Jill miró más allá de las escarpadas rocas hacia las tenebrosas aguas del vasto Miriánico; grandes olas se levantaban perezosamente e iban a romperse contra las rocas sesenta metros más abajo de donde ella se encontraba. Era un movimiento que se repetía a cada minuto, a cada hora, durante días, semanas, años. Durante toda la eternidad, suponía Jill. Si volviera a aquel lugar al cabo de mil años, las olas seguirían levantándose suavemente y estrellándose contra la base de aquella misma elevación rocosa.
La joven miró por encima del hombro la pequeña fortaleza que ella consideraba su casa, Pireth Tulme. Dentro de mil años, pensó, el lugar sería el mismo, salvo que aquella construcción, con una baja y solitaria torre, no estaría en pie: habría sido destruida por el paso del tiempo, por el viento y las tormentas que habían barrido la Bahía del Casco de Caballo con perturbadora regularidad.
Sólo llevaba allí cuatro meses y había sido testigo de una docena de tormentas, hasta tres en una semana, que la habían dejado a ella y a sus cuarenta compañeros —miembros todos ellos del cuerpo de elite conocido como los Guardianes de la Costa— empapados y malhumorados.
Sí, esos eran los términos adecuados, decidió Jill.
—Empapados y malhumorados —dijo en voz alta, y asintió pensando que era una descripción que podía aplicarse a toda su vida.
Le habían dado una oportunidad que pocos tenían, y menos aun las mujeres de aquel reino patriarcal de Honce el Oso. Jill cerró los ojos y dejó que los ruidos del océano la llevaran a otra orilla, una orilla más suave en la ribera de Masur Delaval, hasta la ciudad de Palmaris, el único hogar que recordaba. ¿Qué habría sido de Graevis y de Pettibwa?, se preguntaba. ¿Y de Grady? ¿Su desastre con Connor Bildeborough habría puesto fin a los intentos de aquel hombre por entrar en la alta sociedad?
Jill se echó a reír y esperó que así hubiera sido. Aquello sería lo único bueno derivado de la tragedia. Casi dos años habían pasado desde su «noche de bodas», pero el dolor seguía vivo.
Miró en torno otra vez y luego elevó la vista hacia el cielo advirtiendo que muchas estrellas habían desaparecido. Poco después, empezó a lloviznar.
—Empapados —repitió sacudiendo la cabeza. Pese a las muchas veces que lo había presenciado, Jill todavía no podía acostumbrarse a la rapidez con que empezaba a llover en Pireth Tulme.
Igualmente súbita había sido la lluvia que había caído sobre su vida, primero en aquel pueblo fronterizo, cuando atacaron los trasgos, después en Palmaris. Apenas podía recordar el primer suceso, pero sabía que su vida poco a poco había ido haciéndose más hermosa. Y después, de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, en el espacio de un simple beso, todo había desaparecido, todo le había sido arrebatado.
¿Qué otra cosa hubiera podido esperar que superara su boda en Palmaris? Se había casado en Saint Precious, considerada por muchos la iglesia más hermosa de toda Corona. Y Dobrinion Calislas en persona, el abad de Saint Precious y por tanto el tercero en rango de toda la iglesia abellicana, había oficiado la ceremonia. ¿Qué joven no se hubiera desmayado con sólo pensar en ese día? ¡Y después la noche, en la mansión del barón Bildeborough!
Un estremecimiento le recorrió la espina dorsal al recordarlo: la enorme habitación, el cambio que había experimentado Connor, la expresión de su rostro, primero salvaje y luego aun peor, con la nariz y una mejilla quemadas y ampolladas. Su mirada se había suavizado sólo un poco a la mañana siguiente cuando él y Jill habían comparecido ante el abad Calislas. Por supuesto, el matrimonio había sido anulado inmediatamente, ya que no había sido consumado.
Bastó un chasquido de los dedos del anciano Calislas.
