12

Pájaro de la Noche

—La nieve llegará pronto este año —comentó la señora Dasslerond, mirando por encima de su enorme árbol vivienda las nubes grises que aparecían por el horizonte, al norte del valle encantado.

—Sería de esperar un invierno duro —repuso Tuntun con una expresión más seria de lo habitual.

La señora Dasslerond se volvió hacia la pareja de elfos y sopesó las palabras. El ataque a Dundalis, la aparición de trasgos e incluso de gigantes, la certeza de que se habían producido muchos terremotos al norte de Andur’Blough Inninness; todo apuntaba al resurgimiento del Dáctilo.

Había incluso informes de una nube de humo que se levantaba perezosamente sobre Barbacan, y que fluía desde una solitaria montaña llamada Aida.

Tenía sentido; el Dáctilo podía haber despertado un volcán apagado hacía tiempo, usando el magma para fortalecer su magia infernal, y desde luego era probable que lo hubiera hecho.

—¿Cuál es su alcance? —preguntó la señora Dasslerond mientras sus ojos se dirigían hacia el oeste y hacia el norte.

—Acaba de cumplir seis años con nosotros —respondió Juraviel sin vacilar—. Fue salvado de los trasgos en la estación de la cosecha del año que los humanos llaman 816. Según sus cálculos estamos en las puertas del año 823.

La señora Dasslerond miró a Juraviel con una expresión que evidenciaba que su respuesta no era aceptable.

—Pero ¿cuál es su alcance? —volvió a preguntar.

Juraviel suspiró y se recostó en el enorme tronco del arce. Medir tales cosas no le resultaba nunca fácil al elfo, especialmente porque temía ver a Elbryan con ojos favorables.

—Está preparado —intervino inesperadamente Tuntun—. La sangre de Mather corre espesa por sus venas. Dentro de medio siglo diremos a nuestro siguiente aspirante a guardabosque que es de la sangre de Elbryan.

Juraviel no pudo reprimir una risita, pese a la solemnidad de la reunión. Oír a Tuntun hablar tan bien de Elbryan le parecía el colmo de la ironía.

—Tuntun tiene razón —confirmó tan pronto como venció la sorpresa—. Elbryan ha trabajado duro y bien. Lucha con gracia y poder, es cauteloso y silencioso al correr, y ha visitado el oráculo muchas veces, casi siempre con éxito.

—¿Encontró el espíritu de algún pariente? —preguntó la señora Dasslerond.

—Solamente el de Mather —repuso Juraviel sonriendo, al ver la alegría pintada en el rostro de la señora Dasslerond—. Sin embargo, todavía no está preparado —se apresuró a añadir Juraviel—. Tiene aún que aprender sobre sí mismo y sobre las artes de los bosques. Tiene que quedarse durante un año más y después podrá hacer de guardabosque.

La señora Dasslerond sacudió la cabeza antes de que el elfo acabara de hablar.

—El invierno será duro —dijo con firmeza—. Y los hombres han levantado algunos poblados en la frontera de las Tierras Agrestes, incluso han repoblado aquel lugar que era conocido con el nombre de Dundalis y vuelve a serlo. Si lo que tememos es verdad, Elbryan será muy necesario antes de la próxima estación de la cosecha.

—Aunque nuestros temores sobre el Dáctilo resultaran en realidad infundados —añadió Tuntun interviniendo de nuevo—, la mayoría de los humanos no están preparados ni mucho menos para desenvolverse en las Tierras Agrestes. La presencia de un guardabosque les haría mucho bien.

—¿A comienzos de la primavera? —preguntó Juraviel.

—Tendrás al muchacho preparado para su misión —asintió la señora Dasslerond.

—¿Y que hay de Joycenevial? —inquirió el elfo.

—El arquero está preparado —replicó la señora Dasslerond—. Y el helecho oscuro ya habrá crecido en esa estación.

Juraviel asintió. Sabía que Joycenevial, el mejor arquero de Caer’alfar, de todo el mundo, había estado cultivando un helecho oscuro especial durante los seis años que Elbryan había vivido en Andur’Blough Inninness. Sería el primer trabajo que Joycenevial hacía para un hombre desde el que había hecho para Mather, y, puesto que ya era muy viejo incluso según los cálculos de los elfos, probablemente sería el último.

Sería un arco muy especial.

Elbryan creía conocer todos los senderos y cuevas del valle encantado, y por eso se sorprendió aquel día en que Juraviel lo llevó por una vereda serpenteante que a menudo se bifurcaba y cruzaba el mismo arroyo más de una docena de veces. Elbryan imaginó que debían de ir a un lugar importante, pues era más difícil seguir aquel sendero que el sinuoso camino que llevaba hasta Caer’alfar.

Por fin, después de horas de vericuetos, llegaron a una corta pendiente que descendía por un terraplén escarpado y arenoso. Al pie del barranco, tras un muro de arbustos bajos de hoja perenne, llegaron a un lecho de helechos de color verde azulado. La mayoría le llegaban a Elbryan por la cintura y a Juraviel por el hombro. Elbryan comprendió inmediatamente que aquel era su destino, que había algo extraño en aquellas plantas; crecían en perfectas hileras, a distancia regular, y la tierra en torno estaba limpia. No era de esperar que crecieran hierbas pues los helechos eran espesos, pero aquella zona estaba demasiado desbrozada, como si unas manos cuidadosas la desherbaran regularmente.

—Son helechos oscuros —explicó Juraviel con un tono preñado de reverencia. Condujo a Elbryan hasta la planta más cercana y le pidió al joven que inspeccionara el tallo de un helecho.

La planta era gruesa y suave, y el tallo no parecía estrecharse a medida que ascendía y se dividía en tres puntas para formar las hojas. Elbryan lo examinó de cerca y, sus verdes ojos se abrieron sorprendidos; luego se estrecharon otra vez mientras se acercaba más para inspeccionarlo mejor.

En el tallo de color verde oscuro se entretejían graciosamente líneas de plata; a Elbryan le pareció que tenían la consistencia de los hilos de pescar y de las cuerdas de arco que usaban los elfos.

—El helecho oscuro tiene metal —explicó Juraviel en cuanto advirtió que Elbryan había dado con la clave—. Este barranco fue elegido como plantación porque sabíamos que era rico en minerales, sobre todo en silverel, que es el preferido por las plantas.

—¿La planta produce las líneas de metal? —preguntó Elbryan.

