El viaje
A menudo me siento, miro las estrellas, y me pierdo en su contemplación. Para mí son el símbolo resplandeciente de todas las cuestiones sin respuesta sobre la existencia humana, sobre nuestro lugar en el vasto cielo, sobre nuestro destino, sobre la muerte misma. Son destellos de incontestable maravilla y, también, faros de esperanza.
Lo que más me gustó de los años que pasé en Andur’Blough Inninness fue el firmamento nocturno. En el crepúsculo, cuando la niebla se replegaba a los confines del bosque, el cielo cubría con un sudario el mundo conocido y encerraba las ceñudas sombras de las montañas en un suave y sutil misterio, y las estrellas resplandecían más que en ningún otro lugar del mundo. Aquella niebla mágica me llevaba —al parecer, en cuerpo y alma— hasta los cielos, lejos del mundo tangible, de modo que podía caminar entre las estrellas y sumergirme en las luces del misterio, en los secretos del universo.
En aquel bosque élfico, bajo aquel cielo élfico, conocí la libertad. Conocí la más pura contemplación, la liberación de las ataduras físicas, la comunión con el universo. Bajo aquel cielo que me planteaba tantos interrogantes me olvidaba de la muerte, pues había entrado a formar parte de lo que era eterno. Había dejado atrás la existencia temporal, había cambiado un lugar en constante transformación por un lugar de eternidad.
Un elfo puede vivir un puñado de siglos, un ser humano un puñado de décadas, pero para ambos la vida no es más que el comienzo de un viaje eterno, o quizá la continuación de un viaje que ha comenzado mucho antes de esta presente encarnación consciente. En efecto, el alma continúa mientras las estrellas continúan. Bajo aquel cielo, aprendí que esto era verdad.
Bajo aquel cielo, hablé con Dios.
Elbryan Wyndon