El plato de fríjoles con arroz estaba intacto. Don Diego ni siquiera probó el jugo de lulo y lo único que había pedido en la mañana era darse una ducha, pero no se lo permitieron. El agua sale helada, le comentó Maleza. No me importa, le dijo don Diego, pero ni aun así.
—¿De quién es el problema si no come? —le preguntó el Mono Riascos—. Su familia quiere una prueba de supervivencia, y para mí mucho mejor si les mando una foto en la que se vea acabado.
Don Diego estaba concentrado en dos hojas de un periódico de la semana anterior, las únicas que le pasaron. En ninguna decía nada de su caso. De todos modos las leyó enteras.
—A punta de café con leche no va a aguantar —le dijo el Mono—, y menos con este asco de café.
—¿Y qué van a hacer con la foto? —preguntó don Diego.
—¿No me está oyendo, doctor? Mandársela a su familia. Suelte ese periódico y póngame atención.
—Yo oí lo que dijo la muchacha.
—¿Cuál muchacha?
—La única que viene por acá.
—¿La ha visto?
—No, pero la oí.
La oyó cuando dijo que nadie iba a arriesgarse a revelar la foto. Oyó cuando el Cejón propuso que la dejara en un laboratorio fotográfico como si fuera un rollo cualquiera. Y oyó el grito del Mono cuando le dijo güevón al Cejón. ¿Vos es que no has visto las noticias, Cejón? La imagen de don Diego está por todas partes, todos los días lo muestran en el noticiero, ¿qué creés que van a hacer los del laboratorio apenas vean que revelaron al hombre más buscado de Colombia?
—Además, él no se va a dejar tomar ninguna foto —dijo Twiggy.
—Mientras parezca vivo se le toma en cualquier pose —dijo el Mono.
—Cuando esté cagando —propuso el Cejón.
—Pero si ni caga —dijo el Tombo.
—Eso es lo de menos —dijo ofuscado el Mono—, lo que importa es que nos revelen la puta foto.
—No, Mónita —reiteró Twiggy—, yo esa vuelta no la hago.
—Ofrece el doble, mona. Cualquiera que tenga un cuarto oscuro nos hace ese favor.
Don Diego oyó cuando el Cejón preguntó, ¿y qué es un cuarto oscuro?, pero no oyó a nadie responderle.
El Mono se paseó de pared a pared, molesto por las conversaciones que les escuchaba don Diego, pensando en cómo manejar esa situación. Decidió, entonces, jugar de otra manera.
—Yo tengo fotos de Isolda, doctor.
—¿Aquí? ¿Con usted?
—No, don Diego, aquí, aparte de usted, no puedo tener nada más. Pero no crea que son las mismas fotos que salieron en la prensa cuando cumplió los quince. Yo me refiero a fotos que yo mismo le tomé. Unas están borrosas y en otras sale muy bien porque se quedaba quieta. Hay una en la que sale mirando al cielo y tengo otra en la que está llorando.
Don Diego tragó en seco, soltó las hojas del periódico y se estiró en el catre. Cerró los ojos y luego los abrió para buscar la cobija. El Mono lo observó.
—Ese día, cuando salió al jardín, ya estaba llorando —contó el Mono—. Caminó hasta un árbol, se sentó, se abrazó a las rodillas y lloró otro rato. A mí me partió el alma, doctor, sobre todo porque ella ya estaba grandecita y si salía sola a llorar era porque se sentía muy triste.
El Mono dio otros pasos en redondo, con la cabeza baja, y continuó:
—Usted salió y se sentó con ella, para consolarla. Ella negaba malencarada y usted trató de limpiarle las lágrimas con los dedos. No alcancé a oírlos porque hablaron muy pasito, apenas pude oír un ronroneo hasta que ella cedió y lo abrazó. ¿Cómo la contentó? ¿Qué le dijo?
—Me acuerdo de esa vez —dijo don Diego.
Consoló a Isolda muchas veces. Tenía que contentarla de las rabias que él mismo le causaba. Ella quería salir del castillo, que la llevaran al circo o a un cine, a cualquier parte más allá de la casa de sus primos, del club, del teatro, quería ir a donde iba toda la gente, pero don Diego 110 daba su brazo a torcer y compensaba el rigor con afecto. En la noche él regresaba con una muñeca de regalo, una más, para contentarla.
—¿Qué le dijo?
—¿De verdad quiere saberlo?
El Mono delató su entusiasmo.
—¿Por qué? —preguntó don Diego—. No fue un momento tan importante.
—Para mí sí lo fue —dijo el Mono—, me moría por saber las palabras mágicas con las que la contentaba.
—Eso era fácil.
—¿Qué le dijo?
Don Diego entrecruzó los dedos y miró al techo. El Mono contuvo el aire.
—Ich liebe dich über alies.
—¿Qué quiere decir eso? ¿Qué idioma es ese?
—Alemán.
—Pues me lo va a tener que traducir todito —le exigió el Mono. Don Diego se quedó mirándolo, callado—. ¡Qué le dijo! —gritó el Mono, fuera de sí, y don Diego ni pestañeó.
El Tombo se asomó a la puerta, todavía con uniforme de policía, y preguntó:
—¿Me llamaste?
—No —dijo el Mono—, pero ya que estás aquí, llevate eso.
