Yo no conozco a nadie que se vista como él, ni que tenga paje y limusina, ni mucho menos que viva en un castillo como los de Francia, ni que tome el té en una terraza rodeada de fuentes, con monstruos de cemento que botan agua por la boca. Nunca he oído de otros niños que no tengan que ir al colegio sino que estudien en su casa, como Isolda, con una institutriz extranjera y maestras particulares. Para nosotros ir a Europa es como ir a la Luna y ellos van cada año como si fuera allí no más. El tiene todo tan puesto, tan armonioso, tan perfecto que las vidas y las casas de los que habitamos alrededor del castillo parecen simples, a pesar de que son casas grandes, nos damos gustos y vivimos bien.
Lo de ir a la Luna lo digo porque todos queremos ser astronautas desde el mes pasado, cuando un hombre pisó por primera vez la Luna frente a nuestros ojos pegados al televisor. La señal venía de muy lejos y a veces la imagen se retorcía como si le costara atravesar la atmósfera, pero así y todo nos mantuvo atentos hasta la madrugada. Y felices, porque con ese primer paso el presente ya es cosa del pasado y el futuro, el tiempo que empezamos a vivir.
Mientras muchos duermen, don Diego llena el castillo con la música de Wagner, o de cualquier otro. Isolda aprovecha para bajar en puntillas con las pantuflas que tienen bordadas sus iniciales y la madera de la escalera cruje pero el ruido se pierde en la orquesta. Ella sale por una de las puertas de atrás y camina en lo oscuro hasta donde no llega el resplandor del castillo, hasta el punto donde, a la altura de sus ojos, aparece el firmamento de cocuyos.
Dita, en su habitación, mira el reloj y piensa en su hermana en Alemania, dormida y tapada con el edredón hasta las narices. Hedda, con el pelo suelto, escribe una carta y busca las palabras precisas para llenarla con dolor y despecho. No hagas más enorme esta distancia con tu silencio, con tu indiferencia, necesita palabras de reclamo que no hieran o la dejen sin la esperanza de recibir respuesta. Desesperada, arruga el papel y lo bota al suelo. Maldita música, maldito Wagner, malditos estos zancudos que me devoran, maldita distancia. Maldice en alemán, en inglés y en español.
Aparte de las angustias de Hedda, todo parece estar en calma. Arriba, don Diego pasa una página más buscando comprender la ambigüedad de Jünger o, simplemente, intenta descifrar los misterios de la vida diaria. Dita se cepilla el pelo antes de irse a la cama, tal como le enseñó su madre, como a las dos les enseñó la abuela. Lo cepilla antes de acostarse y en la mañana se lo recoge atrás con una moña que le da un aire de alcurnia. Junto a la fuente croan las ranas y el silencio de la noche lo atraviesan murciélagos, lechuzas, mochuelos, zarigüeyas y perros. Y todos, el paje y las criadas, el jardinero, la institutriz con su desasosiego, el padre y la madre hacen a Isolda durmiendo a esa hora.
Ella atraviesa el bosque como un astronauta suelto en el espacio abierto, maravillada por el centelleo de las luciérnagas y escoltada por cinco almirajes que hurgan con el cuerno entre los arbustos para espantar los bichos que puedan asustarla. Isolda lleva un frasco de vidrio con la tapa perforada, y a él entran las luciérnagas sin tener que cazarlas. Son solo un préstamo, así se lo ha prometido a los almirajes. Más tarde, cuando vuelva a su cuarto, quitará la tapa para que salgan volando mientras ella se duerme, y en la mañana abrirá la ventana para que regresen al bosque.
A los demás nos despierta el sol, o la dulzaina de un afilador, el silbido de una cafetera o el cansancio de haber dormido lo suficiente en una ciudad donde se mira mal la pereza. Nobles y plebeyos nos ponemos de pie muy temprano dispuestos a capotear necesidades, alegrías y tristezas. Y ella, la princesa, a lidiar con su soledad y a estudiar la vida de los muertos.