20

El oráculo

—¿Cuántas luces ves?

La pregunta había sido pronunciada en élfico, lengua que Juraviel usaba cada vez con más frecuencia con Elbryan. Después de cinco años de estancia en Andur’Blough Inninness, el joven conocía las palabras, las frases comunes; sólo le restaba perfeccionar la entonación.

Juraviel y Elbryan llevaban velas; y un par de estrellas habían aparecido en el cielo en cuanto el sol se hubo escondido tras el montañoso horizonte del oeste.

El joven se quedó mirando largo rato a Juraviel. Durante el otoño y el invierno entre los años 821 y 822 del Señor, las lecciones de Elbryan habían ido derivando a la filosofía, y el joven había aprendido que incluso las preguntas más sencillas estaban cargadas de sutiles significados. Al fin, convencido de que aquella no era una pregunta con un sentido oculto, tan sólo el simple preludio de su lección, alzó la mirada y contó con rapidez hasta cuatro estrellas.

—Seis —contestó con cautela, añadiendo las dos velas.

—Luego, son luces independientes —comentó Juraviel—. Tu luz y la mía, y la de aquellas estrellas.

Elbryan frunció el entrecejo. Lentamente, no muy seguro, como si esperara ser censurado, asintió con la cabeza.

—Así pues, si apagaras la luz de tu vela, te quedarías a oscuras —razonó Juraviel.

—Más que ahora —respondió Elbryan sin titubear—. Pero todavía tendría la luz de la tuya.

—Entonces mi luz no está contenida en la llama —continuó Juraviel—, sino que se expande a lo lejos. ¿Y la luz de las estrellas?

—Si la luz de las estrellas estuviera contenida en las estrellas, entonces no veríamos las estrellas —gruñó Elbryan cada vez más frustrado; había veces, como aquella, en que odiaba la sencilla lógica élfica—. Y, si la luz de tu vela estuviera contenida en la vela, yo no la vería.

—Exactamente —repuso el elfo—. Ahora puedes continuar.

Elbryan dio una patada al suelo mientras Juraviel le volvía la espalda. El elfo siempre le hacía lo mismo: lo dejaba con cuestiones que él era incapaz de responder.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el joven.

Juraviel lo miró con calma pero no le respondió.

Elbryan aceptó el envite; al fin y al cabo, era él quien estaba aprendiendo.

—¿Estás diciendo que la luz, puesto que no está contenida, es una cosa compartida?

Juraviel no pestañeó siquiera.

Elbryan permaneció sin decir palabra un buen rato, mientras repasaba la conversación y consideraba las distintas opciones.

—Hay una luz —dijo al fin.

Juraviel sonrió.

—La respuesta era esa —afirmó Elbryan, cada vez más seguro—: Una luz.

—Yo cuento al menos una docena de estrellas ahora —repuso el elfo.

Elbryan miró al cielo. Era cierto; la noche estaba cayendo y las estrellas iban apareciendo.

—Una docena de fuentes de la misma luz —razonó Elbryan— o de diferentes luces que se unen todas. Al verlas yo, se mezclan. Todas las luces se convierten en una.

—Una y la misma —asintió Juraviel.

—Pero ¿tengo yo que verlas para que esto sea verdad? —preguntó Elbryan con impaciencia, pero su ilusión se disipó al ver el ceño que inmediatamente apareció en la cara del elfo.

Elbryan se quedó callado y cerró los ojos, recordando sus primeras lecciones, los axiomas que los elfos le habían planteado para que pudiera ver el mundo desde una perspectiva completamente diferente. En la filosofía élfica, la primera verdad, la base de la realidad era que todo el mundo material, físico, no era más que la acumulación de percepciones por parte del observador. Nada existía excepto en la conciencia del individuo. Era un concepto difícil para Elbryan, porque él había sido educado en la idea de comunidad, y según esa concepción, la exaltación del yo era considerada el peor de los pecados: el orgullo. Pero los elfos no veían las cosas de la misma manera; Juraviel había afirmado en una ocasión que todo en el mundo no era más que una obra puesta en escena para beneficio de Juraviel.

—Mi conciencia crea el mundo en torno a mí —le había asegurado el elfo.

—Entonces, yo nunca podría vencerte en combate a menos que tú lo quisieras —había deducido Elbryan.