Se le ocurrieron muchas implicaciones, como si la niebla que velaba los misterios de la vida de los elfos se hubiera despejado de pronto. Los elfos usaban muchos objetos de metal —en especial espadas y escudos—, y Elbryan se había preguntado en ocasiones de dónde sacaban la materia prima, puesto que, según le constaba, no había minas en Andur’Blough Inninness. Había supuesto que lo conseguían por trueque, pero después había constatado que aquel metal élfico no se parecía a nada de lo que había visto allende el valle encantado. Se acordaba de la espada de su padre, voluminosa y oscura, pero en modo alguno comparable con las finas hojas de los elfos, que brillaban esplendorosamente y estaban muy afiladas.

—Planta y metal forman una unidad —le confirmó Juraviel—. Los helechos oscuros son la única fuente de silverel.

Elbryan miró atentamente las brillantes líneas de metal. Sintió como si ya hubiera visto antes aquel mismo dibujo, pero no podía recordar dónde.

—Tratados y cuidados de forma adecuada, los tallos son increíblemente fuertes y resistentes —le explicó Juraviel—; y flexibles.

—¿Incluso después de extraerles el metal?

—No siempre extraemos el metal de los tallos cosechados —repuso el elfo.

Elbryan se quedó pensando unos momentos, particularmente en el último comentario de Juraviel acerca de la flexibilidad de los tallos. Entonces se acordó de dónde había visto aquel mismo diseño.

—Los arcos de los elfos —musitó mientras la niebla descubría otro misterio. Ahora sabía cómo los arcos élficos, tan pequeños y ligeros, podían disparar una flecha en línea recta a cien metros.

Alzó los ojos y vio que Juraviel asentía con la cabeza.

—No hay material alguno, ni hueso ni madera, ni siquiera entrelazado con tendones, que sea más fuerte —dijo el elfo haciendo una seña al joven—. Ven conmigo.

Caminaron cuidadosamente entre las cultivadas hileras hasta los helechos más altos, cuyas hojas sobrepasaban la cabeza de Elbryan. De pronto, Juraviel le entregó su espada e hizo señas al joven para que se retirara unos pasos.

Elbryan miró, hipnotizado, mientras el elfo cerraba los ojos y comenzaba a salmodiar en lengua élfica, usando palabras tan antiguas que Elbryan no las conocía. La canción fue subiendo de tono y acelerando el ritmo, y Juraviel comenzó a bailar trazando delicados círculos dentro del círculo mayor que cercaba las plantas. Elbryan se concentró en los sonidos ancestrales de la canción del elfo, pero ni aun así pudo descifrar demasiadas palabras. Comprendió que Juraviel estaba elogiando a la planta y dando gracias por el don que le brindaría. No se sorprendió; los elfos mostraban gran respeto por los demás seres vivos, y siempre rezaban y danzaban en torno a los cuerpos de los animales que habían cazado y entonaban interminables canciones a los frutos y bayas de Andur’Blough Inninness.

Los giros del elfo levantaron nubes de polvo sobre la planta; después se inclinó y, con una especie de gelatina rojiza, pintó una raya en torno al tallo, a tres o cuatro centímetros de la tierra.

Acabó con una complicada pirueta y al caer al suelo señaló la raya.

—¡De un tajo limpio! —exclamó.

Elbryan se arrodilló rápidamente, desenvainó la espada y cortó la planta exactamente por la raya. El helecho oscuro cayó en vertical, vaciló un instante y se desplomó hacia un lado justo en las expectantes manos de Juraviel.

—Sígueme deprisa —le rogó el elfo echando a correr.

Elbryan tuvo que esforzarse para seguirlo. Juraviel corrió todo el camino de regreso a Caer’alfar, hasta un árbol alto que albergaba a un solo elfo.

—Joycenevial es tan viejo como el árbol más viejo de Andur’Blough Inninness —le explicó Juraviel mientras el anciano elfo salía de su casa y descendía poco a poco. Sin decir palabra, aterrizó entre los dos, cogió el helecho de manos de Juraviel y lo sostuvo junto a Elbryan. Le dio la vuelta y asintió con la cabeza, al parecer complacido por el fino y limpio tajo; luego emprendió la ascensión a su árbol, con el helecho en la mano.

—¿No hay ninguna marca? —preguntó Juraviel.

Joycenevial se limitó a sacudir la cabeza, sin molestarse siquiera en mirarlos.

Juraviel le dio las gracias y se marchó con Elbryan a remolque. Al joven le bullían en la cabeza miles de preguntas.

—¿Y la gelatina rojiza? —se atrevió a preguntar, intentando entablar conversación para desentrañar tan extraordinaria jornada.

—Sin ella, no habrías podido cortar jamás el helecho oscuro —respondió Juraviel.

Elbryan captó la brusquedad de la respuesta, el tono seco, casi cortante, del elfo, y comprendió que no debía plantear más preguntas, que aprendería lo que debía saber cuando los elfos decidieran decírselo.

Juraviel envió a Elbryan a sus quehaceres, pero compareció otra vez ante el joven por la tarde portando dos arcos, uno de los cuales era demasiado grande para las proporciones élficas.

—No disponemos de demasiado tiempo —le explicó, tendiendo a su alumno el arco más grande.

Elbryan lo cogió, pasando por alto la cantidad de preguntas que de nuevo le bullían en la cabeza, y lo siguió en silencio. Mientras caminaba examinó el arco y llegó a la conclusión de que no estaba hecho con un helecho oscuro como el que había cortado sino con otra planta más pequeña.

El viejo elfo sacó una especie de cuchilla de aspecto curioso, con la hoja curvada hacia arriba por ambos lados y un filo cortante en una hendidura que la atravesaba de arriba abajo por la mitad.

La cogió firmemente con la mano izquierda y asió el tallo del helecho, ya sin hojas, con la derecha.

Sujetó el largo tallo de la planta bajo el hombro derecho y, suavemente, muy suavemente, fue pasando la hoja por él.

Se despegó una tira delgada, tan delgada que era casi translúcida. Joycenevial asintió con aire solemne: había tratado el tallo del helecho perfectamente para trabajarlo.

El viejo elfo cerró los ojos y comenzó a salmodiar. Se imaginó a Elbryan en el momento en que el joven cogía el tallo; evocó el tamaño de su mano, la longitud de sus brazos. Otros arqueros habrían marcado el tallo convenientemente, pero Joycenevial estaba más allá de tan toscas necesidades. El suyo era un acto de la más pura creación y no una vulgar artesanía; su arte tenía que ver con la magia y con la perfecta habilidad que le habían conferido setecientos años de trabajo. Por eso el viejo elfo continuaba trabajando el tallo con los ojos cerrados, cantando suavemente, utilizando la melodía de su voz para marcar el ritmo de sus cortes en profundidad e intensidad.

