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—Antes de volverme malo, yo también quería decirle como usted, Isolda mía, abrazado a ella. Yo no quería su plata, doctor, quería a su hija. Yo también la espiaba al igual que sus vecinitos, esos niños ricos que merodeaban por su castillo todo el día.

Don Diego apenas parpadeó, con los ojos puestos en un punto cualquiera de la pared. El Mono Riascos se quedó esperando a que dijera algo, pero don Diego echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, como lo hacía en su castillo cuando quería olvidarse del mundo. El Mono miró su caza con fastidio: en el fondo reposaba un asiento de nata grumosa. Ya entiendo por qué no come, dijo, y puso la taza a un lado. Lo que no entiendo, continuó, es por qué no facilita las cosas para que pueda salir de aquí. Llamó al Cejón, ¡Cejón!, y le pidió que se llevara las tazas. Me tomé esa porquería, le dijo, y mire lo que me salió en el fondo. El Cejón miró la nata espesa sobre el ripio de café y levantó las cejas.

—Es la leche —dijo.

—Pues claro que es la leche —dijo el Mono—, pero por qué no le consiguen leche fresca, por aquí hay vacas para donde uno mire.

—Nos advertiste que no saliéramos —le alegó el Cejón.

—Sí —le refutó el Mono—, pero también les dije que me atendieran bien a don Diego, y lo primero es lo primero, ¿o no, mi doctor?

Don Diego seguía con los ojos cerrados y respiraba pesadamente, abrazado a sí mismo, mortificado por el frío de Santa Elena.

—Mañana me le traen leche recién ordeñada, se la sirven bien hervida para que no le caiga mal y con lo que sobre le hacen quesito —ordenó el Mono, siempre mirando a don Diego, nunca al Cejón—. Y ahora váyase y llévese eso.

El Mono caminó por el cuarto cuando el Cejón cerró la puerta. Le echaba miradas a don Diego, que seguía quieto, como dormido. Ya le dije que una de mis virtudes es la paciencia, entre muchas otras, le dijo el Mono. Me podía quedar toda una tarde atisbando a Isolda en el jardín, sentado en la rama de un árbol, con el culo tallado y usted me perdonará la expresión, pero es que a la hora de estar ahí ya no sabía cómo acomodarme, así me cambiara de rama era lo mismo, y cuando ella no salía se sentía más la incomodidad. Y los aguaceros. Usted sabe que cuando en Medellín llueve, llueve con rabia, y más en su castillo, donde se mete el frío de la montaña. ¿Tiene frío, don Diego? El Mono le pasó la cobija. Tenga, arrópese, le dijo. Don Diego miró la cobija empolvada y rota, frunció los labios y el Mono no supo si fue por molestia, por humillación o por tragarse su silencio intransigente. Era muy poco lo que había hablado desde que dijo, por mí no van a pagar ni un peso.

—Lo peor eran los aguaceros y el viento —continuó el Mono, enruanado, con las manos en los bolsillos y todavía de pie—. Pero valía la pena la espera. Cuando su hija salía era como si… —el Mono notó que don Diego apretaba los ojos y se quedó callado hasta que vio que volvió a aflojarlos—. El jardín resplandecía —siguió el Mono—, soplaba una brisa tibia y cuando se reía era como si, como si… —la emoción lo dejó sin palabras hasta que dijo—: incluso paraba de llover cuando ella salía y ya no me importaba que las ramas fueran duras, lo único que de verdad me preocupaba era que alguno de ustedes me fuera a descubrir —el Mono acercó un butaco de madera y medio chueco—. Con su permiso me siento.

Don Diego abrió los ojos y como el Mono lo estaba mirando, por un segundo, y por primera vez en la noche, se cruzaron las miradas. Luego don Diego volvió a lo suyo, a los ojos cerrados, a la cabeza inclinada hacia atrás, al frío de los huesos.

—Era como si saliera el sol —dijo el Mono—, y a mí me daba susto que tanta luz me fuera a delatar por más que me escondiera en las ramas más tupidas. Aunque yo sabía cuidarme, porque lo de Mono no me viene de lo rubio que fui cuando chiquito sino de mi habilidad para encaramarme en los árboles —el Mono intentó reírse, pero le salió un gemido.

Afuera del cuarto hubo un estruendo de risas que molestó al Mono, como si lo hubieran escuchado y se estuvieran burlando, pero apenas oyó la carcajada de Twiggy entendió el desorden y se molestó más. Se estregó la cara con las manos, se rascó la cabeza, se revolvió el pelo y dijo, con resignada desesperación, por qué las mujeres serán tan cabeciduras. De un envión abrió la puerta y les gritó que se callaran.

Quedó un silencio tan dramático que lo único que se oyó en el cuarto fue la respiración apretada de don Diego, que seguía despierto con los ojos cerrados. Afuera gorjeó una gallinaciega, pit, pit, pit, que le recordó a don Diego las que anidaban en las matas del castillo.

—¿De qué se ríe? —le preguntó el Mono y don Diego volvió a ponerse serio—: ¿De los de afuera?, ¿de mí?, ¿se está riendo de mí? —el Mono Riascos se rio con una risa falsa y dijo—: Eso sí que está bueno —como un perro le dio dos vueltas al butaco antes de volver a sentarse, apoyó la cabeza en la pared y dijo— Vamos a ver si cuando termine todo esto le van a quedar ganas de reírse, don Diego. ¿O es por ella?, ¿se acordó de algo de ella?, ¿sonrió por nuestra Isolda?

Don Diego abrió los ojos con furia.

—¿Nuestra? —dijo.

