5

Don Diego cerró el libro de un golpe y con indolencia lo puso sobre el escritorio. Qué mal poeta, dijo,.

—Pero todavía gusta —comentó Rudesindo.

—Eso no le quita lo malo —dijo don Diego.

—Hombre —exclamó Rudesindo, y tomó el libro para hojearlo.

—Lo han vuelto a poner de moda los tipejos estos…, los del grupo de… —don Diego sonó los dedos buscando el nombre.

—Los piedracielistas.

—Esos. Apenas pase todo el embeleco de la conmemoración, todos se olvidan de él.

—Lo hacen más por su admiración a Silva que al mismo Flórez.

—Con toda seguridad —dijo don Diego—, pero nunca los menciones juntos, por favor.

Rudesindo sonrió, levantó la copa de coñac para mirar a trasluz y dijo:

—Que no confundan la caca con la pomada.

—Nada que ver Silva con este necrófilo —dijo don Diego—. No se acerca a la exquisitez. Silva se codeó con lo mejor de Francia mientras que este otro no pasó de España.

Rudesindo soltó una carcajada de cortesía y dijo:

—Si eso lo dice un franquista a ultranza como tú…

—Dejémonos de pendejadas, Rude, que Francia es Francia —dijo don Diego—, y te devuelvo el «a ultranza», que con lo de Alemania tuve suficiente.

—Hombre —exclamó Rudesindo, y sorbió de su coñac.

Don Diego se levantó, tomó el libro y lo puso en un anaquel.

—Entonces te vuelves a ir —dijo Rudesindo.

—Sí, arranco en veinte días.

—Qué mala vida te das.

—Ni lo menciones. Mamá lleva un mes sermoneándome a diario. Que aterrice, que mis hermanos no pueden solos con los negocios, que estoy muy viejo para seguir soltero…

—En eso tiene razón —lo interrumpió Rudesindo.

—¿Estoy muy viejo?

—No, hombre, pero ¿soltero todavía?

—¿Cuál es el afán, Rude? El mundo es inmenso, la guerra es cosa del pasado, poco a poco Europa vuelve a ser la de antes, en cambio mira cómo están las cosas por acá. Ahí tienes lo de El Tiempo, sus rotativas en cenizas, pueden ser todo lo liberales que sean pero no se lo merecen.

—Laureano tiene que volver al poder —dijo Rudesindo.

—Laureano está mal de salud —dijo don Diego—, y de aquí a que vuelva a la presidencia no va a encontrar nada.

Rudesindo resumió la conversación con un gesto opaco. Guardaron silencio mientras oían a doña Ana Josefa, en la cocina, dando instrucciones para la comida.

En Berlín, en su cuarto viaje, don Diego recibió una invitación para un baile organizado por el Rotary Club Berlín International, en el hotel Kempinski. Él no era amigo de las fiestas, pero sabía que Thomas Mann había asistido, dos o tres veces, a la misma celebración y no dudó en aceptar con tal de bailar en el mismo suelo que había pisado Mann. Mandó su frac a la lavandería, les hizo sacar brillo a los zapatos y se puso de acuerdo con su amigo Mirko Baumann para encontrarse en la esquina de Kurfürstendamm a las seis de la tarde.

—Pero el baile es a las ocho —le recordó Mirko.

—Yo sé —dijo don Diego—, pero María Callas está alojada en el Kempinski y me muero por verla, Mirko abrió los ojos.

—¿Y cómo entramos? —preguntó.

—Pues con las invitaciones del baile podemos llegar al menos hasta el foyer —dijo don Diego.

Mirko se rio.

—¿Y qué piensas decirle?

—Nada —dijo don Diego—. Solo quiero aprovechar la coincidencia para admirarla.

A las seis en punto cruzaron, muy elegantes, el lobby del hotel. Se acomodaron en unos sillones frente a los ascensores y pidieron dos copas de champaña. Ya habían pasado diez años desde la caída del Tercer Reich, pero Berlín seguía avergonzada y deprimida por la separación y la derrota. La propia Maria Callas no dejaba de lamentarse públicamente por la destrucción de la Deutsche Oper en el 43. Y como si no tuvieran suficiente con la memoria aún fresca de la guerra, los alemanes veían con preocupación la firma del Pacto de Varsovia. De ese tema y de otros de actualidad hablaban Mirko Baumann y don Diego, que entre frase y frase miraba ansioso los ascensores por si de repente aparecía la Divina envuelta en pieles, camino al teatro para presentar Tristán e Isolda. Mirko le preguntó por ella a un mesero.

—¿Dónde está? ¿A qué horas sale?