—Olvidas que tu conciencia crea el mundo alrededor de ti —había replicado el elfo, y después, como era su costumbre, se había marchado.

Aquella aparente contradicción había planteado a Elbryan un dilema. Desde aquel punto de vista aprehendía una percepción del yo que nunca hasta entonces se había sentido libre para explorar.

—Las estrellas y mi vela son una porque puedo verlas juntas —concluyó el joven—. Yo creo el mundo en torno a mí.

Juraviel asintió.

—Tú interpretas el mundo en torno a ti —lo corrigió—. Y, en la medida en que incrementes tu sensibilidad para llegar a ser consciente de los detalles más nimios, tus interpretaciones se enriquecerán, tu conocimiento se enriquecerá.

Juraviel se marchó entonces, dejándolo sentado en el prado con la vela en la mano y contemplando el nacimiento de muchísimas estrellas, de fuegos celestiales que se unían con el suyo. Aquel sencillo cambio de percepción, la idea de que todas las luces eran en realidad una, proporcionó a Elbryan un sentido de unicidad con el universo que jamás hasta entonces había experimentado. De pronto le parecía que el cielo estaba más cerca, le parecía que podía tocarlo con la mano, y se sintió una parte de aquel vasto manto aterciopelado.

Durante el resto de aquel año y durante los meses del año 822 del Señor, Elbryan aprendió a ver el mundo como un elfo, a descubrir la paradoja de individualidad y comunidad que consistía, por una parte, en la exaltación del yo y, por otra, en la unidad con todo lo que lo rodeaba. Los cambios sutiles de percepción lo condujeron a otras muchas experiencias: le permitieron ver flores donde jamás las hubiera buscado, le permitieron sentir la presencia de un animal —incluso identificar su tamaño aproximado— por olores y vibraciones tenues en el entorno. Se sentía como una enorme esponja vacía sumergida en las aguas del conocimiento, y absorbía sin cesar encontrando un placer infinito en cada lección, en cada palabra. Todos sus conceptos de espacio y tiempo cambiaron. Las secuencias se convirtieron en segmentos, los recuerdos en viajes en el tiempo.

Incluso cambiaron los hábitos de sueño de Elbryan, pasando a ser procesos más controlados y meditados, y no simples períodos de inconsciencia incontrolable. Los elfos los llamaban «meditación imaginaria», «ensueños». En ese estado de duermevela, Elbryan podía desconectar el sentido de la vista y sin embargo mantener los oídos y la nariz atentos a los estímulos de siempre. Sustituyó muchos de sus sueños con viajes en el tiempo, y trasladaba su mente a vivencias pasadas para volver a ver lo que le había sucedido pero desde una perspectiva diferente, y de ese modo aprender de ello.

Durante esas noches Olwan estaba vivo, y también Jilseponie, su querida Pony, y toda la gente de Dundalis. En cierto modo, esos recuerdos tan perfectos daban a Elbryan sensación de inmortalidad, como si todas esas personas estuviesen realmente vivas, sólo que encerradas en un lugar diferente cuya llave era su memoria.

Aquello le servía de consuelo. Comprobó que la filosofía élfica le proporcionaba solaz, salvo que no podía cambiar lo que había sucedido, no podía alterar el pasado.

Permanecían el dolor, los horribles gritos, las luchas desesperadas, los montones de cuerpos. Con las enseñanzas de Juraviel, Elbryan no eludía la angustia, sino que volvía a menudo a aquel terrible lugar y usaba la terrible realidad de la destrucción de Dundalis para fortalecer su valor y endurecerse emocionalmente.

—Las pruebas del pasado nos preparan para las pruebas del futuro —acostumbraba decir el elfo.

Elbryan no discutía, pero se preguntaba —casi con temor— qué pruebas futuras podrían equipararse al dolor de aquel espantoso día.

Aguardaba sobre el altozano sin árboles, con los ojos clavados en el horizonte del este, en la tenue línea de luz que anunciaba la proximidad del alba.

Estaba desnudo y sentía en cada pelo, en cada nervio el cosquilleo de la brisa helada. Estaba desnudo y era libre, y, cuando el horizonte se hubo iluminado un poco, alzó ante él la espada, un arma larga pero bien equilibrada, agarrando con ambas manos la empuñadura y tensando los músculos de los brazos.