Sin embargo, aún quedaba el asunto del delito de Jill. Su ataque a un noble, que podría muy bien haber dejado señalado de por vida a un apuesto joven, no era un asunto de poca monta en Palmaris. Según la ley, Connor habría podido exigir su ejecución. Sin llegar a tanto, existía la posibilidad de que el abad Dobrinion Calislas atara a Jill a Connor por contrato de servidumbre, quizá de por vida.
Pero Connor se había mostrado clemente, y también el abad Calislas se había inclinado al perdón.
—He oído hablar de un incidente con tres canallas sobre el tejado trasero del Camino de la Amistad —había dicho el anciano sacerdote con una cálida sonrisa en el rostro—. No debe desperdiciarse una persona de tus habilidades sirviendo mesas. Hay un lugar para una mujer de tu talento y ferocidad, un lugar donde semejante cólera se calmará, incluso será aplaudida.
Así fue como el viejo abad la destinó al servicio del rey de Honce el Oso, como soldado de infantería en los hombres del rey, el ejército. Aquel momento había quedado grabado en la memoria de Jill: las palabras compasivas de Calislas mientras ella miraba por encima del hombro a Pettibwa y a Graevis. No había cólera en los rostros de sus padres adoptivos, ni la menor señal de que el irreflexivo comportamiento de Jill la víspera por la noche les hubiera salido también a ellos muy caro; sólo había la más profunda tristeza. Pettibwa había estado a punto de derrumbarse al oír la orden del abad Calislas, ante la idea de que su Jilly le fuera arrebatada. Aquella noche en el Camino reinaba escasa alegría cuando la joven fue a despedirse.
Poco después, cuando hubo dejado atrás Palmaris, Jill había comprendido la sabiduría de la decisión del abad. Desde luego, había medrado, al menos al principio, en el ejército. Empezó como un vulgar solado de infantería —«andarines de forraje», los llamaban—, pero al cabo de poco tiempo ingresó en el selecto cuerpo de caballería. No había enemigos reales que combatir: Honce el Oso llevaba gozando de paz más tiempo de lo que nadie podía recordar. Pero, en los ejercicios semanales de combate, Jill extrajo de sus recuerdos enemigos suficientes para insuflarse tanta ferocidad que dejó atónitos a sus superiores. Despachó uno tras otro a sus contrincantes, a veces con heridas de consideración, hasta el punto de que ningún hombre y ninguna mujer de su unidad desearon enfrentarse a ella. Aun así, su fama le había procurado no pocos enemigos, y por eso la habían trasladado de una fortaleza a otra en desempeño de los más variados servicios, desde guardia del castillo hasta jinete de patrulla.
Con todo, había sido un año aburrido; las guardias de los castillos eran puramente decorativas, y el incidente más grave que Jill había presenciado en cuatro meses de patrulla a caballo fue una pelea entre dos campesinos hermanos, uno de los cuales había arrancado de un mordisco la oreja al otro. Por eso Jill había recibido con enorme expectación y esperanza las noticias de su destino a una unidad de elite —los famosos Guardianes de la Costa—, sólo aventajada en Honce el Oso por la Brigada Todo Corazón. Eran luchadores legendarios y temibles guerreros que en épocas pasadas habían rechazado una invasión de powris y habían domado la región conocida como la Costa Rota, ensanchando de aquel modo los dominios del rey de Honce el Oso.
La joven no sabía lo que le esperaba cuando llegó a la pequeña fortaleza de Pireth Tulme, que dominaba la bahía del Casco de Caballo y el vasto Miriánico. Pireth Tulme era uno de los muchos puestos de vigía esparcidos por la costa de Honce el Oso. Como todas sus fortalezas hermanas, estaba aislada, lejos de cualquier poblado de cierta importancia, pero se hallaba estratégicamente situada para vigilar si se producía una invasión por mar. Pireth Tulme protegía los pasos meridionales del golfo de Corona, en tanto que Pireth Dancard vigilaba las cinco pequeñas islas en el centro del golfo y Pireth Vanguard guardaba la ruta del norte.
