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Medellín tenía un letrero a lo Hollywood pegado en la montaña, más arriba del barrio Enciso, no muy lejos de la casa donde vivía el Mono Riascos, con el nombre de una empresa textil. Coltejer, decían las letras que de noche alumbraban de verde neón.

—Esa empresa la fundó un pariente suyo, don Diego, ¿no cierto? —dijo el Mono—. Hasta ese letrero subía yo de joven con el Cejón y con Caranga, a ver Medellín desde arriba, mucho más arriba que los aviones que aterrizaban en el Olaya Herrera, más alto que los gallinazos que planeaban sobre el río. Allá hacíamos planes, aunque todavía no se me había cruzado usted por la cabeza, doctor. Los planes eran sueños de muchachos que querían hacerse ricos. Muchachos que aparte de dormir no teníamos mucho que hacer. A veces las nubes pasaban tan bajitas que creíamos que las podíamos tocar y la mariguana nos ayudaba a volar. Hablábamos de cosas que no teníamos. Caranga hablaba de la guitarra de Jimi Hendrix y cantaba Purple haze all in my brain, y seguía cantando sin saber inglés.

—¿Qué significa purple haze, Caranga? —le preguntó el Cejón.

Caranga soltó la guitarra imaginaria, inspiró con la nariz apuntando al cielo, levantó los brazos como un vencedor y dijo, es algo poderoso, my friend.

El Mono les habló de un Plymouth Barracuda, azul metálico, coupé, con motor V8, como el que tenía don Abelardo Ramírez, el dueño de los billares de la Primero de Mayo, que cuando pasaba tronando les paraba el pelo engominado a los hombres y a las mujeres les daba dizque un no sé qué.

—¿Y vos para qué querés un carro si ni siquiera sabés manejar? —comentó el Cejón.

—Pues para eso, precisamente, Cejón güevón.

—Yo me contentaría con una pickup —alegó.

—Vos te contentás con nada —lo interrumpió mientras Caranga volvía a coger la guitarra de Jimi Hendrix.

—Ese letrero era parte de ella. Las ocho letras en sus andamios cuentan la historia de nuestra Isolda, don Diego. Y marcan un territorio. Así como los gringos nos mostraron que la Luna era de ellos cuando le clavaron su bandera, así marcaron ustedes Medellín con el letrero de Coltejer. ¿Usted no ha subido? Debería ir y pararse debajo de la E, la letra de su apellido, para que vea lo chiquito que uno se ve.

Don Diego ni lo miró. El Mono soltó un suspiro para retomar el recuerdo de otra época:

—Pará de cantar, Caranga, dejá la berreadera y primero aprendé a hablar inglés.

—Mono, dejame ser feliz, ¿sí?

El Cejón no volvió a hablar desde que el Mono le dijo que él se contentaba con nada. Se sentó debajo de la R y se puso a mirar para el frente. Caranga le hizo caso y dejó de cantar, aunque siguió haciendo ruidos de guitarra eléctrica.

—Algún día le voy a comprar ese carro a don Abelardo —dijo el Mono.

—Cuando llegue ese día —sentenció Caranga—, va a haber un millón de carros más nuevos.

El Mono botó el porro de un papirotazo, antes de quemarse los dedos. Se levantó, se sacudió los pantalones y se fue.

—Le decía, don Diego, que al lado de las letras uno se ve insignificante, aunque en la montaña lo que se ve chiquito es el letrero. Y no demoran en llegar hasta ahí los barrios de invasión. No sé qué irá a pasar con el letrero, entonces. Yo no he vuelto por allá desde que me dio por ir a su castillo, Pero allá arriba, alumbrado por el resplandor verde, mirando titilar a Medellín, fue que decidí que por encima de todo, incluso de mi vida, su princesa, don Diego, sería para mí.

El Mono pegó la frente y los diez dedos contra la pared y, embelesado, le recitó al muro:

—Si a la lucha me provocas, dispuesto estoy a luchar; tú eres espuma, yo, mar que en sus cóleras confia…

—Qué mal verso —lo interrumpió don Diego.

—Recitar no es mi fuerte —dijo el Mono.

—Así lo recitara el mismo Julio Flórez seguiría siendo malo —insistió don Diego.

El Mono metió una mano debajo de la camiseta y se rascó la barriga. Sacudió la cabeza para despejarla de la molestia que la fue llenando.

—Isolda recitaba muy bello —susurró don Diego. El Mono paró de rascarse pero dejó la mano metida bajo la camisa, para calentarla.

—¿Y qué recitaba? —preguntó.

Don Diego le respondió con desgana nombres que al Mono no le decían nada: Verlaine, Hugo, Darío… Se aprendió incluso varios poemas en francés, enfatizó don Diego, y luego se quedaron callados. Empezaban a acostumbrarse a los silencios.

