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La señora Lida estaba desayunando chocolate caliente con pan cuando sintió que alguien abrió la puerta de la casa. Mono, ¿es usted?, preguntó desde la cocina. Oyó que cerraron la puerta del baño y luego un chorro que caía al sanitario. Mojó el pan en el chocolate y comió sin ganas. Se levantó y volvió a poner la chocolatera en el fogón. Fue a la nevera, sacó una arepa y la puso sobre la parrilla. Tanteó con las manos el calor de la estufa. Después sintió que abrieron la puerta del baño y dijo duro:

—Suelte, mijo, y lávese las manos.

Oyó el sonido del sanitario vaciándose y el golpeteo de la tubería dentro de la pared cada vez que se abría la llave del lavamanos. Al rato entró el Mono a la cocina, se sentó y puso los codos sobre la mesita. Sintió náuseas cuando vio en el plato el pedazo de pan mordido y remojado.

—Usted me va a matar, Mono —dijo Lida mientras batía de nuevo el chocolate con el bolinillo—. ¿Qué le cuesta avisarme que no va a venir? No pegué el ojo por esperarlo.

—¿Para qué me espera? —preguntó el Mono, evitando mirar el pandequeso.

—Pues porque me preocupo.

Lida alcanzó una taza y la llevó a la mesita, miró al Mono de arriba abajo y le dijo, hasta aquí me llega el olor a aguardiente. El Mono la miró con los ojos trasnochados.

—¿Va a esperar la arepa o le sirvo el chocolate ya? —preguntó Lida.

—No voy a desayunar, mejor me voy a dormir un rato.

—Tómese aunque sea un jugo.

El Mono asintió y Lida volvió a la nevera para sacar una jarra plástica con jugo de tomate de árbol.

—Por aquí estuvo el muchacho ese —dijo Lida.

El Mono pareció salir de su letargo. Le preguntó interesado:

—¿A qué horas?

—Como a las diez. Pensé que era usted cuando timbraron, que había vuelto a botar la llave.

—¿Y qué dijo?

—Nada. Preguntó por usted y bregó a fisgonear para adentro.

Lida le puso el vaso de jugo al frente.

—No lo dejé entrar —dijo—. Ese muchacho me asusta, tiene una mirada muy rara.

—¿Y no dijo nada más?

Lida negó mientras le daba una vuelta a la arepa sobre la parrilla. El Mono se bogó el jugo sin respirar y asentó el vaso de un golpe en la mesa.

—Voy a tener que volver a salir —dijo.

—¿Otra vez? Pero si acaba de llegar y no ha dormido. Espere, que esta arepita ya va a estar.

—Le dije que no quería arepa, mamá.

El Mono se puso de pie, se le escapó un eructo y pidió perdón.

—Espere —dijo Lida, y abrió un cajón del que sacó unas facturas—. Se vencen hoy. Ya que va a salir, por qué no aprovecha y las paga.

—No, mamá. Ahora estoy ocupado. Para eso le dejo plata, para que usted se encargue de esas cosas.

—¿Ocupado en qué? —preguntó Lida, molesta—. ¿En beber toda la noche?

El Mono se metió la mano al bolsillo de atrás, sacó la billetera y le dijo:

—Se volvió a gastar la plata de los servicios, ¿no cierto?

—Pagué el arriendo y no alcanzó para más.

El Mono le entregó unos billetes.

—Mire, tenga.

Dejó la cocina y antes de llegar a la puerta de la casa oyó que Lida le preguntó si volvería para almorzar. El Mono salió a la calle, sin responder.

Adentro, la casa se fue llenando de olor a rancho, del olor a pobreza que emana de las arepas cuando comienzan a tostarse sobre las parrillas.