Sabía que emplearía casi medio año en aquel tallo, limándolo y tratándolo, mellándolo y entretejiendo hechizos de fuerza. Dos veces por semana durante el tallado, lo bañaría en aceites especiales para aumentar su elasticidad. Y, cuando al fin el arco hubiera tomado forma, lo colgaría sobre un hoyo siempre humeante, un lugar secreto y encantado donde el poder mágico era intenso, tan intenso que continuamente se filtraba desde la tierra.

Medio año; no demasiado tiempo para los elfos de Caer’alfar, un simple momento en la larga historia de Belli’mar Joycenevial, el padre de Juraviel. Cerró los ojos y pensó en la ceremonia final, tanto para el arco como para el muchacho: el bautizo. No tenía idea de cómo llamar al arco; ya se le ocurriría cuando el arma adquiriera personalidad propia, matices propios.

Tendría que ser un nombre exacto, porque aquel arco sería su obra maestra decidió Joycenevial, el hito más alto de una carrera marcada muy a menudo por la perfección. Todos los elfos del valle llevaban un arco fabricado por Joycenevial, como lo habían hecho todos los guardabosques que habían salido de Andur’Blough Inninness en los últimos quinientos años. Sin embargo, ninguna de esas armas se equipararía a este arco, porque Belli’mar Joycenevial, tan viejo como el más viejo de los árboles de Andur’Blough Inninness, sabía que era su última obra de arte.

Aquel arco era especial.

Por fin, aquella vez había acertado a dar en el árbol en el que colgaba la diana. Elbryan miró a Juraviel esperanzado, pero el elfo se limitó a levantarse sacudiendo la cabeza. Con un rápido movimiento, Juraviel alzó el arco y disparó una flecha, luego otra, luego una tercera en veloz sucesión.

Lo había hecho a tan vertiginosa velocidad, que Elbryan aún miraba al elfo cuando oyó el golpe de la tercera flecha. Miró la marca y no se sorprendió al ver que las tres flechas habían dado en la diana, una en el ojo del toro, las otras dos justo al lado.

—Nunca dispararé tan bien como tú —se lamentó Elbryan, en aquel tono cercano al gimoteo que Juraviel le había oído durante años—. Ni tan bien como ninguno de los elfos del valle.

—Tienes razón —se burló el elfo, y sonrió mientras Elbryan abría desmesuradamente los ojos pues al parecer no era la respuesta que el joven deseaba oír.

Con un bufido, el orgulloso Elbryan alzó el arco, disparó la flecha y no acertó esta vez ni siquiera al árbol.

—Estás apuntando a la diana —comentó Juraviel.

Elbryan lo miró con curiosidad; ¡pues claro que estaba apuntando a la diana!

—A toda la diana —le explicó el elfo—. Pero la punta de tu flecha no es lo suficientemente grande para abarcarla toda.

Elbryan se relajó e intentó descifrar las palabras del elfo. Las consideró a la luz de la filosofía élfica, la unidad total. De pronto le pareció posible que la flecha y la diana fueran una sola cosa y que el arco fuera simplemente una herramienta que él usaba para poder unir flecha y diana.

—Apunta a un lugar específico, muy preciso de la diana —le recomendó Juraviel—. Debes concentrar tu puntería.

Elbryan comprendió. Tenía que encontrar el punto exacto al que pertenecía la flecha, el punto específico donde las dos, diana y flecha, tenían que unirse. Volvió a alzar el arco —que era demasiado pequeño para él—, lo tensó todo lo que permitía la curvatura, aunque sus brazos le hubieran dado para mucho más, y disparó.

Erró, pero la flecha fue a dar en el árbol a cinco centímetros por encima de la diana: lo más cerca, con mucho, que había conseguido el joven hasta entonces.

—Bravo —lo felicitó Juraviel—. Ahora ya lo has entendido —añadió alejándose.

—¿Adónde vas? —lo llamó Elbryan—. Sólo llevamos aquí unos minutos. Aún quedan diez flechas en el carcaj.

—La lección ha terminado por hoy —repuso Juraviel—. Reflexiona y practica tanto tiempo como quieras.

El elfo se marchó y desapareció en la espesura del bosque.

Elbryan asintió ceñudamente, decidido a acertar con facilidad en la diana, cuando salieran al día siguiente. Se quedaría allí el resto del día y regresaría por la mañana tan pronto como acabara su quehacer con las piedras de leche.

Cada vez que su concentración se relajaba, la flecha erraba el blanco y se perdía entre la maleza del bosque. Elbryan había acudido a aquel lugar con el carcaj lleno, con una veintena de flechas, pero al cabo de media hora el carcaj estaba vacío y no pudo recuperar ninguna flecha. Tanto mejor, pensó el joven, porque le dolían los dedos de la mano derecha y los músculos del pecho, y se le había irritado la parte interior del antebrazo izquierdo.

Al día siguiente, Juraviel le dio una protección de cuero negro para el brazo izquierdo y un arco nuevo; no estaba hecho con helecho oscuro pero era el más grande que el elfo había podido encontrar en todo el valle, aunque seguía siendo pequeño para la altura de Elbryan. Juraviel también trajo con él una ligera gorra triangular de cazador, que Elbryan aceptó con un tímido encogimiento de hombros. Esta vez salieron con dos carcajes llenos, y Elbryan, que progresaba minuto a minuto, pasó casi tres horas disparando. Al final de la jornada, Juraviel le reveló una nueva herramienta: la gorra que llevaba en la cabeza. El elfo le enseñó a bajar hasta los ojos la punta delantera del sombrero triangular y a utilizarla como punto de referencia para afinar la puntería.

Al día siguiente, Elbryan acertó en la diana dos de cada tres disparos.

