Mis amigos y yo jugamos a retener el agua que baja por una canaleta de cemento, junto a los rieles de la loma. Es lluvia que represamos con piedras para echar a flotar barquitos de papel. Pasan tan pocos carros que no hay peligro en jugar al borde de la calle. Casi siempre conocemos a los que suben o bajan. Siempre atentos, eso sí, a que aparezca la Packard.
Entonces nos escondemos a pocos metros de la puerta de hierro, muy cerca del camino de cipreses. Les cuento que el mismo don Diego trajo las semillas de Roma, y que hasta los cipreses que hay en el cementerio de San Pedio también fueron sembrados por él. En realidad no es tan necesario escondernos, pero al espiar convertimos la costumbre en aventura.
—¡Ya vienen!
La limusina asoma la trompa al salir del garaje y el chofer pita para que le abran la reja. Atrás, muy recostados, vienen don Diego y Dita. El carro rueda despacio y al fondo vemos a Isolda bajando rápido las escaleras del porche. Y comienza a perseguir el carro.
—Cuidado —dice don Diego cuando ve que ella se acerca.
—Bonito el juego por el que le dio —comenta Gerardo, atento al retrovisor.
—Usted siga despacio —dice don Diego.
—Por Dios, otra vez se le escapó a Hedda —dice Dita.
Isolda corre despacio junto al carro y trata de tocarlo, agitada pero feliz. Cuando cruzan la portada, ella se detiene en seco. La limusina avanza más rápido. El jardinero cierra la puerta y ella queda adentro, mirando el carro hasta que se le pierde de vista.
Ya ha bordado, ha leído, ha hecho las planas de caligrafía, las sumas y las restas, ha tenido tiempo de aburrirse cien veces, y esa tarde solo le queda la ciase de piano. Mientras llega la maestra Uribe, Isolda corre a La Tarantela, una casa de muñecas hecha de adobe, madera y cemento. Se encierra a jugar y con ellas planea las escapadas al bosque de arriba y el encuentro con los almirajes. También se les queja de Hedda.
—En las noches llora, como una ballena —les cuenta.
—Las ballenas no pueden llorar porque están bajo el agua —dice ella misma, dándole su voz a una muñeca austríaca con pelo ensortijado.
—Sí pueden —alega por otra vestida de holandesa.
—Yo he llorado bajo el agua —les dice Isolda, y antes de que las muñecas se enfrasquen en una discusión una bocina afuera la llama a la clase de piano.
Isolda recibe con excusas a la maestra Uribe. Tenía que haber practicado un ejercicio de Manon el día anterior y no lo hizo por jugar con las tortugas del estanque. Hedda se lo contó a la maestra y ella, que adora a Isolda, le pasa la mano por la mejilla y le dice, ahora vamos a sacarle los duendes a ese piano. Isolda abre los ojos, alucinada. Hedda jadea y le dice a la maestra, ya le traigo un jugo. Mientras organiza la partitura en el atril, la maestra le dice a Isolda, solo salen si tocas cada nota sin equivocarte. La niña se sienta derecha en la butaca, pone los dedos sobre las teclas y carraspea. Leyendo, Isolda, leyendo, le advierte la maestra. Nada de oído, nada de memoria. Ella, entonces, comienza a pulsar cada tecla y a desplazar los dedos, lentamente, hacia cada extremo del piano.
—Quiero tocar a los Beatles —le dice Isolda en un descanso de los ejercicios.
La maestra la mira y tuerce la boca.
—A ver, Isolda —le dice—, el día que puedas dominar una partitura clásica vas a poder tocar cualquier tipo de música. Los hombres que escribieron estas piezas nunca imaginaron que ahora, en pleno 1969, habría miles de personas, como tú y yo, estudiándolas para poder tocarlas.
—Pero es que los Beatles… —la interrumpe Isolda.
—Los Beatles —dice la maestra— también se emocionan con Bach.
Isolda mira hacia afuera, a través de la ventana, y ve que los arbustos se mueven desordenados en diferentes puntos del jardín. Le echa un vistazo al reloj de péndulo en un costado del salón. Todavía le queda media hora de clase y faltan dos para que oscurezca. Retoma el minué en sol mayor aunque no deja de mirar de reojo a la ventana, pendiente del revuelo entre los matorrales.
Para acercarme al castillo tengo que cruzar un par de lotes y saltar cercas con alambrados. Toca hacerlo con cuidado porque hay pozos a ras del suelo, entre la hierba. Y está ese silbido lento que suena por la noche, entre los árboles. Yo siempre me devuelvo apenas comienza a oscurecerse.
—Allá pasan cosas —nos advierten, y tal vez por tratarse de un castillo, creemos lo que nos cuentan—. Hay ruidos extraños en los jardines, voces que no se sabe de dónde vienen, pasos rápidos y un silbido, que no se sabe quién lo hace.
Yo les cuento que Isolda sale de noche por la puerta de servicio, con su piyama blanca abotonada hasta el cuello, y con el pelo suelto, sin esos moños apretados que la torturan. Deja la puerta medio ajustada, corre hacia arriba y entra al bosque.
Unos minutos después, Hedda abre la ventana y busca aire, afanada, sin importarle que se le entre un murciélago al cuarto. Su angustia tiene que ver con la carta que dejó sobre el escritorio y que empezó a escribir hace un rato. No tomes la distancia como ausencia, tómala como una prueba para fortalecer los abrazos que no podemos darnos, como el espacio que necesitamos para que se aplaquen los rumores. Luego vienen más quejas sobre el mundo bárbaro en el que vive. Aquí los hombres me dicen cosas cuando voy al mercado, y hubo uno incluso que se sacó eso para mostrármelo. La letra de Hedda se va apretando hacia el final de cada página, como si ahorrara espacio para todo lo que quiere decir. Tan distinto es tu sexo. Tachó sexo y luego escribió cuerpo, tan vivo en mi recuerdo. En ese punto fue cuando se levantó y abrió la ventana. Apenas siente que se recupera mete la mano entre la piyama y, muy despacio, comienza a acariciarse los pechos.
Arriba, Dita se cepilla el pelo para remover el exceso de Kleer Lac que se puso en la mañana, y canturrea O mein Papa. En la biblioteca, don Diego cabecea adormecido con el periódico abierto sobre las piernas, sin darse cuenta de que la música se terminó hace un rato. No oye el siseo de la aguja en el centro del disco, que sigue dando vueltas.
En el bosque, el pelo de Isolda se va transformando en una espiral que crece a medida que los almirajes le trenzan los cadejos. Y se lo adornan con dragonarias y pensamientos morados, amarillos y blancos. Ella, plácida, disfruta que ellos la peinen con su cuerno hasta dejarle el pelo como el copete cremoso de un helado.