Jill consideraba que la misión de las fortalezas era de gran importancia, una existencia estoica que protegía el bienestar de todo el reino. No tardó en comprobar que era la única en creerlo así.
Pireth Tulme, y al parecer todas las demás fortalezas costeras, estaban muy lejos de ser los estoicos bastiones que su fama pregonaba. Las fiestas habían sido casi constantes en los cuatro meses que Jill llevaba allí. Incluso en aquellos momentos, muy entrada la noche, mientras hacía la guardia recorriendo las murallas, oía el jolgorio: entrechocar de vasos alzados en interminables brindis, obscenas carcajadas, chillidos de mujeres que eran perseguidas o perseguían a su vez.
Los guardias eran cuarenta y sólo había siete mujeres. A Jill, cuya única experiencia con un hombre había resultado tan desastrosa, no le agradaba aquella desproporción. Por eso sacudía la cabeza con disgusto mientras hacía la guardia aquella noche, como todas las noches.
Poco después un soldado de aspecto ojeroso —un hombre de cuarenta años llamado Gofflaw, que había pasado sirviendo en los hombres del rey más de la mitad de su desgraciada vida, incluyendo una docena de años en el cuerpo de los Guardias de la Costa arrastrándose de un solitario puesto a otro— apareció tambaleándose en las muralla y se acercó a Jill.
La joven exhaló un suspiro de resignación. No tenía miedo; no creía que aquel individuo borracho pudiera llegar hasta ella sin caerse del estrecho camino de ronda y estrellarse en el patio desde una altura de dos metros y medio. De algún modo, trastabillando a cada paso en los bloques de piedra de la muralla, el hombre se fue acercando a la joven.
—Vaya, querida Jilly —balbuceó Gofflaw—, caminando otra vez bajo la lluvia.
Jill sacudió la cabeza y miró hacia otro lado.
—¿Por qué no entras y te calientas los huesos, muchacha? —preguntó el sujeto—. ¡Vaya juerga la de esta noche! Ve a divertirte. Yo te haré la guardia.
Jill lo conocía muy bien. Si aceptaba su ofrecimiento aparentemente amable y entraba, Gofflaw no tardaría en seguirla dejando los muros sin guardia. Aun peor: el hecho de que él hubiera salido a buscarla respondía probablemente a una conspiración. La casa principal de Pireth Tulme, larga y baja, no era grande; sólo constaba de tres habitaciones comunes de tamaño regular, rodeada cada una de ellas por una docena de antecámaras, de cabida apenas suficiente para un par de camastros y dos armarios pequeños. La mayor parte de la construcción era subterránea, de modo que, aunque la casa principal tenía tres pisos idénticos, desde el patio sólo era visible uno. Si Jill se aventuraba a entrar en un lugar tan estrecho, si aquel hombre había salido afuera para hacerla entrar, ella probablemente se encontraría en apuros.
—Yo haré mi guardia, gracias —respondió educadamente haciendo amago de alejarse.
—¿Y qué es lo que estás guardando? —preguntó el soldado con un tono repentinamente brusco.
Jill se dio la vuelta y clavó en él una mirada escrutadora y colérica. La joven conocía muy bien la rutina e incluso estaba dispuesta a admitir que parecía poco probable que algún enemigo o cualquier otra persona se acercara a la fortaleza o pasara junto a ella en su travesía hacia el golfo de Corona. Pero, a juicio de Jill, aquella no era la cuestión. ¡Si cada quinientos años sobrevenía una invasión, los Guardines de la Costa debían estar preparados para hacerle frente!
—Vuelve a la fiesta —contestó ella al fin apretando la mandíbula—. Yo prefiero vigilar para honrar el uniforme que llevo.
Gofflaw soltó un bufido y se limpió la grasienta mano en la guerrera roja.