Durante el otoño y el invierno, Juraviel entrenó a Elbryan en el manejo del arco. El joven aprendió los aspectos prácticos del arma, aprendió cómo elegir las flechas, pesadas para causar más daño y ligeras para disparos más largos, y cómo reemplazar las cuerdas del arco, aunque las cuerdas élficas de silverel se rompían pocas veces. Pero, por encima de todo, Elbryan comprendió que el tiro con arco era más un ejercicio de mente que de cuerpo, una cuestión de atención y concentración. Todos los aspectos físicos —tensar, apuntar, disparar la flecha— devinieron repeticiones automáticas, pero cada tiro requería una medida mental de la distancia y del viento, de la longitud de la tensión del arco y del peso de la flecha. Los dedos de la mano derecha se le llenaron de callosidades y el cuero de la protección de la parte interior del brazo izquierdo había perdido la mitad de su grosor original. En efecto, Elbryan se entregó al entrenamiento con la misma ansia que había mostrado en los demás ejercicios, con un orgullo y una determinación que habían hecho encogerse de hombros de incredulidad a muchos de los elfos. Todos los días, hiciera el tiempo que hiciera, Elbryan se plantaba ante la diana, se esforzaba, se entrenaba, disparaba flecha tras flecha, e inevitablemente las clavaba en la diana, cerca o en el mismísimo ojo del toro. Aprendió a disparar con rapidez y desde ángulos diferentes: a echarse a rodar por el suelo e incorporarse disparando una flecha; a colgarse cabeza abajo de la rama de un árbol y dirigir el disparo hacia el cielo para darle el alcance apropiado; a disparar dos flechas a la vez y clavarlas cerca una de otra, normalmente en el blanco.

Todas las mañanas llevaba a cabo el bi’nelle dasada y luego ejercitaba sus condiciones físicas con las piedras de leche. Durante la comida hablaba de filosofía con Juraviel y después iba con el elfo al campo de tiro para practicar la puntería.

Los anocheceres, para su sorpresa, los pasaba casi todos con Tuntun pues la elfa había sido la instructora, y además amiga, de Mather, de quien Elbryan deseaba ardientemente saber más cosas.

Tuntun le relató muchas historias de Mather, desde sus días de entrenamiento en Andur’Blough Inninness —¡había cometido los mismos errores que Elbryan!— hasta sus hazañas en las Tierras Agrestes. ¡Cuántos miles de trasgos y gigantes habían caído bajo la mortífera espada de Mather! Aquella espada se convirtió en un tema común de las conversaciones, pues Tempestad, como se llamaba era una de las seis únicas espadas de guardabosque jamás fabricadas, las espadas más poderosas que salieron jamás de Andur’Blough Inninness. De las seis, sólo se daba razón todavía de una, un enorme espadón llamado Rompehielos, manejada en las remotas tierras del norte de Alpinador por un guardabosque, Andacanavar, que rara vez se dejaba ver.

—Tú perteneces sin duda a una rara estirpe —le comentó Tuntun un estrellado anochecer—. Quizá seas el único guardabosque vivo, aunque no hemos sentido el dolor por el fallecimiento de Andacanavar.

El respeto con que habló impresionó a Elbryan y al mismo tiempo depositó un enorme peso sobre sus hombros. El joven había llegado a sentirse especial, en ciertos aspectos superior. Gracias a los elfos, se le había concedido un extraño y precioso don: otra lengua —física y verbal—, otra forma de mirar el mundo en torno, otra forma de percibir los movimientos de su propio cuerpo. Ya estaba muy lejos de aquella aterrorizada criatura que había huido tambaleante de la incendiada Dundalis. Era la sangre de Mather, Elbryan el guardabosque.

¿Por qué, entonces, estaba tan asustado?

Para encontrar la respuesta Elbryan visitaba a menudo el oráculo. Día a día le resultaba más fácil conjurar el espíritu de Mather y, aunque el espectro jamás le había brindado respuesta alguna, sus soliloquios le permitían mantener las cosas en orden, conservar su perspectiva y su valor.

El invierno, duro incluso en el valle encantado —como había predicho la señora Dasslerond—, pasaba despacio; las nevadas cayeron muy temprano y prosiguieron copiosas y persistentes mientras la estación se deslizaba hacia la primavera.

Para Elbryan, la vida seguía su habitual ritmo frenético: aprender y crecer. Ahora era un arquero de verdad, no tan hábil como algunos elfos, pero realmente un experto comparado con los humanos. Su comprensión del mundo natural no sería nunca completa —era demasiado vasto para que un individuo pudiera conocerlo—, pero continuaba profundizando en su conocimiento día a día, experiencia tras experiencia. La forma global con que ahora contemplaba el mundo favorecía aquel aprendizaje: en verdad, Elbryan era una esponja; y el mundo, el líquido que iba absorbiendo.

El cambio llegó drásticamente, inesperadamente, una tempestuosa noche de Toumanay, cuando Elbryan fue despertado en su cama por Juraviel y Tuntun. Los elfos lo pincharon y lo empujaron, y al fin consiguieron sacarlo de su arbórea casa llevando sólo un taparrabos y una capa.

Lo escoltaron hasta un campo amplio bordeado de árboles, donde se habían reunido los doscientos elfos de Caer’alfar.

Juraviel le quitó la capa mientras Tuntun lo empujaba; Elbryan se estremecía mientras avanzaba hacia el centro del campo.

—Quítatelo —dijo ella severamente, indicando el taparrabos.

El pudor hizo dudar a Elbryan, pero Tuntun no estaba de humor para discusiones. Con un movimiento rápido de las dagas que empuñaba, cortó la escueta vestimenta y la cogió al vuelo; luego se apresuró a alejarse dejando solo al joven, avergonzado y desnudo, con todos los ojos de Andur’Blough Inninness clavados en él.

Los elfos se cogieron de las manos y formaron un enorme corro en torno a Elbryan. Luego comenzaron a bailar haciendo girar el corro hacia la izquierda. De vez en cuando rompían el círculo y algunos elfos hacían piruetas o trenzaban algunos pasos de danza a su elección, pero en general la rotación seguía en torno a Elbryan.

La canción de los elfos se le metió en los oídos y en todo el cuerpo, y poco a poco el joven fue relajándose y olvidando su pudor, embriagado por la música. Parecía que el bosque entero coreaba a los elfos: las brisas racheadas, el canto de los pájaros, el croar de las ranas.

Elbryan inclinó hacia atrás la cabeza para mirar las estrellas y el pasar de las nubes. Se dio cuenta de que estaba dando vueltas con el corro, como empujado, como si la danza de los elfos hubiera levantado en torno a él un remolino que lo arrastrara. Todo parecía un sueño, vago y en cierto modo ya pasado.

—¿Qué oyes? —oyó que le preguntaba una voz cercana—. En este momento de tu nacimiento, ¿qué ves?