El Mono, ahora sí, se rio de verdad. A mí me pasa igual cuando la recuerdo, a veces, sin darme cuenta, me pillan riéndome por nada, me preguntan si me estoy acordando de alguna diablura pero me pasa como a usted, doctor, es por ella, sonrío por nuestra Isolda, así usted se enfurezca cuando digo nuestra.

El Mono se levantó y caminó hasta la ventana trancada con tablones y largueros, clavados con resentimiento contra el muro y los postigos. Caminó despacio, moviendo los labios como si hablara consigo mismo. De pronto alzó un poco la voz para que el viejo oyera lo que recitaba casi en silencio:

—La vida es buena para aquel que la sufre y la soporta. Yo que siempre la tuya he visto llena de martirios, angustias y congojas, con la playa de infecunda arena, más dichas te daré, que verdes hojas los árboles frondosos a los nidos, y la tarde, al ocaso, nubes rojas.

Se calló de repente y miró a don Diego con curiosidad. Vio que respiraba más rápido, con más ahogo y con la cara enrojecida. Yo sé, doctor, que a usted no le gustan los poetas de ruana, pero si no fuera por el maestro Flórez no habría aguantado tanto tiempo esperando a que Isolda saliera. Me aprendí todos sus versos. Ahora, ya mayor, es que se me han ido olvidando. Me los aprendí para recitárselos a ella. El Mono se quedó pensativo y caminó hasta otra silla. No se sentó, sino que apoyó las manos en el espaldar. Y mire cómo es la vida, dijo, mire a quién me tocó recitárselos, Suspiró y añadió, y en qué circunstancias. Con los dedos tamborileó en la silla. Miró su reloj y se excusó, qué pena, don Diego, pero tengo que interrumpir nuestra conversación. Tengo muchos asuntos por resolver. Entre otras cosas, debo llamar a su casa, hace días que no hablo con ellos. No me quieren pasar a su señora, ella dizque no quiere hablar conmigo.

—Gracias, Dita —susurró don Diego.

—¿Qué dijo? —preguntó el Mono, pero don Diego no repitió—. Igual yo cumplo con llamar, si quieren dejarlo aquí, ya es cosa de ellos.

El Mono volvió a tamborilear en el espaldar, esperó en silencio a ver si don Diego hacía otra cosa que no fuera quedarse quieto mirando al techo, incómodo sobre un catre viejo.

—Que pase buena noche —le dijo el Mono.

Salió y le puso candado a la puerta. Caminó cabizbajo por el pasillo oscuro y encontró a los otros en la sala, cuchicheando entre risas.

—Mono, Monito —Twiggy saltó y se paró frente a él. Le sonrió como si no pasara nada.

—¿Vos es que no entendés? —le reclamó el Mono—. ¿En qué idioma tengo que hablarte?

Twiggy pestañeó rápido con sus ojos cargados de rímel. Me hacés falta, Monito, dijo aniñando la voz. Te extraño, necesito verte. No vengás, le dijo el Mono, si te necesito te busco y punto. Twiggy agarró con las manos el dobladillo de su minifalda verde eléctrico, como si de esa falda dependiera su vida, y dijo:

—Es que si yo no te busco, vos no me buscás.

—Ya —dijo el Mono levantando la mano. Se paró en medio del salón y miró al Cejón, a Garlitos y a Maleza—. ¿Dónde está Caranga? —les preguntó.

—Salió a buscar leche —dijo el Cejón.

—¿A esta hora?

—Esa fue tu orden.

—Dos potreros más allá hay unas vacas —dijo Maleza.

—¿Salió a ordeñar a esta hora? —insistió el Mono.

—No —aclaró el Cejón—, van a traerse una vaca. Es mejor tenerla aquí para no tener que salir.

El Mono tuvo que sentarse. Otra vez se restregó la cara y se revolvió el pelo. Entonces ¿fueron a robarse una vacar, preguntó ofuscado. Esa fue tu orden, dijo el Cejón. De un tirón, el Mono se quitó la ruana. Qué hijueputas tan brutos, dijo. Twiggy se sentó a su lado, a cierta distancia. Dije que consiguieran leche, explicó el Mono, no que se robaran una vaca. Pero Mono, dijo el Cejón, la tienda más cercana queda a una hora. El Mono lo interrumpió, entonces mañana el dueño de la vaca se da cuenta de que le falta una, la busca, no la encuentra, se va para la estación de policía, pone la denuncia, luego los tombos empiezan a averiguar entre los vecinos, ¿sí me estás poniendo atención, Cejón?, y qué pasa, a ver, ¿cuál de ustedes me puede decir qué pasa cuando la policía aparezca por acá buscando la puta vaca?

Ninguno habló hasta que Twiggy dijo:

—Yo acabo de llegar, Mono, no sé de quién fue la idea.

—¡Imbéciles! —estalló el Mono, y Twiggy se apartó un poco más, mordiéndose los nudillos. El tomó aire para calmarse y dijo—: Garlitos, salí y decile al Pelirrojo que busque a Caranga y que se devuelva ya.

Garlitos, fruncido, miró al Cejón.

—¿Qué pasa? —preguntó el Mono.

—Es que el Pelirrojo también se fue con Caranga —dijo el Cejón.

El Mono se paró, metió las manos en los bolsillos, caminó despacio alrededor de la mesa de centro y luego la levantó de una patada. Todo lo que había encima voló por los aires: revistas, vasos, un cenicero y los platos de peltre. Una botella de gaseosa quedó girando en el piso y cuando terminó de voltear, el Mono preguntó:

—Entonces ¿no hay nadie de guardia?