Elbryan asestó un suave barrido de lado a lado, desplazando su peso poco a poco con el movimiento de la hoja para guardar un equilibrio perfecto. La espada se elevó sobre su hombro izquierdo, y él adelantó el pie derecho; luego volvió a dirigir la espada hacia la derecha, otra vez despacio, en perfecto equilibrio. Adelantó el pie izquierdo y después se inclinó hacia un lado; la espada y el pie derecho siguieron su movimiento de forma que el joven se dio la vuelta como si estuviera encarándose con un segundo contrincante. Ataque, quite, ataque, todo con movimientos armónicos y lentos; luego echó el pie derecho atrás y se giró en un movimiento grácil para volver a ir hacia la izquierda. Ataque, quite, ataque; siempre el mismo ejercicio.

Después echó el pie derecho hacia atrás otra vez y dio media vuelta, de modo que quedó encarado exactamente al revés de como había empezado. Avanzó tres largos pasos asestando golpe tras golpe mientras se movía; luego repitió los mismos movimientos de antes, hacia la izquierda y hacia la derecha, desde su nueva posición.

Bi’nelle dasada, se llamaba, la danza de la espada. El joven continuó cerca de una hora, y sus brazos y la espada iban trazando en el aire dibujos cada vez más intrincados. En eso consistía ahora el núcleo de su entrenamiento: sin contrincante, simplemente grabando la memoria de los movimientos en sus músculos. Cada ataque y cada quite quedaban profundamente arraigados en él; lo que había sido una estrategia consciente de combate se transformaba en una respuesta automática o en un golpe por previsión.

Desde los árboles al pie del altozano, Juraviel y otros elfos contemplaban con sincera admiración la danza de la espada. En verdad los músculos humanos eran bellos y gráciles, una combinación de pura fuerza y extraordinaria agilidad. La espada danzaba con ligereza, lo mismo que los finos y largos cabellos del color del trigo. Sin perder jamás el equilibrio, los músculos de Elbryan trabajaban en perfecta armonía, como si no lucharan, flexionándose y extendiéndose a cada movimiento.

¡Y sus ojos! Incluso desde la distancia en que se encontraban, los elfos podían distinguir los ojos de color verde oliva centelleando con intensidad, como si vieran realmente a los enemigos imaginarios.

Los movimientos del joven Elbryan mejoraban día a día, y por eso Juraviel lo había hecho profundizar en la danza de la espada, los movimientos de batalla más intrincados que conocían los elfos, que eran los espadachines más hábiles del mundo entero. Elbryan dominaba los intrincados movimientos, todos y cada uno de ellos; los había empapado con la esponja en que se había convertido y los retenía en su corazón, en su mente y en sus músculos. Ya nadie, ni siquiera Tuntun, ponía en duda su destreza y su estirpe. Nadie en Andur’Blough Inninness pronunciaba con desprecio «sangre de Mather» para referirse a Elbryan. En efecto, había atravesado el «muro de la no percepción», como lo llamaba Juraviel, había minimizado las inhibiciones de la conciencia propias de los seres humanos y se había convertido en un ser que poseía los poderes más grandes, los poderes naturales.

Cuando hacía ejercicios de entrenamiento, no sólo comprendía muy bien cómo frustrar cualquier ataque, desviar, hurtar el cuerpo o bloquear, sino que también sabía qué tácticas le proporcionarían los contraataques apropiados o le permitirían adoptar una sólida postura defensiva ante los subsiguientes ataques de ese enemigo o incluso de otros. Elbryan ganaba casi siempre e incluso prevalecía cuando luchaban dos contra uno.

Sus técnicas de lucha fueron haciéndose día a día más variadas, más mortales, y evocaban en muchos aspectos los movimientos de un animal depredador. Podía empuñar una daga y torcer el brazo de tal modo que era capaz de asestar una puñalada como una víbora; y, aun sin daga, podía atiesar los dedos para dirigirlos contra cualquier obstáculo.

Todas las mañanas, antes de que el velo de niebla blanqueara Andur’Blough Inninness, Elbryan iba a aquel lugar, contemplaba el alba y realizaba la danza de la espada, grabándola en la memoria.

La sangre de Mather.