Elbryan ni siquiera se detuvo a pensar de quién era la voz: la señora Dasslerond estaba delante de él.

—Oigo los pájaros —respondió como ausente—. Los pájaros de la noche.

Todo el mundo en torno enmudeció y tan repentino cambio rompió el estado onírico. Elbryan parpadeó unos instantes al detenerse, aunque, aún atrapado en el vértigo, le pareció que las estrellas seguían girando enloquecidamente.

¡Tai’marawee! —gritó la señora Dasslerond, y Elbryan, apenas consciente de que ella estaba en medio del prado con él, saltó al oír el grito. Luego la miró mientras los doscientos elfos coreaban el grito de ¡Tai’marawee!

Elbryan reflexionó cada una de las palabras: tai significaba «pájaro» y marawee, «noche».

—El pájaro de la noche —le explicó la señora Dasslerond—. Esta noche, la noche de tu nacimiento, has sido bautizado con el nombre de Pájaro de la Noche.

Elbryan tragó saliva, sin entender nada de todo aquello. Juraviel y Tuntun no lo habían preparado para semejante ceremonia.

Sin más explicaciones, la señora Dasslerond le arrojó un puñado de polvo brillante a la cara.

El mundo entero pareció detenerse, y luego comenzó a moverse pero más lentamente. La canción de los elfos y la armonía del bosque volvían a sonar, y él estaba otra vez solo en medio del prado dando vueltas al compás del corro. Una tras otra las voces de los elfos fueron desvaneciéndose tan poco a poco que Elbryan no lo notó. Mucho después de que los elfos se hubieran marchado, el joven se dio cuenta de que estaba solo; y, antes de que pudiera descifrar el significado de todo aquello, lo invadió el sueño allí mismo, desnudo en medio del prado.

La noche de su nacimiento.

Belli’mar Joycenevial asintió con la cabeza mientras examinaba el fruto de su amor. Ellos habían bautizado al guardabosque con el nombre de Pájaro de la Noche, y el sueño del elfo no lo había engañado. Aquel arco, llamado Ala de Halcón, encajaba perfectamente con la nueva personalidad de Elbryan.

Joycenevial sostuvo la magnífica arma delante de él. Era más alta que él y había sido pulida y bruñida hasta dotarla de la suavidad del cristal, e, incluso a la mortecina luz de la vela, el verde oscuro con matices plateados de Ala de Halcón resplandecía. Tenía un asidero esculpido y los extremos delicados y afilados, y la punta superior, de quita y pon, estaba rematada con tres plumas tan perfectamente alineadas que parecían una sola cuando el arco estaba en reposo.

Ala de Halcón y Pájaro de la Noche; al anciano elfo le gustaba la relación. Aquel sería el último arco que fabricaba, pues sabía sin ningún género de dudas que, aunque hiciera otros mil, jamás podría acercarse a la perfección de aquella arma.

Elbryan se despertó tal como se había quedado dormido, solo y desnudo en el prado, con la única variación de que vio una tira roja de tela atada a su brazo izquierdo, y otra verde en el derecho, ambas en medio de sus poderosos bíceps. Las miró unos instantes, pero no se le ocurrió siquiera quitárselas. Luego fijó su atención en el mundo que se despertaba en torno. El alba había pasado; el joven se dio cuenta de que había dejado de ejecutar la danza de espada por primera vez desde que se la habían enseñado. De alguna forma, aquella mañana eso no importaba. El joven encontró su manto y se envolvió en él, pero en lugar de regresar a su árbol-casa se dirigió al oráculo, donde había dejado el espejo, la manta y la silla.

—¿Tío Mather?

El espíritu lo aguardaba, imperturbable, en las profundidades del espejo. A Elbryan se le ocurrieron miles de preguntas; pero, antes de que pudiera pronunciar la primera, se le nubló la mente con las imágenes de una carretera un páramo y un bosque, de un valle de árboles de hoja perenne que le resultaba vagamente familiar.

Le costaba respirar; estaba empezando a entender. Lo asaltó un terror oscuro que amenazaba tragarlo allí mismo; deseaba desesperadamente preguntar al tío Mather sobre todo aquello para liberarse una vez más de aquellas dudas.

Pero en aquella ocasión Elbryan era el receptor, no el emisor. Aquella vez se recostó, cerró los ojos y dejó que aquel desconocido sendero encontrara un lugar en su mente.

Salió de la cueva menos relajado de lo que estaba al entrar, con el temor y la incertidumbre pintados en el rostro, y más preguntas que respuestas.

Cuando regresó a Caer’alfar, se sorprendió al encontrarlo desierto. Se apresuró a dirigirse a su árbol-casa y vio que habían desaparecido todas sus posesiones: sus ropas y los cestos para transportar las piedras de leche.

En el suelo habían dejado ropas nuevas, delicadamente confeccionadas. Debían de ser para él, porque evidentemente no eran de la medida de ningún otro habitante de Caer’alfar. A no ser, consideró Elbryan, que hubieran traído a otro aspirante a guardabosque.

Desechó aquella idea, se desprendió de la capa y empezó a ponerse la ropa: botas de piel de ciervo, altas y suaves; pantalones ligeros con un estrecho cinturón hecho de cuerda tejida con silverel para darle mayor resistencia; una fina camisa sin mangas con un chaleco de piel tejido con silverel; y finalmente una gruesa capa de viaje verde bosque y una gorra de cazador triangular de color verde claro.

Elbryan miró en torno, y se preguntó qué se esperaba que hiciera a continuación. Se acordó del campo y se encaminó hacia allí; encontró a todos los elfos de Caer’alfar, que lo estaban esperando, esta vez en silencio y perfectamente alineados. Al frente de los reunidos se hallaban la señora Dasslerond y Belli’mar Juraviel, que indicaron enseguida a Elbryan que se reuniera con ellos.

Cuando llegó, Juraviel le dio una mochila llena; un cuchillo estaba atado con una correa a un lado y un hacha de mano la equilibraba por el otro.

Transcurrió bastante rato antes de que Elbryan se diera cuenta de que los elfos estaban esperando que examinara el regalo. Deshizo las ataduras con precipitación y abrió la mochila, se encorvó y la vació con energía sobre el suelo. Sílex y acero, un delgado cordón tejido con silverel como la cuerda de su cinturón, un paquete de la misma gelatina roja que había visto utilizar a Juraviel en el helecho oscuro, la manta y el espejo necesarios para el oráculo —que debían de haber recogido poco después de que él se hubo marchado de la cueva— y, lo más importante de todo, un pellejo para agua y provisiones cuidadosamente empaquetadas y saladas.