—Ya verás lo que es bueno —repuso—. Simplemente espera a que los días se conviertan en un año, y luego en dos y tres y cuatro y…
—Creo que ella entiende perfectamente tu razonamiento, Gofflaw —dijo una voz firme.
Jill miró por encima del borracho, que se dio la vuelta, y vio que Constantine Presso, el alcaide de Pireth Tulme, se acercaba por el camino de ronda. Era un hombre de apariencia impresionante: alto y erguido, con bigote y barba de chivo cuidadosamente recortados, sobretodo azul orlado de rojo bien cortado y limpio, tahalí de cuero negro que le cruzaba del hombro derecho a la cadera izquierda y del que pendía una espada impresionante, herencia de familia. Frisaba los treinta años y había ganado su graduación al vencer a tres bandidos que habían entrado furtivamente una noche en la casa de un noble. Cuando Jill lo había conocido a su llegada a Pireth Tulme sus esperanzas se habían fortalecido con un sentido de responsabilidad mayor.
Sin embargo, Jill no había tardado en darse cuenta de que el aspecto que tenía la fortaleza, aquel día en que el comandante regional de los hombres del rey la había llevado hasta aquel remoto puesto, había sido sólo una exhibición aislada y que el alcaide Presso, pese a su majestuosa apariencia, había caído hacía tiempo en la misma trampa que el resto de sus compañeros.
Presso miró a Jill a los ojos, cosa que hacía a menudo.
—Y creo que rehúsa tu ofrecimiento —añadió el comandante.
—Sí —asintió Jill.
Gofflaw murmuró algo entre dientes e hizo amago de pasar de largo junto a Presso, pero el alcaide lo cogió por el brazo cortándole el paso.
—Pero llega tarde —dijo Presso a Jill—, ¿o debería decir temprano? Tu guardia seguramente ha acabado.
—Hago la guardia de noche.
—¿Qué parte de la noche?
—La noche —espetó Jill—. Nadie más subirá aquí arriba. Ellos consideran la puesta de sol como el final de sus deberes, los pocos deberes que se dignan hacer durante el día.
—Calma, muchacha —repuso Presso. Quizás estaba intentando ser un alcaide sensato, pero a Jill le pareció que adoptaba una actitud paternalista.
—Conozco a la perfección nuestras normas de conducta y de servicio —continuó Jill—. Nuestra guardia no termina con la puesta de sol. «Siempre vigilantes, siempre alerta» —terminó con el lema de los ahora orgullosos Guardianes de la Costa.
—¿Y qué estás vigilando? —le preguntó con toda calma Presso.
Jill hizo una mueca de incredulidad.
—¿Podrías ver un barco powri, o una balsa repleta de trasgos, si se deslizaran delante de nosotros camino del golfo, a sólo cien metros de la orilla?
—Podría oírlos —replicó Jill.
El resoplido de Presso se convirtió en una risita prolongada.
—No falta mucho para el alba —dijo—. Te ruego que ahora regreses a la fortaleza y te saques la lluvia de los huesos.
Jill iba a protestar, pero el alcaide la cortó en seco. Puso a Gofflaw de centinela y, cogiendo a Jill por el brazo, la empujó delicadamente hacia la puerta de la torre.
Entraron juntos y, a decir verdad, Jill se alegró de verse al abrigo de la lluvia. Al pie de la escalera de la torre, en el pequeño vestíbulo que llevaba a la casa principal, la pareja pasó por delante de una puerta entreabierta. Por los sonidos que salían de ella, era obvio lo que estaba ocurriendo dentro.
Jill cruzó deprisa el vestíbulo y entró en la habitación común del piso superior. Había una docena de hombres y dos mujeres, todos casi derrumbados por la bebida. Un individuo estaba bailando sobre la mesa, o intentándolo, y se quitaba la ropa entre los abucheos de los hombres y los chillidos de las mujeres.
Jill miró al frente mientras se dirigía a la escalera que descendía hasta su habitación. El alcaide Presso la alcanzó y la cogió por el hombro justo en el momento en que llegaba a la puerta.
