Twiggy repasó el pincel sobre el pliegue de los párpados. Sabía que su fortaleza estaba en los ojos. Con decisión, extendió una sombra azul turquesa desde el lagrimal hasta la comisura del ojo. Sobre las pestañas trazó una raya líquida, más negra que sus pupilas, y en el párpado inferior una línea blanca para que el ojo creciera. Remató con las pestañas postizas. Abajo pegó las que iban arriba y las agrupó con el delineador, como formando punticas de una estrella. Arriba aplicó varias capas de pestañina sobre sus pestañas gruesas. Tenía el pelo teñido de rubio platino y se lo peinaba partido a un lado. Lo llevaba muy corto, como si fuera un muchacho, como Twiggy, la inglesa.
La Ombligona y Carevaca fueron a buscarla y a ella no le importó hacerlos esperar. Todavía no estoy lista, les gritó desde la ventana, y regresó al cuarto a buscar qué ponerse. Le subió el volumen al tocadiscos y tarareó Time to kill, de The Band. Bailó frente al clóset mientras pasaba los vestidos colgados de la percha, pero se decidió por unos pantalones de lycra, por si le tocaba salir corriendo. La última vez se le rompió un vestido cuando trató de saltar y se enredó en los vidrios rotos que el dueño de la casa había pegado sobre el muro.
Media hora después la vieron salir con su bolso cruzado, maquillada, muy peinada, muy chic pero con tenis. Carevaca y la Ombligona se miraron y sonrieron maliciosamente.
—Ya los vi, careculos —les dijo Twiggy cuando se subió al camión.
Le disgustaba verse y sentirse bajita cuando se ponía zapatos planos. Y le disgustaba sentarse tan pegada a la Ombligona, porque siempre tenía el pelo sucio, sudor en las axilas y se vestía como un hombre.
—Vamos para la Pilarica —dijo mirándose en el espejo retrovisor de la puerta. Estiró el brazo y, sin consultar, cambió la radionovela que sonaba por una canción de Palito Ortega.
Cruzaron Medellín de oriente a occidente. Era domingo y no había tráfico. Pasaron sobre el río y Twiggy se tapó la nariz. Eso no es el río, es la Ombligona, dijo Carevaca. ¡Cuál!, reclamó la Ombligona y le man dó un codazo en las costillas. El camión culebreó sobre el puente. Eso es la mierda de todos nosotros, dijo Twiggy, todavía con la nariz tapada.
Siguieron por entre fábricas, por barrios pobres, barrios de clase media hasta que aparecieron las casas grandes, con jardines y piscina.
—Dale despacio, Carevaca —dijo Twiggy.
—Yo pensé que esto iba a estar más solo —dijo la Ombligona.
—Después de esta cuadra volteás a la izquierda —dijo ella.
Giraron y avanzaron entre casas campestres, se cruzaron con dos niños que venían en bicicleta y antes de llegar a la siguiente esquina, Twiggy dijo, aquí es. El camión se detuvo frente a una casa enorme de dos pisos.
—No parés, entrá, parquéalo en reversa contra la puerta del garaje —ordenó Twiggy.
—¿Quién vive aquí? —preguntó la Ombligona.
—Gente —respondió Twiggy, mirándose otra vez en el espejo retrovisor.
Fue la primera en saltar del camión. Vos parate allá, de campanera, le indicó a la Ombligona, y a Carevaca le dijo, y vos me esperás acá. Caminó hasta una esquina donde había una ceiba enorme, con ramas que acariciaban las ventanas de la casa. Y como si la hubiera trepado cien veces antes, Twiggy subió como una ardilla hasta alcanzar la rama más gruesa, por la que gateó hasta la cornisa, donde logró apoyarse. Del bolso sacó sus alambres y empezó a trabajarle a la cerradura de la ventana. Carevaca no aguantó la curiosidad y se fue hacia el árbol. Cuando llegó, ya Twiggy tenía una pierna adentro. Ella lo vio antes de cerrar la ventana y le hizo una seña para que se fuera.
El Mono cerró los ojos y levantó el dedo índice al momento de decir el último verso. El muchacho lo miraba complacido, con una botella de cerveza en la mano.
—Y en ella, al ver mi llanto que corría, pensé que aquella mano, hecha de nieve en mi boca al calor… se derretía.
Se quedó en silencio con el dedo arriba, sin abrir los ojos, como esperando un aplauso o aspirando el aroma del poema. El muchacho bebió y miró a las otras mesas a ver si alguien más estaba mirando al Mono, pero en la tienda, repleta de hombres, cada quien estaba concentrado en su conversación y en las cervezas.
—Bello, ¿no? —preguntó el Mono, ya con los ojos abiertos. El muchacho le sonrió en el esplendor de sus diecisiete—. ¿Qué?, decí algo —dijo el Mono.
El muchacho le respondió:
—Yo de eso no sé, Mono.