Elbryan levantó la vista hacia sus amigos elfos, pero no encontró repuesta. Con cuidado, pues las manos le temblaban, volvió a empaquetar las cosas; luego se puso en pie delante de Juraviel y de la señora de Andur’Blough Inninness.

—La venda roja está empapada con bálsamos permanentes —explicó Juraviel—. Sirve tanto para vendaje como para torniquete. La verde filtra el aire cuando se pone sobre la nariz o sobre la boca; incluso te permitirá aguantar debajo del agua durante un corto tiempo.

—Estos son nuestros regalos, Pájaro de la Noche —añadió la señora Dasslerond—. ¡Esos y este! —Chasqueó los dedos, y Belli’mar Joycenevial se adelantó desde las filas de los elfos, portando el hermoso arco.

Ala de Halcón —explicó el viejo elfo, entregándoselo—. Te servirá también como palo.

Con un simple movimiento, sacó la punta adornada de plumas, y con ella la cuerda del arco; luego con la misma facilidad volvió a colocar la punta, y tensó el arco para ponerle otra vez la cuerda sin apenas esfuerzo.

—No temas, pues aunque parece frágil no lo romperás —añadió Joycenevial—. ¡Ni con golpes, ni con la descarga de un rayo, ni con el aliento de un dragón!

Esta declaración fue recibida por sinceras aclamaciones de felicitación para el anciano elfo.

—Ténsalo —lo animó Juraviel.

Elbryan dejó la mochila y alzó el arco. Se sorprendió por lo bien que se equilibraba y por lo fácil y cómodo que resultaba tensarlo. Cuando el arco se curvó, las tres plumas de la punta superior se separaron unas de otras de modo que parecían «dedos» del final del ala de un halcón planeando.

Ala de Halcón —le repitió a Elbryan el anciano arquero—. Te servirá como arco durante toda la vida y como lanza hasta que hayas ganado tu espada, si es que lo logras algún día.

Con lágrimas en los ojos, el anciano elfo le tendió un carcaj lleno de flechas; luego se dio la vuelta despacio y retrocedió hasta el lugar que ocupaba en la hilera.

—De todos tus regalos —dijo la señora Dasslerond—, ¿cuál consideras el de más valor?

Elbryan se quedó callado largo rato, pues comprendió que era un momento crítico para él, una prueba sutil que no podía fallar.

—Todos los pertrechos y vestidos —empezó— son dignos de un rey, incluso de un rey de elfos. Y este arco… —siguió mirando a Joycenevial con sincero respeto—. Estoy seguro de que no tiene igual, y sabed que me siento verdaderamente maravillado de poseerlo.

»Pero el oráculo —continuó Elbryan con voz firme mirando a la señora Dasslerond— es el regalo más valioso.

La señora no pestañeó siquiera, pero de pronto Elbryan supo que se había equivocado. Quizá la mirada de su amigo Juraviel, ligeramente apagada, le indicó lo que verdaderamente estaba pensando.

—No —dijo despacio—; ese no es el mejor de vuestros regalos.

—¿Cuál es? —preguntó ansiosa la señora.

—Pájaro de la Noche —replicó sin vacilar Elbryan—. Todo lo que soy; todo lo que he llegado a ser. Ahora soy guardabosque, y ningún regalo del mundo… ni todo el oro, ni todo el silverel, ni todos los reinos… puede ser más valioso. El mejor regalo es el nombre que me habéis dado, el nombre que yo he ganado gracias a vuestra paciencia y a vuestro tiempo, el nombre que me distingue como un amigo de los elfos. No puede haber honor ni responsabilidad más grandes.

—Estás preparado para enfrentarte a esa responsabilidad —se atrevió a decirle Juraviel.

—Ha llegado la hora de que te vayas —declaró la señora Dasslerond.

Por instinto lo primero que se le ocurrió preguntar a Elbryan fue que adónde, pero se mordió la lengua confiando en que los elfos se lo dirían si le hacía falta saberlo. Cuando vio que no lo hacían, que se limitaban a saludar y a abandonar el prado dejándolo solo, una vez más completamente solo, supo la respuesta.

El oráculo le había mostrado el camino.

El terreno era relativamente llano y de color pardo, con arbustos rechonchos salpicados aquí y allá. Pero había pendientes engañosamente suaves y el guardabosque, que avanzaba a buen paso, normalmente no podía ver a demasiada distancia mirara hacia la dirección que mirara. Eran los Páramos; Ciénagas Espesas, las habían llamado cariñosamente los colonos de la frontera de las Tierras Agrestes. Para Elbryan, de niño, eran el escenario de cuentos tremebundos relatados junto al fuego.

Pero ahora, mientras corría por los Páramos, el recuerdo de aquellos cuentos de bestias feroces y terribles guardianes no resultaba muy tranquilizador.

Aquel día la niebla era ligera, no espesa como la que había soportado la víspera, cuando Elbryan sentía como si ojos vigilantes lo siguieran a cada paso. Coronó una pendiente y vio un arroyo plateado que serpenteaba abajo, entre la arcilla pardusca. Instintivamente, llevó la mano al pellejo para el agua y comprobó que estaba a menos de la mitad. Bajó hasta el arroyo, que tenía muy poca anchura y menos de treinta centímetros de profundidad, metió la mano y asintió al comprobar que el agua estaba bastante limpia. En los Páramos, la tierra era demasiado compacta para que la corriente del agua la arrastrara, y los riachuelos eran cristalinos, excepto cuando se remansaban y embalsaban en cuencas poco profundas, donde la tierra y el agua formaban un líquido espeso y fangoso.

Elbryan continuó inspeccionando el arroyo para asegurarse de que nada amenazador nadaba en la corriente; luego colgó la mochila en la rama de un espinoso arbusto y se quitó las botas con mucho cuidado. Había corrido durante cinco días, los dos últimos a través de los Páramos. El agua fría y el lecho suave del arroyo eran una bendición para sus doloridos pies; por un momento consideró la posibilidad de quitarse la ropa y tumbarse en el lecho del arroyo.

Pero entonces sintió algo, oyó algo; uno de sus sentidos sutilmente lo puso en alerta. El guardabosque se estremeció al ponerse en pie con todos los sentidos aguzados. Relajó los músculos de los pies y, con sus sensibilizados nervios, sintió vibraciones bajo tierra. Giró despacio la cabeza de un lado a otro con ojos escrutadores.