—Quédate con nosotros y diviértete lo que queda de noche —la invitó.
—¿Es una orden?
—Claro que no —repuso Presso, que era realmente un tipo decente—. Simplemente te pido que te quedes. Tu guardia ha acabado.
—Siempre alerta —respondió Jill apretando los dientes.
Presso suspiró.
—¿Cuántos meses de aburrimiento puedes aguantar? —preguntó—. Estamos aquí solos, completamente solos, con la única compañía de todo el tiempo del mundo. Esta es nuestra vida, y de cada uno de nosotros depende que sea divertida o desgraciada.
—Quizá tenemos puntos de vista diferentes acerca de lo que es divertido —replicó Jill, echando una ojeada inconscientemente a través de la habitación hacia el vestíbulo y la puerta entreabierta.
—Tienes razón.
—¿Puedo irme?
—No podría ordenarte que te quedaras, aunque en verdad me gustaría que así lo decidieras.
Jill relajó la tensión de sus hombros. En cierto modo, el aire conciliador de Presso la vencía más de lo que hubiera conseguido una orden.
—Fui destinada al servicio de los hombres del rey por un magistrado, el abad de Palmaris —le explicó.
Presso asintió con la cabeza; había oído muchos rumores al respecto.
—No elegí ingresar —prosiguió ella—; pero, una vez en las filas, llegué a creer… No sé, que me daba un propósito, una razón para continuar.
—¿Continuar?
—Viviendo —se apresuró a responder ella—. Mi deber es mi fuerza… no sé contra qué. Pero esto… —Señaló con la mano hacia la jarana, hacia el bailarín medio desnudo que en aquel preciso momento se cayó de la mesa—… esto no forma parte de mis deberes ni de mis deseos.
Presso le rozó el brazo con toda delicadeza, pero así y todo ella retrocedió como si la hubieran abofeteado. El alcaide se apresuró a alzar las dos manos para demostrarle que no tenía intención de hacerle mal alguno.
Jill entendió que su gesto era a la vez defensivo y compasivo. La primera noche después de su llegada, uno de los hombres había intentado propasarse con la fogosa mujer. Había cojeado durante una semana con un pie hinchado, un tobillo y las dos rodillas magullados, un ojo cerrado y el labio demasiado tumefacto para beber sin que el líquido le resbalara por la camisa. Incluso sin aquella prueba fehaciente de que sabía defenderse sola, Jill creía que Presso no intentaría nada. Pese a que él aceptaba lo que ocurría en Pireth Tulme, Jill reconocía que aún quedaba en él cierto sentido del honor. Hacía lo que podía con las otras mujeres, probablemente con las seis, pero no se le ocurriría meterse donde no lo habían invitado.
—Me temo que el razonamiento de Gofflaw era lógico —le advirtió el alcaide—. Los meses te irán agotando, día tras día, todos igualmente solitarios y aburridos.
—Sin duda —apostilló Jill haciendo con la barbilla un gesto que señalaba hacia la entrada.
Presso miró en la dirección indicada y vio que Gofflaw acababa de entrar en la habitación. El alcaide exhaló un sonoro suspiro; luego se volvió otra vez hacia Jill y se encogió de hombros. En realidad no le importaba que las murallas quedaran desprotegidas.
Jill se dio la vuelta y abandonó la habitación; pero, tan pronto como la puerta se cerró detrás de ella, se precipitó por un corredor lateral y salió de nuevo a la lluvia. Se dirigió a una escalera y trepó por la muralla que daba al mar; luego se sentó en el mismo borde exterior con las piernas colgando sobre el profundo abismo.
Allí permaneció el resto de la noche, contemplando la reaparición de las estrellas a medida que las nubes de tormenta corrían hacia el golfo. Cuando amaneció, en la anchurosa bahía empezaron a distinguirse farallones como columnas que se alzaban sólidas y erguidas como centinelas, siempre vigilantes, siempre alerta.