—Recitaba —murmuró después el Mono, con emoción, Don Diego siguió sentado en el catre, recostado en la pared mohosa, con la cobija hasta el pecho. Los niños crecen muy rápido, empezó a decir, mirando a la nada. Uno se acostumbra a su risa y a los alborotos, y el día menos pensado crecen y dejan de sonar como niños, y ahí es cuando uno comienza a extrañar su bulla y sus carcajadas.

El Mono botó el aire que había contenido mientras don Diego hablaba. Luego le preguntó, ¿por qué no tuvo más hijos? Don Diego lo miró y algo empezó a brillar entre sus párpados abultados. Y dijo:

—No me quedó espacio en el corazón para nadie distinto a Isolda.

El Mono pasó saliva, intimidado por la mirada vidriosa de don Diego. Prefirió cambiar de tema.

—Me cuentan que sus vecinitos siguen fisgoneando por ahí —dijo el Mono—. Con todo esto que ha pasado me dicen que se han acercado muchos curiosos. Y eso que la loma está militarizada.

—¿Por qué no llama las cosas por su nombre? —preguntó don Diego.

—¿Qué cosas?

—Usted dice «todo esto que ha pasado». Esto tiene un nombre. Dígalo.

—Esto es un negocio —dijo el Mono—, un negocio muy complicado porque una de las partes no quiere colaborar.

Don Diego soltó una risa corta.

—Ah —dijo—, entonces todas estas atenciones provienen de un businessman.

—¿Un qué? —preguntó el Mono, confundido. Don Diego soltó otra risa. El Mono le dio la espalda y caminó despacio hasta la puerta—. No se le olvide —dijo— que mientras esté acá, usted es menos que yo, ¿oyó, don Diego? —el Mono abrió la puerta—. Y acuérdese de escribir esa notica para su señora, ella querrá leer de su puño y letra que usted la extraña y que quiere reunirse pronto con ella.

—¿Cuánto están pidiendo? —preguntó don Diego.

El Mono se saboreó y le dijo:

—Qué vergüenza con usted, pero esa información solo la conocemos las dos partes del negocio.

—El negocio soy yo.

—Sí, pero no el negociador.

—No le van a dar nada —dijo don Diego.

El Mono levantó los hombros y antes de salir dijo, cómo se nota que usted no sabe de esto. No se despidió y puso el candado por fuera, lo cerró y tiró de él para cerciorarse de que su inversión quedara a buen recaudo.

En la cocina, Carlitos preparaba una sopa de ahuyama con perejil y calentaba leche para el café. Vio pasar al Mono cabizbajo y oyó cuando Caranga dijo, qué frío tan hijueputa.

—Hay mucha neblina —dijo Maleza—, no se ve ni la portada.

—Se nos puede venir un batallón y cuando alcancemos a verlo ya estarán encima —dijo Caranga.

—La niebla nos favorece —dijo el Mono.

—Pero ¿cómo van a llegar los del otro turno? —preguntó Maleza—. Yo ya me quiero ir.

El Mono abrió la puerta de la cabaña y la neblina entró hasta la sala. No cerró, sino que se quedó mirando el muro blanco que le impedía dar un paso más al frente.

—¿Sí ves? —dijo Maleza.

—No, no veo nada —dijo el Mono.

—Quiero decir…

—Yo sé lo que querés decir —lo interrumpió el Mono, y se volteó a mirarlo—. Vení, andá afuera y me contás qué ves.

Maleza abrió la boca y los ojos, miró a Caranga a ver si estaba tan sorprendido como él, pero el otro sonreía con malicia.

—Andá, Maleza —ordenó el Mono—, fíjate hasta dónde hay neblina, revisá que el carro esté bien tapado y después vas hasta la carretera y esperás a los otros.

—Mono, no se ve ni para mear.

—¿No estás de turno, vos? ¿No tendrías que estar de guardia en este momento?

—Sí —dijo Maleza, acorralado—, pero es que mirá afuera.

—¡Andá! —dijo el Mono con un grito que le borró la expresión de burla a Caranga e hizo asomar a Garlitos desde la cocina.

Maleza se puso de pie y caminó despacio hasta la puerta donde lo esperaba el Mono, mirándolo con ira. Se paró junto a él y tembló cuando lo cacheteó el frío.

—Cuidado con los barrancos —le dijo el Mono.

Maleza mandó su mano a la cintura y sacó de atrás su revólver .38, de cinco tiros, y lo empuñó con fuerza. Miró al Mono para corresponderle su saña y se perdió en la vaporosidad de la niebla. El Mono tiró la puerta y preguntó:

—¿Qué pasa con esa sopa, Garlitos?