Mientras recogía las copas vacías, el mesero, inspirado, le respondió:

—Ella entra y sale como el aire.

Ya eran las siete pasadas y algunos invitados empezaron a llegar al baile de los rotarios. Don Diego levantó los hombros y le dijo a su amigo, contentémonos con saber que aquí duerme. No te amargues, le dijo Mirko, el próximo viernes la veremos haciendo lo que mejor hace. A don Diego le brillaron los ojos, como le sucedía siempre que pensaba en Wagner.

Entraron al salón de baile, alumbrados por unas arañas de cristal enormes, y caminaron por la calle de honor que hicieron los anfitriones mientras sus pasos se perdían en la esponjosidad de las alfombras. A cada uno una mujer le puso una flor blanca de papel en el ojal, y luego avanzaron chispeados por las copas de champaña que llevaban entre pecho y espalda, hipnotizados por la disposición de las mesas, en las que resplandecían cubiertos y copas, con centros de rosas enanas y servilletas puestas en los platos como cisnes. La orquesta calentaba cuerdas con Strauss y en la pista se aventuraban los primeros bailarines. Alemania vuelve a ser grande, pensó don Diego, emocionado.

Un poco más tarde, una mujer joven, recién llegada, bajó las escaleras del guardarropa al salón. Mirko se dio cuenta de que don Diego se había quedado mirándola.

—Es probable que yo no te vuelva a ver el resto de la noche —le dijo bromeando.

—¿La conoces? —preguntó don Diego.

—¿Crees que estaría aquí contigo si la conociera?

La mujer habrá sentido el peso de la mirada, porque apenas terminó de bajar el último escalón miró fijamente a don Diego como si fuera el hombre con el que había quedado en asistir al baile.

Y así fue, de alguna manera. Bailaron una pieza y después perdieron la cuenta de todas las que siguieron bailando. Ella se llamaba Benedikta Zur Nieden.

—Pero todos me dicen Dita.

—¿Y yo también podría?

—Pero claro —dijo Dita, antes de arquear la espalda hacia atrás para dejarse llevar por don Diego en un foxtrot que enloqueció a todo el salón.

Cuando la orquesta descansaba, don Diego le hablaba a Benedikta de Colombia. Ella no sabía nada, menos aún de Medellín, y lo escuchó con atención.

—No hay estaciones, florece todo el año —le contó don Diego—, nadie ha podido clasificar las variedades de aves que hay. El país está un poco convulsionado, pero Medellín es un remanso de paz.

—Entonces ¿qué haces tú aquí? —preguntó Dita, sin ironía.

—Disfrutando de lo único que no hay allá: cultura y joie de vivre.

Bailaron hasta la última pieza y después él se ofreció a acompañarla hasta su casa. Afuera lloviznaba. Me duelen las piernas, dijo Dita. Don Diego le pidió que esperara bajo el cobertizo, luego abrió el paraguas y fue hasta la acera, donde el portero del hotel trataba de parar algún taxi.

—Es muy tarde y con la lluvia se aperezan todos —comentó el portero, atento a cada carro, sin importarle que la llovizna lo fuera empapando. Y era cierto, pasaron pocos carros y un par de taxis ocupados.

De pronto, se parqueó frente a ellos una limusina blanca. El portero se apresuró a abrir la puerta de atrás, de donde salió una mujer espigada, con el pelo muy negro recogido en una moña alta. Don Diego reconoció de inmediato la nariz prominente y el lápiz grueso alrededor de los ojos que la hacían ver más egipcia que griega.

Piove —dijo ella mirando las gotas que caían del cielo—. Un ombrello —le dijo al portero, que parecía no entender nada—. An umbrella —intentó luego en inglés—, I need an umbrella.

Don Diego reaccionó de su pasmo. Se acercó a ella con el paraguas y le dijo, madame, y ella, casi sin mirarlo, lo agarró del brazo y caminó apurada hasta la entrada del Kempinski. El tuvo que levantar el paraguas porque ella era una cabeza más alta. Cuando llegaron a la puerta, ella se despidió con un grazie y entró al foyer flotando en su vestido largo y en la resplandeciente aureola de su genio.

Don Diego, todavía temblando, se acercó a Dita.

—Era… —intentó decir.

—La Callas —dijo Dita.

Los dos miraron de nuevo hacia adentro, como verificando lo que habían visto, pero solo vieron un espacio vacío y borroso a través de los vidrios empañados.

—Mejor caminemos —propuso Dita, y lo tomó del brazo—. Y vuelve a abrir el paraguas —le dijo a don Diego—, que por si no te has dado cuenta, todavía está lloviendo.