaba frío, la levantó y la vio brillar como la luz de un espejismo. Sorbió un trago y dijo:
—Del castillo donde voy a vivir.