Captó un chapoteo, cerca.

El joven consideró su situación. La corriente fluía en torno a uno de los engañosos altozanos y a unos doce metros de donde él se encontraba giraba para desaparecer de su vista.

Captó otro chapoteo más cerca, y luego una voz, aunque no pudo entender las palabras. Miró en torno de nuevo, esta vez buscando un punto ventajoso, un lugar elevado desde el cual pudiera coger por sorpresa a cualquier enemigo. El terreno no era muy prometedor; lo mejor que podía hacer era volver sobre sus pasos cuesta arriba y agacharse justo detrás del altozano. Sin embargo, tenía que planificar sus movimientos a la perfección, pues algunas zonas de aquel terreno elevado se podían ver desde el recodo que había río arriba.

Elbryan desechó aquel plan; estaba en el extremo oriental de los Páramos, no lejos de asentamientos humanos. Quienquiera que fuera no causaba una gran conmoción, de modo que no podía tratarse de gigantes. No había ninguna razón para pensar que fueran enemigos.

Incluso si lo eran, Pájaro de la Noche tenía a Ala de Halcón a mano.

Se ciñó la capa verde bosque sobre los hombros, y se subió la capucha para cubrirse la cabeza y la gorra; luego se ocupó de sus cosas y se agachó para llenar su pellejo de agua en el río.

El ruido aumentaba; por el volumen y la frecuencia de los chapoteos, Elbryan supuso que debían de acercarse aproximadamente media docena de criaturas bípedas. Sin embargo, lo más importante para él era la continua conversación; no las palabras, que apenas podía comprender, sino el tono de voz agudo y rechinante. Elbryan había oído aquellas voces antes.

De repente el chapoteo y la conversación cesaron; las criaturas habían rodeado el recodo.

Elbryan permaneció agachado. Echó una mirada rápida por la abertura de su capucha para asegurarse de que no llevaban arcos.

Trasgos; seis trasgos estaban de pie a apenas unos diez metros de distancia. Uno de ellos llevaba una lanza al hombro, pero no en posición de lanzarla; los otros tenían palos y espadas toscas, pero afortunadamente no disponían de arcos.

Elbryan permaneció agachado. En aquella posición y con la capa, las criaturas no podrían estar seguros de su raza.

¿Eeyan kos? —preguntó uno de ellos.

Elbryan sonrió debajo de su capucha y no los miró.

¿Eeyan kos? —preguntó el mismo otra vez—. ¿Patpat gans?

—«Pato, pato, ganso», dijo Elbryan para sus adentros, el nombre de un juego al que había jugado hacía quizá diez años. Sonrió de nuevo al pensar en aquel tiempo inocente, pero no fue un sentimiento duradero pues fue barrido por una oleada de emociones más oscuras al considerar lo que criaturas como aquellas habían hecho a su mundo.

El trasgo gritó de nuevo. Elbryan sabía que había llegado el momento de contestar, y, dado que no tenía ni idea de lo que el trasgo le estaba diciendo, se limitó a ponerse en pie con su imponente estatura, demasiada estatura para ser un trasgo, y lentamente se bajó la capucha de la capa.

La mitad de la banda de trasgos se puso a chillar; el trasgo que portaba la lanza, mientras gritaba, avanzó con rapidez tres pasos y la arrojó.

Elbryan esperó hasta el último momento; entonces cruzó velozmente a Ala de Halcón frente a él y desvió la lanza. Giró el arco hacia afuera en el momento en que chocaba con la lanza, cambiando su trayectoria, venciendo su impulso y haciéndola girar en el aire para después agarrarla a medio astil con la mano derecha mientras que con la izquierda colocaba a Ala de Halcón otra vez a su lado.

De repente blandió la lanza, apuntando al que se la había arrojado. Aquello dejó helados a los trasgos antes de que hubieran ni tan sólo empezado a lanzarse a la carga.

Las emociones se mezclaban confusamente en la cabeza del joven. Recordaba las enseñanzas de los elfos, casi todas basadas en la tolerancia, aunque no sentían ningún afecto por la especie de los trasgos ni por ninguna de las razas fomorianas. Sin embargo, Elbryan no estaba en ningún asentamiento humano, ni en ninguna tierra reivindicada por los de su raza; con toda probabilidad se hallaba dentro de las fronteras del territorio de los trasgos. Si este era el caso, ¿estaría justificado iniciar una batalla con aquellos seis?

Pero uno de ellos acababa de atacarlo, aunque quizá más por miedo que por ganas de agredirlo. Y Elbryan, cualquiera que fuera la lógica de sus razonamientos, no podía olvidar lo ocurrido en Dundalis.

Dudaba; ¿eran aquellos trasgos responsables de lo que los de su raza habían hecho en casa de Elbryan? Quien había sido bautizado por los elfos con el nombre de Pájaro de la Noche tenía que encontrar una respuesta sincera; se lo debía, como mínimo a Belli’mar Juraviel.

Con un movimiento rápido de su poderosa muñeca hizo volar la lanza por donde había venido, para que cayera con un chapoteo y se clavara en el río a menos de dos palmos de la criatura que se la había arrojado. Elbryan lanzó una rápida mirada de advertencia a los trasgos, y se dio la vuelta hasta quedar de lado respecto a ellos, se dirigió hacia el agua y se agachó para acabar de llenar su pellejo.

Les había dado una oportunidad; buena parte de él, el muchacho que recordaba Dundalis, esperaba que no la aprovecharan.

Oyó y percibió las turbulencias del agua mientras se le acercaban despacio. Advirtió que como mínimo dos se habían desviado y habían salido del río para rodearlo por delante y por detrás.

Elbryan estimó su aproximación, y se mantuvo alerta ante cualquier señal que indicara que le arrojaban otra vez una lanza.

Todo parecía en calma, ningún movimiento, ningún chapoteo. Sabía que las criaturas estaban a no más de tres metros. Lentamente se dio la vuelta hasta quedar frente al grupo de cuatro, se enderezó y su estatura superó en más de treinta centímetros a la del más alto de sus enemigos.

¡Eenegash! —pidió el que estaba más cerca, y también el más feo, mientras sostenía con fuerza su espada, una hoja de sesenta centímetros no muy distinta de la que Olwan le había dado a Elbryan para patrullar.