Los regalos —una pesada manta, una silla pequeña plegable hecha con palos, un espejo con marco de madera— sorprendieron y confundieron a Elbryan. Sabía que sólo el espejo ya era muy caro, y el primor artesanal y la increíble ligereza de la madera de la silla permitían plegarla y transportarla cómodamente; pero de los tres regalos el que tenía para él más sentido era la manta, el regalo más práctico.

Tuntun y Juraviel dejaron que el joven admirara los regalos un buen rato, lo dejaron probar la silla y escrutar su imagen en el espejo de plata.

—Muchísimas gracias —dijo sinceramente Elbryan, con una voz que revelaba su confusión.

—Ni siquiera entiendes el significado —repuso Tuntun desabridamente—. Te crees que te han hecho tres regalos, y sin embargo el cuarto es con mucho el que tiene más valor.

Elbryan miró a la elfa buscando alguna señal en sus azules ojos.

—El espejo, la silla y la manta —dijo Juraviel en tono solemne—. El oráculo.

Elbryan nunca había oído aquella palabra hasta entonces; de nuevo se pintó en su rostro la confusión.

—¿Crees que los muertos se han ido? —fue la críptica pregunta de Tuntun, que parecía divertirse con el espectáculo—. ¿Crees que sólo existe lo que ves?

—Hay otros niveles de conciencia —intentó explicarle Juraviel, lanzando una severa mirada a su guasona compañera.

—Los sueños —apuntó Elbryan con cierta esperanza.

—Y los recuerdos de fantásticas meditaciones —añadió Juraviel—. En el oráculo, las meditaciones se entremezclan con la conciencia para traer los recuerdos hasta el presente.

Elbryan frunció el entrecejo mientras consideraba esas palabras, mientras sus implicaciones comenzaban a desplegarse ante él.

—¿Hablar con los muertos? —preguntó sin aliento.

—¿Qué está muerto? —se burló Tuntun.

Ni siquiera Juraviel pudo reprimir una risita sofocada ante las interminables bromas de su compañera elfa.

—Ven —rogó a Elbryan—. Será mejor mostrártelo que explicártelo.

Los tres abandonaron Caer’alfar y se internaron en los espesos bosques. El día no estaba demasiado despejado; en realidad estaba más oscuro de lo habitual a causa de la manta de niebla, y una suave llovizna caía sobre el toldo boscoso. Caminaron aproximadamente una hora en silencio, roto de vez en cuando por las pullas que Tuntun dirigía a Elbryan.

Por fin Juraviel se detuvo al pie de un enorme roble, cuyo tronco era tan grueso que Elbryan no podía abarcar ni la mitad con los brazos. Los dos elfos intercambiaron miradas solemnes.

—No lo hará —aseguró Tuntun elevando el sonsonete de su melodiosa voz.

—Tampoco iba a poder derrotarte jamás —se apresuró a responderle Juraviel, propinándole un furioso pisotón.

Elbryan exhaló un suspiro e irguió los hombros. Así pues, pensó, se trataba de otra prueba, sin duda para comprobar su voluntad y su destreza mental, a juzgar por los tres regalos que llevaba. Estaba decidido a no decepcionar a Juraviel y a no dejar que Tuntun acertara en nada.

En la parte de atrás del árbol, Elbryan vio una estrecha abertura entre las raíces, un túnel que parecía ensancharse a medida que descendía en un ángulo empinado.

—Dentro hay un pedestal de piedra sobre el cual debes poner el espejo —le explicó Juraviel—, y frente a él debes colocar tu silla. Utiliza la manta para tapar la entrada de modo que dentro reine una oscuridad total.

Elbryan aguardaba, esperando más instrucciones. Tras unos instantes, Tuntun le dio un rudo codazo.

—¿Es que te da miedo incluso intentarlo? —lo reprendió.

—¿Intentar qué? —preguntó Elbryan; pero, cuando miró a Juraviel en busca de apoyo, vio que el elfo le señalaba la estrecha abertura indicándole que debía entrar.