Le señaló la bandeja con comida. El Tombo se agachó disgustado. No hay tanta como para botarla, dijo. Pues a ver si alguno de ustedes tiene las güevas para comerse eso, propuso el Mono, y cuando el Tombo salió, se acercó al catre junto a don Diego, que estaba acostado, dándole la espalda. ¿Qué le dijo?, le susurró el Mono, casi en súplica, pero don Diego ya era un bulto que no quería ni oír ni hablar.
Una hora más tarde, el Mono regresó al cuartucho, empujó la puerta con fuerza y le dijo a don Diego:
—Volvamos a lo de su foto. Terminemos esto rápido. Usted se va de aquí y yo me largo de este país para siempre.
Pero don Diego seguía igual a como lo había dejado hacía un rato. Parecía dormido. El Mono resopló…
—Me dicen que doña Dita está muy angustiada. Como hicimos unos tiros cuando fuimos por usted, ella cree que puede estar herido. Yo les he dicho que está muy bien, pero no me creen.
Era como hablarle al catre, a los postigos sellados o a la pared mohosa.
—No me obligue a hacer cosas que no quiero, don Diego, no me pique, no me pique —dijo el Mono apretando cada palabra con los dientes—. Hagamos una cosa —añadió—, piénselo bien y si mañana hace día bonito, salimos a caminar un rato y le tomamos su fotico, ¿sí?
Fue hasta la puerta y antes de salir, dijo:
—Le van a encantar las begonias, don Diego. Ya prendieron.
Las montañas de Santa Elena, al oriente de Medellín, eran empinadas y muy verdes, la naturaleza brotaba como en los tiempos jurásicos y florecían azaleas, crisantemos, azucenas, rosas, orquídeas, claveles amarillos y hasta amapolas. En medio de un jardín silvestre, entre helechos y quebradas de aguas limpias tenían encerrado a don Diego, tan confinado que ni siquiera le llegaba el aroma de los jazmines en las noches. Lo rondaba el silencio cuando sus captores se quedaban callados, o cuando los perros de las fincas vecinas no ladraban. El silencio no era solo el sonido del bosque, sino el tiempo atrapado en las cuatro paredes del cuartucho. Y el silencio de sus recuerdos.
Al otro día lo sacaron a la fuerza, casi arrastrado, sin respetar su estado ni sus años. Apretó los ojos y pegó el mentón al pecho, y ni siquiera preguntó adonde lo llevaban. Afuera sintió el aire limpio y volteó la cara en el instante en que lo encandiló el sol de tierra fría. Cuando se acostumbró a la luz, miró alrededor, despistado, intentando reconocer algo que lo ubicara. Solo había follaje verde y sus pies, que se perdían en el pasto crecido. A lo lejos vio un bosque de guaduas que crujían serenas mientras las mecía el viento. Se dio vuelta y vio la casucha apenas adornada con flores sembradas en latas de galletas.
—¿Sí las ve? —dijo el Mono, y como don Diego no lo había visto, se sorprendió al oírlo—. Cuando usted llegó solo había unos ñocos apestados y mírelas ahora, son la alegría de esta casa.
Don Diego miró las begonias que resplandecían contra el muro de tapia y sí, le parecieron lo único alegre de ese instante.
—Esto no se demora nada —dijo el Mono y luego gritó—: ¿Dónde está la mona?
—¡Mona! —gritó el Tombo hacia la casa.
De adentro salió Twiggy que, por su indumentaria y por la Instamatic que traía en la mano, parecía escapada de un desfile de modas o integrante de un grupo de rock.
—¿Hay boñigas? —preguntó ella mientras avanzaba entre la hierba alta, con minifalda y botas de charol a la rodilla. Medía cada paso como si caminara por un campo minado. Cuando vio a don Diego, cambió su preocupación por otra.
—Rápido, mónita, que se nos resfría el señor con este viento —dijo el Mono.
Don Diego forcejeó e intentó regresar a la casa, pero el Cejón y Carlitos, más jóvenes y más fuertes, lo apretaron de los brazos.
—¡Muévase, mona!
Twiggy se paró junto al Mono y frente a los otros. Don Diego se desmadejó y clavó la cara, resabiado. Los muchachos lo alzaron, pero él insistió en acurrucarse.
—No se ponga así, don Diego —le habló el Mono en tono golpeado—. ¿Quiere que su familia lo vea haciendo una pataleta?
Garlitos y el Cejón trataron de acomodarlo, de enderezarlo, pero cada vez don Diego se abultaba o se retorcía con una fuerza que ni él mismo se conocía.
—Levántenle la cara —gritó el Mono.
—¡Déjenme! —suplicó don Diego.
—Esto no me gusta —dijo Twiggy.
—¿Qué? —la volteó a mirar el Mono.
Twiggy, descompuesta, le dijo:
—Nada de esto me gusta. Vos sabes, Mono, lo mío es otra cosa.
—No me jodás —le dijo él, y volvió a gritarles a los otros—: ¡Que le levanten la puta cara! —y agarró a Twiggy del brazo y le dijo—: Y vos, acercate y tomá de una vez esa foto.
Ella dio un paso adelante, puso la Instamatic frente a los ojos, encontró a don Diego en el visor y lo que vio le bastó para tirar la cámara lejos y correr hasta la cabaña, sin importarle ya la mierda de vaca o que se le partiera un tacón.
—Malparida —dijo el Mono, y se puso a buscar la cámara entre la maleza.