—No comprendo —replicó él con calma.

Los trasgos murmuraron algo entre ellos; Elbryan advirtió que tampoco podían comprender su lenguaje. Entonces el más feo se volvió hacia él.

¡Eenegash! —dijo de nuevo, más alto, mientras dirigía su espada hacia el palo y luego hacia la orilla del río.

—No pienso lo mismo —replicó Elbryan, sonriendo ampliamente y sacudiendo la cabeza.

Con un imperceptible movimiento, el guardabosque sacó la punta de plumas del arco, y la escondió en el cinturón junto con la cuerda del arco.

El trasgo soltó un gruñido amenazador. Elbryan sacudió de nuevo la cabeza.

La criatura se precipitó para reducir la distancia a la mitad y daba pinchazos al aire con la espada, con movimientos más intimidatorios que de ataque propiamente dicho. Pero fue la criatura la que se sorprendió.

Elbryan agarró el palo, la mano derecha por encima de la izquierda, invirtió el agarro con la izquierda mientras el palo empezaba a moverse, y lo proyectó cruzado delante de él con tanta rapidez que el trasgo no tuvo la menor oportunidad de moverse. El palo chocó simultáneamente con la espada y con la mano del trasgo, arrancó el arma de las manos de la criatura y la lanzó a cuatro metros. Un sutil desplazamiento, demasiado rápido para que la criatura pudiera esquivarlo, permitió a Elbryan impulsar en línea recta hacia adelante la punta afilada; esta hirió al trasgo en plena frente, entre los dos ojos, y lo dejó tumbado en el río.

Con un alarido de placer los otros trasgos, como era de esperar, fueron por él.

Elbryan blandió de nuevo el palo y, soltándolo de la mano izquierda, lo impelió con la derecha para bajar el extremo delantero. Aprovechando el impulso, extendió el brazo derecho hacia afuera y cogió por sorpresa al trasgo más cercano, uno de los dos que habían salido corriendo del río para flanquearlo; el extremo de Ala de Halcón lo hirió justo debajo de la barbilla.

El arma se lanzó otra vez dibujando un giro completo y defensivo entre el guardabosque y los tres trasgos que se acercaban por el río. Elbryan agarró el palo firmemente con la mano izquierda y extendió ese brazo hacia afuera de forma similar, de tal modo que se desembarazó del otro trasgo que se había alejado del río. Empuñó de nuevo el palo, le hizo dar medio giro y lo agarró de nuevo con la mano derecha; otro medio giro, lo inclinó en diagonal hacia afuera y lo cogió de nuevo con la izquierda; y entonces lo agarró también con la derecha, mientras el extremo posterior giraba por encima y Elbryan desplazaba el arma angularmente y avanzaba a zancadas con audacia. El golpe, de arriba abajo, alcanzó de lleno la cabeza del trasgo que estaba en medio, el que empuñaba la lanza, ¡y la increíble fuerza de Ala de Halcón partió en dos el cráneo de la criatura con un retumbante crac!

Elbryan hizo un barrido hacia la izquierda con el palo, y detuvo el golpe de una porra; luego hacia la derecha, para rechazar una espada. De nuevo hacia la izquierda, de nuevo hacia la derecha, cada vez con el ángulo necesario para frustrar un ataque. Otra vez a la izquierda, otra vez a la derecha, golpeando de lleno el brazo armado de la criatura. Elbryan dio un paso a la izquierda y giró para evitar un peligroso espadazo. Se agachó con ímpetu y completó el giro con Ala de Halcón volando delante de él. En honor del trasgo hay que decir que este advirtió el tortuoso ataque y trató de bajar la porra, pero Elbryan simplemente elevó el extremo volante de Ala de Halcón y, descargándolo sobre el delgado antebrazo de la criatura, le quebró un hueso. La porra cayó al río, y el trasgo chilló apretándose el brazo.

Elbryan avanzó, encarándose con la criatura, puso el palo horizontal frente a él y empezó a pinchar a derecha e izquierda, dirigiendo a Ala del Halcón para herir alternativamente al trasgo en ambos lados de la cabeza. Después del último golpe, el guardabosque echó atrás el pie derecho, retiró el palo, y se giró para enfrentarse a su próximo enemigo, esperando un ataque con la espada que este empuñaba. Al sorprender a aquella criatura en plena huida, Elbryan volvió a dirigir el palo hacia afuera y hacia la izquierda, y golpeó al aturdido trasgo en plena cara.

Aunque no alcanzó a verlo, oyó que el trasgo que se le había acercado por la izquierda se levantaba con esfuerzo. Ala de Halcón giró de nuevo, describiendo un círculo vertical primero por debajo y después por encima del hombro derecho de Elbryan, que giró a su vez y brincó hacia la izquierda. El palo eludió el movimiento defensivo que intentó el aterrorizado trasgo, y fue a chocar violentamente contra la base del cuello de la criatura. El trasgo sufrió una sacudida sin moverse de sitio y después, como si una ola de energía le bajara hacia los pies y le subiera de nuevo, pegó un extraño brinco, cayó de pie y poco a poco se fue desplomando.

Elbryan se dio la vuelta y se agachó a la defensiva, pero no apareció enemigo alguno. El primero al que había golpeado, el jefe, estaba a gatas en medio del arroyo, con la mirada perdida, demasiado aturdido para ponerse en pie. El que había golpeado a la derecha del arroyo seguía en el suelo, retorciéndose y jadeando para recuperar el aliento. El que había golpeado en último lugar debía de estar muerto, como el lancero; y el que había recibido cuatro golpes en la cabeza yacía inmóvil a la orilla del arroyo con la cara en el agua. El último del grupo, el armado con una espada, se encontraba a veinte pasos de Elbryan, brincando sin cesar y lanzando maldiciones que el guardabosque no entendía.

Con toda calma, Elbryan volvió a colocar la punta adornada con plumas de su arco, y con un solo y ágil movimiento lo combó apoyándolo en la pierna y ajustó la cuerda.

Al verlo, el trasgo soltó un aullido y echó a correr.

Ala de Halcón se levantó, y las tres plumas se separaron. Un vuelo limpio y certero de diez metros.

La flecha alcanzó al trasgo en la espalda, lo levantó del arroyo y lo lanzó dos metros más allá.

Agitando brazos y piernas cayó pesadamente boca abajo en el agua.

Elbryan sacó el hacha de la mochila y acabó la tarea a mano.

Entonces reanudó su marcha a través de los Páramos.