Elbryan no tenía idea de lo que le esperaba, de lo que debía hacer, a excepción de las sencillas instrucciones que Juraviel le había dado. Se encogió de hombros, recogió sus cosas y se acercó a la abertura. Entrar allí dentro ya era una prueba suficiente, pues el antro estaba hecho para la estatura de un elfo. Metió primero la silla tan adentro como pudo; luego cerró los ojos y la soltó. Por el ruido de la silla al caer calculó que el suelo de la cueva no tenía más de dos metros y medio a partir de la abertura. Luego extendió la manta al pie del árbol para que las desiguales raíces no le desgarraran la ropa, detalle por el que Tuntun lo juzgó presumido y completamente estúpido. Tras haber mirado a Juraviel con la infundada esperanza de que le diera alguna información más, Elbryan cerró los ojos y entró, con el corazón en un puño y procurando proteger el espejo con el cuerpo. Tan pronto como se hubo deslizado bajo el árbol, abrió los ojos, ya un poco acostumbrados a la oscuridad y miró en torno. Podría ser la madriguera de un oso, de un puerco espín o de una apestosa mofeta, y Elbryan comprobó con gran alivio que estaba vacía. Era casi circular y medía unos dos metros y medio de diámetro. Como le había dicho Juraviel, cerca de la pared, justo al lado de Elbryan, había un pedestal de piedra; el joven se agarró a una raíz del techo, se dio impulso hacia la derecha y desplazó sus pies hacia el pedestal, desde el cual le resultó muy fácil saltar al suelo de la cueva. Había un poco de agua acumulada en un charco de poca profundidad, que no suponía peligro o inconveniente alguno.

Elbryan puso el espejo sobre el pedestal apoyándolo contra el fondo de la cueva; desplegó la silla y la colocó ante el espejo, como le habían ordenado. Luego procedió a colgar la manta a la entrada del antro, oscureciendo aquella cámara en la que apenas podía distinguir su mano cuando la ponía frente a la cara. Hecho esto, el joven tanteó en torno, dio con la silla y se sentó.

Se dispuso a esperar intrigado. Sus ojos fueron habituándose poco a poco a la oscuridad de modo que pudo vislumbrar la configuración de la cueva.

Los minutos pasaban, y todo era silencio y oscuridad. La frustración de Elbryan iba en aumento y se preguntaba en qué podía consistir aquella prueba, qué propósito podía perseguir el tenerlo sentado a oscuras frente a un espejo que apenas veía. ¿Tenía razón Tuntun al asegurar que aquel viaje era una pérdida de tiempo?

Por fin la melodiosa voz de Juraviel rompió la tensión.

—Esta es la Cueva de las Almas, Elbryan Wyndon —salmodió el elfo—. El oráculo, donde elfos o humanos pueden hablar con los espíritus de quienes han traspasado antes que ellos. Busca tus respuestas en las profundidades del espejo.

Elbryan se tranquilizó con el ejercicio respiratorio de bi’nelle dasada y clavó los ojos en el espejo, o al menos en la zona donde sabía que estaba, pues era apenas perceptible.

Evocó una representación mental del pedestal y del espejo y rememoró la imagen anterior al momento en que había colgado la manta. Poco a poco se hizo visible la forma cuadrada, al menos en su imagen mental, y entonces envió la mirada dentro del marco de aquel cuadrado.

Y siguió sentado, mientras los minutos se convertían en una hora, mientras el sol proseguía su camino hacia el ocaso, tras la niebla y las nubes élficas. En su concentración fue deslizándose el aburrimiento y la frustrante constatación de que a lo mejor Tuntun tenía razón. Sin embargo, no le llegó ninguna otra recomendación desde fuera de la cueva, por lo que supuso que los dos elfos seguían aguardando pacientemente.

Elbryan evitaba pensar en ellos y, cada vez que distraídamente lo hacía o lo asaltaba alguna otra idea ajena a la cueva, se esforzaba por alejarla.

Perdió la noción del tiempo y muy pronto nada interrumpió su concentración. La cámara se oscureció aun más a medida que el sol se inclinaba hacia el oeste, pero Elbryan, ajeno ya a la oscuridad, no lo notó.

¡Había algo en el espejo, más allá de su visión!

Se abandonó aun más a su estado de meditación, se liberó de todas las imágenes conscientes que atestaban su mente. Había algo allí, el reflejo de un hombre, quizá.

¿Era su propio reflejo?

Aquella idea borró la imagen, pero sólo un momento.

Luego Elbryan la vio con más claridad: un hombre mayor que él, con la cara arrugada por el sol y el viento, y una barba recortada siguiendo la línea de la mandíbula. Se parecía a Elbryan, o al menos a como sería Elbryan al cabo de veinte años. Se parecía a Olwan, pero de alguna forma el joven sabía que no era él. Era…

—¿Tío Mather?