—Eso, como vos decís, lo escribió el mejor poeta que ha tenido este país: Julio Flórez. Hasta lo coronaron como el Poeta Nacional. Seguramente has oído muchas canciones que son poemas de él. A algunos no les gusta porque fue el poeta del pueblo.
El Mono tomó su botella, se echó un trago largo y dijo:
—Y como ahora todos andan embrutecidos con las güevonadas de Gonzalo Arango…
—¿Ese quién es? —preguntó el muchacho. El Mono manoteó en el aire. El muchacho aclaró—: Ya te dije que yo no sé nada de eso.
—Ni de eso ni de nada —dijo el Mono.
—Sé de motos.
El Mono levantó los hombros y resopló. Se quedó observando al muchacho, que también lo miraba con sus ojos entre azules y grises. Luego el muchacho volteó a ver una moto parqueada junto a la acera, una Bultaco roja con el tanque negro. Señaló con la boca y dijo, eso sí es una belleza, eso es lo más hermoso que uno podría tener entre las piernas. El Mono también miró la moto e intentó contagiarse de la emoción del muchacho.
—Uno en eso se cruza todo Medellín en cinco minutos —dijo el muchacho.
—Esperate a ver, a lo mejor cuando me salga el negocio ese, te puedo comprar una.
—Vos y tu negocio.
—Ya casi sale, ya casi sale —dijo el Mono entre dos sorbos de cerveza.
—Eso me estás diciendo hace días.
—Es que los buenos negocios no son fáciles, pero de un momento a otro revienta.
El muchacho le silbó a una mesera que estaba acodada en la barra. Ella miró y él levantó dos dedos. Luego le dijo al Mono:
—Me emputa tu egoísmo.
—Ya te dije —dijo el Mono.
—Te vas a morir, o te van a matar, y a quién le va a quedar tu experiencia, ¿ah? No tenés que decirme nada, no me tenés que enseñar, solamente dejame ver, dejame estar ahí en tus cosas, yo quiero ser de tu banda.
—Ya te dije —insistió el Mono, molesto.
La mesera llegó con dos cervezas y el Mono le entregó un billete de diez pesos. Ella miró al Mono como esperando a que le dijera que se quedara con el cambio. Él no le dijo nada y la miró con aburrimiento.
—Ya le traigo la devuelta —dijo ella.
—¿Quién va a ser tu sucesor, Mono? —preguntó el muchacho.
—¡Ah! ¿Vas a seguir?
—¿Caranga?, ¿Carlitos?, ¿el Cejón? ¿Esos?
—Bueno, ya, pará.
—¿Twiggy? ¿Una mujer va a ser tu sucesora?
—¿Y por qué hablás de sucesores? —lo retó el Mono—, ¿por qué me estás matando ya?
—No es ya —dijo el muchacho—, pero algún día te tenés que morir, ¿o no? ¿Cuántos años tenés, Mono?
—No preguntes pendejadas.
—¿Sí ves? Hasta te da miedo decir tu edad.
—Pues te jodiste, muchacho —le dijo el Mono, muy decidido—. Para vos quiero cosas distintas.
La mesera volvió y dejó unas monedas sobre la mesa. El Mono le dijo:
—Llevátelas y me traes un aguardiente doble.
—No —dijo el muchacho, y agarró las monedas. Se paró y salió hacia la rocola. El Mono sacó otro billete y se lo entregó a la mesera.
—Si me lo traes bien grande, te quedás con la devuelta —le dijo.
El muchacho se demoró escogiendo las canciones. Luego el Mono lo vio conversando con otros de su edad. Se reían duro, le decían cosas a la mesera, y uno de ellos intentó pellizcarle un muslo. Con los pies seguían el ritmo de un rocanrol y el muchacho se levantó el cuello de la chaqueta. El Mono se tomó despacio el aguardiente, degustándolo. Miró el reloj y supuso que Twiggy ya habría terminado su trabajo, que el Pelirrojo y Maleza les estarían recibiendo el turno a Caranga y a Garlitos, que el Tombo seguiría por ahí averiguando cosas y el Cejón le estaría llevando algo a don Diego, que tomaría el café con leche pero dejaría el pan duro de cada tarde.
Al rato, el muchacho volvió a la mesa y se sentó.
—¿Qué? ¿Todo bien? —le preguntó el Mono, sonriente y con los cachetes colorados.
—Pues sí —dijo el muchacho, y le devolvió la sonrisa con cada uno de sus dientes perfectos.
—¿Quiénes eran esos?
—Unos de la cuadra.
—¿Querés otra cerveza?
—Mejor invitame a un aguardiente.
El Mono se quedó mirándolo.
—Muchacho endemoniado —le dijo.
Los dos voltearon a buscar a la mesera pero no la vieron por ningún lado.
—Acompáñame a mear —le dijo el Mono.
El muchacho vio a sus amigos, que conversaban animados alrededor de la Bultaco. Luego se encontró con los ojos enrojecidos del Mono y le dijo:
—Okey, vamos.