La imagen asintió; Elbryan se quedó sin aliento.

—Eres el guardabosque —dijo Elbryan con voz temblorosa—. Eres el guardabosque que me precedió, que fue entrenado por estos mismos elfos.

La imagen no hizo amago alguno de responder.

—Eres el modelo que tengo que imitar —continuó Elbryan—. Temo que me resulte demasiado difícil.

Pareció que el rostro del espíritu se suavizaba algo, y Elbryan experimentó claramente la sensación de que, por lo menos a los ojos de Mather, sus temores eran infundados.

—Ellos hablan de responsabilidad —siguió diciendo el joven—, de deber y del camino que me aguarda. Sin embargo temo que no soy lo que Belli’mar Juraviel cree. Me pregunto por qué me escogieron para esto… ¿Por qué me salvaron aquel día en Dundalis? ¿Por qué no salvaron a Olwan, mi padre, tu hermano, tan fuerte y corpulento, tan experimentado en el combate y en las cosas del mundo?

Elbryan intentó hacer una pausa para ordenar los pensamientos, pero las palabras le salían como atraídas por el espíritu del espejo, por aquel lugar y por su propio estado mental. Aunque aquella imagen fuera su tío Mather, se daba cuenta de que estaba hablando con el espíritu de un hombre al que no había conocido. Pero aquel temor no podía refrenar el río de su propia alma que se desbordaba y se desahogaba.

—¿Qué nivel tengo que alcanzar para satisfacer las exigencias de Tuntun y de otros elfos de su mismo parecer? Me temo que me exigen la fuerza de un gigante fomoriano, la velocidad de un ciervo asustado, la cautela de una ardilla y la calma y sabiduría de un elfo centenario. ¿Qué hombre podría conseguirlo?

»Ah, pero tú sí pudiste, tío Mather —prosiguió—. Por lo que cuentan de ti, incluso por la expresión de los ojos de Tuntun, que manifiestan sincera admiración, sé que no decepcionaste a los habitantes de Caer’alfar. ¿Cómo me juzgarán a mí dentro de veinte años, un simple día en la vida de un elfo? ¿Y qué hay de ese mundo que pronto conoceré?

Imágenes horribles, la mayoría de ellas humanas, desfilaron rápidamente ante Elbryan, como si atravesaran volando la superficie del espejo.

—Tengo miedo, tío Mather —reconoció el joven—. No sé qué es lo que temo, si el juicio de los elfos, los peligros del yermo o la compañía de otras gentes. Más de un cuarto de mi vida ha pasado sin ver a nadie que se comporte como un humano, que vea el mundo como los hombres. Pero —continuó con voz cada vez más baja—, me temo mucho que ya no veo el mundo como un hombre y que tampoco puedo contemplarlo como un elfo, sino como alguien que no es ni lo uno ni lo otro. Amo Caer’alfar y todo este valle, pero no pertenezco a él. Lo sé en lo más profundo de mi corazón, y me temo que fuera de aquí, entre mi gente, tampoco me sentiré parte de ellos. Familia y especie —concluyó Elbryan— no siempre coinciden. ¿Qué queda de mí? ¿En qué clase de criatura me he convertido, que no soy ni elfo ni humano?

La imagen seguía sin responder, sin hacer movimiento alguno. Pero Elbryan captaba un suave sentimiento —una especie de comprensión, de empatía— y supo que no estaba solo. Supo la respuesta a sus preguntas.

—Soy Elbryan el guardabosque —declaró con decisión, y las implicaciones de semejante calificativo cayeron sobre él; pero no le hicieron inclinar los anchos hombros, sino que se los robustecieron.

Elbryan se dio cuenta de que estaba bañado en sudor frío. Sólo entonces constató que la oscuridad de la cueva se había convertido en una tiniebla absoluta.

—¿Tío Mather? —llamó dirigiéndose al espejo, pero la imagen del espectro e incluso la del espejo se habían desvanecido.

Juraviel estaba aguardándolo cuando el joven salió a rastras del agujero. El elfo lo miró como si quisiera preguntarle algo, pero al parecer halló la respuesta en el rostro de Elbryan. Sin cruzar palabra, regresaron a Caer’alfar.